El diablo desinteresado
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El diablo desinteresado

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En El diablo desinteresado, un joven pintor se atreve a venderle su alma al demonio con tal de lograr la fama y la fortuna que le granjearían el carino de su amada. El demonio resulta ser bueno, rico, bondadoso y estar en la búsqueda de Dios a través de la caridad.

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Information

V

Cipriano, vestido con la pulcritud y ortodoxia propias de un hombre que va a ver a Laura (¡¡¡a ver a Laura!!!) y que, a pesar de su modestia, tiene los trajes necesarios, presentose a las cinco en punto de la tarde «chez Madame Dupont».
La dueña de la casa, apetitosa jamona de un agradable moreno mate y de profundos ojos obscuros, item más con un suave bozo en el labio (lector, a Cipriano de Urquijo no le gustan las mujeres con bozo. ¿Y a ti?), la dueña de la casa, digo, en cuanto se presentó a ella el joven pintor, acogiole como llovido del cielo, con la más hospitalaria de sus sonrisas:
-¡Ah! C'est vous, M. de Urquijo (madame Dupont pronunció la jota de Urquijo -esa nuestra áspera letra felina- con peculiar acento y dándole el sonido francés, naturalmente); ¡soyez le bienvenu, M. de Urquijo!
Y en tono confidencial (el autor seguirá traduciendo casi siempre al español los diálogos, para comodidad del lector… y de los linotipistas), añadió:
-Me ha sido usted calurosamente recomendado por un amigo a quien deseo muchísimo complacer…
-¿Por el diablo? -se atrevió a insinuar Cipriano (y con supino candor dejó advertir una gran emoción en la voz…
-¡Bueno! Por el diablo, si a usted le parece -contestó ella con una sonora risa-. Y tengo la delicada misión de presentarle a la muchacha más encantadora que hay en París.
-¡Está aquí ya… ! -y el «ya» se ahogó en la garganta del pintor.
-Aquí está… Procure usted hacer acopio de valor (¡prenez votre courage a deux mains!), y vamos a saludarla.
Y sin darle tiempo para más, la señora Dupont, tomándole la mano, atravesó la sala en que estaban, franqueó una puerta, llegó a un salón donde había numerosos grupos de invitados, algunos alrededor ya de las inevitables mesitas de «bridge», y se dirigió a un rincón cerca de una ventana, donde conversaban, en un diván, dos señoritas, rubias las dos, bellas las dos, elegantes las dos; pero una de ellas más rubia, más bella, más elegante.
¿No era ésta, por ventura, la señorita Laura?
Sí, por ventura, por indecible ventura, la señorita Laura era…
Lector, aprovéchate de la ocasión para contemplarla a tu sabor y talante: mira ese campo de nieve de su frente, bajo el cual se abren las dos misteriosas violetas dobles de sus ojos. Admira, lector, con toda tu admiración, otra flor doble que parece arrancada de una florida reja de Sevilla: el clavel estupendo de su boca.
¿Ves, lector, ese cuello que parece robado al propio cisne de Leda? ¿Ese cuello, no de pluma, pero sí de porcelana, y no de porcelana dura y fría, sino tibia y blanda… y olorosa?
No dejes, lector, pasar inadvertida, te lo ruego, la corona de cabellos de seda maravillosa, de oro tenue y ensortijado, que parece una transfiguración sobre la frente de la señorita Laura.
Y por último, recuerda una de las estatuas clásicas que más te hayan embelesado, con aquella vestidura inmortal de graciosos pliegues eternos, y dime si la señorita Laura está, con su armonioso traje blanco, menos bien vestida que ella…
-Mi querida amiga -dijo la señora Dupont-, tengo el gusto de presentarla un joven pintor: Cipriano de Urquijo, una de las más ciertas glorias futuras del arte. El señor Urquijo tiene el porvenir en su bolsillo (il a l'avenir dans sa poche)1… ¿Sabe usted que desea? Pues desea nada menos que hacer el retrato de usted, porque admira profundamente, desde hace tiempo (en discretísimo silencio, eso sí), su delicada belleza…
El joven pintor, mientras duraba este pequeño discurso, poníase de todos colores… ¿Cómo la luminosa cuanto sencilla idea de pintar el retrato de Laura no se le había ocurrido? ¡Obtusa imaginación la suya!
En tanto, ella, Laura, le miraba; le miraba abriendo inmensamente aquellas violetas dobles de sus ojos.
Le tendió la mano: ¡qué mano, lector; qué larga mano, modelada de un modo insuperable! ¡Qué tibia y suave mano! Dicen que se necesitan «seis generaciones para hacer una mano de duquesa»… Para aquella mano se habían necesitado por lo menos diez…
¡Por qué soltarla ya nunca más! ¡Por qué no tenerla eternamente en la diestra, estrechándola con blandura deliciosa!
Y que pasase la sombra de este universo y de todos los universos posibles; y que los soles, ya marchitos y apagados, cayesen lentamente en el abismo del Todo, como lágrimas negras del dolor vencido; y que Cipriano fuese la conciencia única del Cosmos; y que las tinieblas primordiales volviesen a invadir la creación… Pero que aquella mano, el lirio sagrado de aquella mano, siguiese posándose en la diestra de Urquijo, por los siglos de los siglos, amén.
Fue preciso, sin embargo, soltarla… Fue preciso, asimismo, decir algo, un lugar común, una tontería… ¿Qué tontería dijo Cipriano? ¡Ah! Ya recuerdo: el infeliz dijo: «A los pies de usted, señorita».
Perdónalo, lector. Tú no sabes lo que es estar delante de Laura; a ti, pobrecillo, no te han mirado las dos violetas dobles de los ojos de Laura.
Ella sonrió. A las mujeres, por inocentes que sean, las encanta la turbación de un hombre, sobre todo si creen que ese hombre es inteligente. ¡Qué homenaje más delicado puede rendírselas! Con una mujer bella y discreta, un hombre (con tal de que tenga patente de agudo e ingenioso) puede hacer el tonto con fruto… Ahora que ello es peligrosillo, por algo análogo a lo que dice la cábala: «¡Ten cuidado que jugando uno al fantasma se vuelve fantasma!».
Ella sonrió, pues. ¡Qué sonrisa, lector! Como si se hubiese abierto aquel clavel sevillano de que hablábamos y dejase ver en su cál...

Table of contents

  1. Título
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX