En las impresiones de viaje en Italia, que
sucesivamente daré a luz, por el Folletín de El Mercurio, se notará
que sobresale como asunto dominante, la jurisprudencia. Tal ha
sido, en efecto, el asunto que con especialidad me propuse examinar
al visitar aquel país. Sin embargo, se concibe fácilmente que me ha
debido ser imposible llenar este objeto, sin tropezar con multitud
de otros, extraños a la materia de mi estudio, cuya novedad no
podía menos de impresionar vivamente mi espíritu. De ahí es que, a
mis impresiones forenses, si así puedo denominarlas, se juntan
otras de distinto género, que, al paso que de ordinario interrumpen
el curso de mi estudio favorito, esparcen en él cierta amenidad,
que hace más accesible el estudio de un asunto, de suyo no poco
árido.
Un camino semejante será, pues, el que siga en
la redacción de mis impresiones, a fin de que el lector le
encuentre tan fácil y agradable, como lo ha sido para
mí.
De la jurisprudencia, esta materia que, al
paso hace caer de sueño los párpados del estudiante de derecho,
arrastra la afluencia de la multitud, y aún del bello sexo, a la
barra de los tribunales, no será ciertamente, los contratos y las
hipotecas la parte que nos ocupe. El folletín de un papel
mercantil, no puede hacer las veces de la cátedra universitaria, ni
de un tratado de derecho. Para estudiar los contratos y las
obligaciones, no habría tenido necesidad de navegar dos mil leguas;
pues el código sardo y las ediciones completas de Pothier,
atraviesan el Atlántico a razón de seis y de cien francos el
ejemplar.
La jurisprudencia, como la moral y el arte,
considerada en su mecanismo y organización material, tiene un
aspecto bajo el cual puede ser historiada y descripta por el
pincel, direlo así; tal es la parte que comprende los usos y
costumbres del foro, el movimiento y fisonomía de la audiencia en
los distintos países, las formas externas del debate, la manera de
interrogar y deponer, la disposición del tribunal y su local mismo;
la policía y disciplina del juicio, los usos de los abogados, el
aspecto de la barra, etc. Esta parte descriptiva, que los
establecimientos judiciarios de los diferentes países del mundo,
ofrecen con una fisonomía suya y peculiar, y de que los libros no
son apropiados para dar una cabal idea, es lo que yo me propuse
conocer, visitando los tribunales de algunas naciones de Europa, y
con especialidad de Italia, por razones que expondré
oportunamente.
Tal será el lado por donde considere la
jurisprudencia, en la serie de artículos que me propongo escribir
en el Folletín de El Mercurio. A este trabajo de descripción,
acompañaré una reseña de la administración y gobierno de los
Estados sardos; una noticia histórica de su actual legislación
civil, del estado de sus trabajos de codificación general, y muchas
otras consideraciones, que sin tocar a la parte externa y mecánica
del derecho, estarán desnudas de la aridez por lo común inherente a
estas materias.
Con la intención que he mencionado arriba,
dije mis adioses al Río de la Plata, por el mes de Marzo de 1843;
adioses, sea dicho de paso, por los que no pido ni merezco
compasión; pues mi correría atlántica debía tener lugar al través
de los pintados mares de la zona tórrida, cuyo tránsito, más que un
viaje, se asemeja a un prolongado paseo por los Campos
Elíseos.
Era una mañana del mes de Mayo, mes de
primavera, en el otro hemisferio, cuando descubrimos las colinas de
Andalucía, dulces al ojo, como las modulaciones de la Cachucha, y
más dulces para los ingleses, pues a sus plantas corren las aguas
del Trafalgar, ingratas aguas, que vieron subir las llamas en que
ardió el estandarte dorado, que Albión no pudo envolver al cuerno
de su orgulloso caballo.
El viento salía con vehemencia del
Mediterráneo: pero nuestra embarcación no se arredró por eso. Esta
feliz contrariedad nos procuró más bien el gusto de acercarnos y
saludar, en una mañana, cuatro veces al África y cuatro a la
Europa.
A las 12 del día estábamos a un cuarto de
milla de Gibraltar. La bandera de Albión, no diré flameaba, pues
había sobrevenido calma, sino dormía, al pie de la roca de Calpe,
anunciando modestamente el derecho británico, fundado en
trescientas piezas de artillería. Enfrente, la linda Algeciras,
parecía mirarse coquetamente en las cristalinas aguas del
Mediterráneo y al Mediodía, la memorable Ceuta, este pedazo de
España-Africana, parecía jurar venganza al pedazo de
Britania-Española.
Dos días después de perder de vista la tierra
de mis antecesores, divisé a pocas millas de distancia las montañas
de Tolón; yo no puedo negar un saludo respetuoso a esta especie de
Parnaso guerrero que dio inspiraciones, en su juventud, a dos
hombres que más tarde influyeron en la suerte de ambos mundos.
Napoleón y San Martín, como se sabe, ensayaron sus talentos
militares en presencia de Tolón.
En la mañana siguiente, preguntando al
capitán, qué montañas eran las que teníamos a la vista: -Los
Apeninos, me contestó. Hoy deberemos desembarcar en
Italia.
Voy a copiar literalmente las expresiones que
escribía en presencia de los objetos
mismos.
Esta prueba no es poco atrevida de mi parte;
pero es el único, o a lo menos el más perfecto medio de que el
viajero americano pueda valerse para darse cuenta exacta de sus
primeras sensaciones de Europa.
«Las siete y media de la tarde. El sol acaba
de ponerse detrás de las montañas de Génova. Dentro de una hora
estará fondeado el Edén. Desde las cuatro de la tarde recorro la
parte de Oriente de la ribera de Génova; y la capital ostenta ya
sus torres. Yo he soñado locuras doradas, pero nunca una cosa
semejante a lo que veo. Todas las pendientes de las montañas están
sembradas de brillantes edificios; templos y palacios en lo alto de
elevadísimas rocas, parecen edificados en el aire. No es instante
de describir; las impresiones son demasiado vivas. Doy por bien
empleado cuanto he padecido en la navegación. Voy a tomar el último
mate en el mar.
[… ]
«A las oraciones, esto es, a las 8 y media de
la tarde, estaba fondeado el Edén.
»A una persona venida de una capital europea,
mis impresiones darían risa quizás; a un americano del sud, muy
lejos de eso.
»Mi entusiasmo es el de un hombre de 20 años;
me considero renacido. ¡Cuánto me sonríe lo que me rodea en un
instante tan nuevo para mí!
»A doscientas varas del punto en que estoy, a
la luz de una mitad de la hermosa luna de Italia, distingo el
palacio del príncipe Doria, donde Napoleón durmió muchas
noches.
»Ahora poco, el aire resonaba con el estruendo
de quinientas campanas.
»El bullicio de la capital es
asombroso.
»La bahía es un cerco, un anfiteatro dentro
del cual están las embarcaciones apiñadas como en un
artillero.
»En presencia de las montañas, cuyas
pendientes enseñan muchas calles iluminadas de Génova, todos los
objetos aparecen microscópicos. Los palacios aparecen, como casas
comunes de las nuestras; y los edificios de siete y ocho pisos,
como esos juguetitos de madera, que nos llevan los pacotilleros
franceses para los niños.
»Distingo los faroles de los coches, que
corren por lugares al parecer inaccesibles. Una ciudad en la
pendiente de un cerro; ¡qué maravilloso
espectáculo!
»Donde quiera que los ojos caen, tropiezan con
soberbios edificios, blanqueados por la luz de la
luna.
»¡Qué nuevo es para un americano del Sud, el
espectáculo de una capital europea! Pero qué viejo, el repetir esta
frase que nada dice al que no contempla los objetos. ¿No sería útil
y agradable, para el lector americano, el encontrar un libro que
contuviese la expresión ingenua y candorosa de las impresiones que
experimenta el que por primera vez visita uno de estos pueblos? Yo
creo que sí; y algo de esto me atrevo a ensayar, aunque la
tentativa me cueste un poco de mi crédito de hombre frío, ante los
ojos de las gentes de juicio y de mundo. Considero que un americano
probaría más sensatez revelando, a expensas de su amor propio, la
verdad de sus emociones, que no ostentando una indiferencia mentida
unas veces, y otras, exhalándose en vagas generalidades, que nada
dicen al que las escucha a tres mil leguas de la situación de los
objetos.
»Bajo cubierta, en la cámara, soy capaz de
coordinar mis ideas; me creo en alta mar, olvido los objetos
nuevos. Pero cuando subo, y me encaro con el cielo de la Italia, la
hermosa luna, los millares de luces artificiales, los edificios y
monumentos que resplandecen en mi alrededor, creo que veo alzado el
telón de un palco escénico en vez de una ciudad existente, y
sucumbo a las emociones del teatro
fantástico.
»¡Oh! Esta noche, es nueva y solemne; yo debo
abundar en su descripción.
»Pero no, yo debo ver, voy a ver, a sentir; no
deseo escribir. Subo a cubierta.»
Al día siguiente, después que había dado
algunas vueltas por las calles de la ciudad de mármol, escribía mis
notas:
«¡Cómo describir a Génova! Esta ciudad-parque;
esta capital-jardín!
[… ]
»Oh, Italia, en tus ciudades está tu poesía,
no en tus poetas, tú no escribes; haces la poesía. -Tú misma eres
un poema arquitectónico, si así puedo expresarme. Sólo el
daguerreotipo, puede decir con fidelidad cómo es tu belleza muerta.
En cuanto a tu hermosura viva, sólo los
ojos».
¿Qué razón he tenido, se me preguntará,
quizás, para visitar los Estados sardos, con preferencia a la
deliciosa Nápoles, la poética Toscana, la sublime y desmantelada
Roma, y la misteriosa Venecia? Poco me costará dar satisfacción a
esta curiosidad natural. Si yo hubiera ido a Italia en busca de
placeres, me habría dirigido indudablemente a Nápoles o Venecia. La
admiración por el pasado esplendor de Roma, y sus soberbias
actuales ruinas, me habría encaminado a la capital de los Estados
Papales. Pero yo era atraído en este viaje, por la curiosidad de
conocer la Italia que más roce y comercio tiene con América
Meridional; y el estado actual de la jurisprudencia, en el país
nativo, por decirlo así, del derecho civil por excelencia. Tampoco
era el lado científico y dogmático del derecho, el que excitaban mi
curiosidad, pues en este caso me habría dirigido a Florencia y
Pisa, sino el derecho en acción, puesto en juego y constituido en
código. Bajo este aspecto, a nadie se oculta que los Estados sardos
llevan una desmedida ventaja a los otros Estados de la Italia
moderna y contemporánea.
