Siete mujeres
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Siete mujeres

Eric Metaxas

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Siete mujeres

Eric Metaxas

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Cada una de las figuras que cambiaron el mundo presentes en estas páginas: Juana de Arco, Susana Wesley, Hannah More, Maria Skobtsova, Corrie ten Boom, madre Teresa, y Rosa Parks, es un modelo ejemplar de la verdadera feminidad. De adolescente Juana de Arco siguió el llamado de Dios y liberó a su país, teniendo una muerte de un mártir heroico. Susanna Wesley tuvo diecinueve hijos y dio al mundo su evangelista más importante y el más grande escritor de himnos, sus hijos John y Charles. Corrie ten Boom, detenido por ocultar a judíos holandeses de los nazis, sobrevivió a los horrores de un campo de concentración para asombrar al mundo perdonando a sus verdugos. Y el profundo sentido de justicia, la dignidad inquebrantable y fe de Rosa Parks ayudó a lanzar el más grande movimiento social del siglo XX.Escribiendo en su característico estilo atractivo y conversacional, Eric Metaxas revela cómo las otras mujeres extraordinarias en este libro lograron su grandeza, inspirando a los lectores a vidas moldeadas por la verdad del evangelio.

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Information

Publisher
Grupo Nelson
Year
2016
ISBN
9780718041724
UNO
Juana de Arco
1412–1431
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Aun para aquellos que la conocen bien, la historia de la mujer llamada Juana de Arco es un enigma. Yo conocía muy poco sobre ella hasta que hace unos años vi la emblemática película muda The Passion of Joan of Arc [La pasión de Juana de Arco].1 Sin embargo, después de ver la película y leer un poco más sobre ella, entendí rápidamente que su carácter y sus proezas eran tan extraordinarios que parecían casi imposibles de creer. Ciertamente son incomparables. Pero, ¿qué debemos pensar de esta mujer? A aquellos que piensan de ella como una de las primeras feministas, o una fanática religiosa, o una loca propensa a falsas ilusiones se les puede perdonar su confusión, porque —aunque no era ninguna de esas cosas— la vida de esta mujer se diferencia de todas las demás. Era tan pura, tan valiente y tan excepcional en su fe y obediencia a Dios que, tal vez como Francisco de Asís o quizás hasta Jesús mismo, ella desafía muchas de nuestras suposiciones más arraigadas sobre qué puede ser una vida.
Para tener una idea de quién era Juana de Arco, imagina a una adolescente criada en una granja caminando por los pasillos del Pentágono en Washington D.C., y exigiendo enérgicamente ver al secretario de defensa, diciendo que Dios le ha dado un plan para terminar con todo el terrorismo dirigido a Estados Unidos y sus aliados, y que todo lo que ella necesita es un ejército de soldados armados. La mayoría de las personas asumiría que una joven así está enferma mentalmente o que tal vez es extremadamente ingenua. Lo último que imaginaríamos es que en realidad fue enviada por Dios, y que todo lo que dijo era cierto y pasaría tal y como ella dijo que ocurriría. Pero este era más o menos el escenario que enfrentaba la milicia francesa y las figuras políticas en 1429, cuando una jovencita humilde, sin educación y de una pequeña aldea se presentó ante ellos.
Para poder apreciar lo que estaba proponiendo esta jovencita, tenemos que entender la situación en Francia en aquel momento. La guerra que luego se denominó como la Guerra de los Cien Años había estado asolando la región intermitentemente desde el 1337. Los ingleses, luego de haberse apropiado de vastas extensiones de terreno en Francia para 1429, estaban ganando, y ahora deseaban coronar literalmente sus esfuerzos colocando a un rey inglés en el trono francés. En el momento, esto parecía prácticamente un fait accompli [hecho consumado]. Sin embargo, inocente y convincentemente Juana les explicó a los oficiales franceses que ella había sido enviada por Dios para expulsar a los ingleses fuera de la ciudad de Orleáns. ¡Y no solo eso, también les aseguró que se encargaría de que el francés adecuado —Carlos VII— fuera coronado como rey de Francia! Tomarla en serio era impensable; y sin embargo, de alguna manera, a fin de cuentas, los desesperados y aturdidos líderes de Francia hicieron justo eso. Ya no le quedaban opciones razonables y sabían que no tenían nada que perder. Pero mucho menos extraño que el haberla tomado en serio es el hecho de que ella realmente tendría éxito en todo lo que dijo que haría. Considerar esto es absolutamente ridículo, pero la historia registra que así ocurrió.
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Los padres de Jeanne d’Arc —o Juana de Arco, en español— la llamaban Jeanette. Ella nació en 1412 en el seno de una familia campesina en Domrémy, una aldea al noreste de Francia. Vivía con sus padres y cuatro hermanos en una humilde casa de piedra cerca de la iglesia de la aldea.
Como la mayoría de las muchachas campesinas de aquel tiempo, cuando alcanzó la edad suficiente, Juana comenzó a ayudar a su padre, Jacques, en los campos. Además, cuidada los animales de la familia, desyerbaba el huerto y ayudaba a su madre con las tareas de la casa. Se dice que disfrutaba especialmente del tejido y el hilado. A Juana nunca le enseñaron a leer ni a escribir, pero ella tenía un interés ferviente por la iglesia y Dios. Desde muy temprana edad, oraba frecuente y apasionadamente. Mucho después de su muerte, sus compañeros de infancia recordaban lo mucho que se habían burlado de su amiga debido a su devoción.
La vida era precaria para los ciudadanos de Francia. Desde que tenían memoria, la Guerra de los Cien Años había sido el agónico telón de fondo de sus vidas. Los ingleses creían firmemente que Francia debía ser parte de Inglaterra, y debido a los muchos matrimonios entre las familias reales de Inglaterra y Francia, la línea de sucesión no estaba muy clara.
La confusión comenzó cerca de 1392, cuando los franceses empezaron a escuchar rumores de que el hombre al que ellos consideraban el legítimo rey de Francia, Carlos VI, estaba padeciendo de ataques de locura. Su tío, Felipe el Bueno (así le llamaban), tomó control de las riendas del reino. Él y la displicente esposa de Carlos, la reina Isabeau, estaban intentando terminar la guerra de una manera generosamente provechosa para ellos e Inglaterra, pero indudablemente perjudicial para Francia.
Felipe era también el poderoso duque de Borgoña, cuyas tierras —que constituían una porción considerable de Francia— estaban bajo el control inglés. Él quería que Francia cediera a las demandas de los ingleses para así poner fin a las interminables peleas. La reina Isabeau secundó este plan y engatusó a su esposo, mentalmente enfermo, para que firmara el Tratado de Troyes. Este tratado le daba a Carlos VI el derecho vitalicio de gobernar a Francia, pero al morir, Enrique V de Inglaterra gobernaría a ambos países. A fin de que las disposiciones del tratado fueran más atractivas, Enrique V se casó con la princesa Catherine, la hija de Carlos VI y la reina Isabeau, para que así los hijos que tuvieran fueran mitad franceses.
El plan habría resultado de no haber sido por una persona: el hermano menor de la princesa Catherine y príncipe heredero, Carlos —o el Delfín, como le llamaban los franceses— que tenía toda la intención de permanecer en la línea de sucesión. En 1422, para complicar aún más la situación, murió el rey Carlos VI. Sin embargo, los planes del duque de Borgoña y la reina Isabeau de que lo sucediera Enrique V de Inglaterra tampoco eran posibles, puesto que Enrique también había muerto dos meses antes. Entonces, ¿quién se convertiría en el próximo rey de Francia? Esa era la pregunta que ardía en el corazón de todos los franceses, y que ardía en el corazón de los residentes de la aldea de Juana, Domrémy.
Los dos contendientes principales eran: el Delfín (Carlos VII) y Enrique VI, el bebé recién nacido de Enrique V y Catherine. Como era de esperarse, los ingleses y sus aliados —los borgoñones— quienes controlaban el norte de Francia, apoyaban a Enrique VI; mientras que los que estaban en el sur de Francia apoyaban al Delfín. Por lo tanto, la guerra continuó, y ahora los franceses no solo estaban peleando contra los ingleses, sino también entre ellos mismos.
La mayor parte de la Guerra de los Cien Años se había peleado en terreno francés, y los franceses no habían ganado ninguna victoria importante en décadas. Para 1422, cuando Juana tenía diecisiete años, los ingleses habían logrado conquistar gran parte del territorio norte de Francia, y sectores del suroeste de Francia estaban bajo el control de borgoñones aliados a los ingleses. La plebe francesa había sufrido muchísimo durante la pandemia de peste bubónica (la muerte negra) que primero se propagó de China a Europa en los años 1340. Los comerciantes franceses habían sido aislados de los mercados extranjeros, y la economía francesa estaba en ruinas.
Juana y sus compueblanos en Domrémy apoyaban firmemente al Delfín, y consideraban que los ingleses eran enemigos repugnantes, en parte porque no era inusual que los soldados ingleses invadieran las aldeas francesas, mataran civiles, quemaran casas y robaran sus cosechas y ganado. Pero, ¿qué podían hacer para asegurarse de que el Delfín llegara a ser rey? Nadie podía pensar en una opción probable. Sin embargo, cuando Juana tenía cerca de doce años, comenzó a ocurrir algo que la catapultaría justo al centro de estos eventos y la convertiría en la protagonista principal en la victoria de Francia y el ascenso del Delfín a su posición legítima como rey: ella comenzó a escuchar voces y a ver visiones. Juana decía que unos mensajeros del cielo la estaban visitando en el huerto de su papá. Ella creía que eran el arcángel Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita. Al principio no le dijeron nada sobre Francia ni sobre su papel en salvar a Francia de los ingleses; simplemente la motivaron a que continuara fortaleciendo su ya profunda fe.
Juana esperaba con ansias y amaba su interacción con estos visitantes celestiales; sin embargo, con el tiempo sus palabras para ella se volvieron muy específicas y serias. Ellos le informaron que tenía una gran misión que llevar a cabo. Ella iba a rescatar a Francia de los ingleses y a llevar al Delfín a la ciudad de Reims para ser coronado. Al igual que María, la madre de Jesús, Juana se sorprendió ante lo que le dijeron estos visitantes celestiales. ¿Quién era ella para dirigir un ejército? Apenas sabía cómo montar a caballo y mucho menos cómo conducir soldados a la batalla. Sin embargo, como era una niña con una fe profunda, no dudó de que estos mensajeros sí fueran enviados del cielo y debieran tomarse en serio.
Juana no era la única persona en la familia preocupada por cosas difíciles de entender. Una noche su padre soñó que su linda hija adolescente huiría con unos soldados. Como malinterpretó su significado, les dio instrucciones radicales a sus hijos de que ahogaran a su hermana si alguna vez hacía algo como eso. Además, a manera de prevención, comenzó a planificar para que Juana se casara con un mozo del pueblo. Sin embargo, su padre desconocía que Juana había hecho un voto privado con Dios de nunca casarse. Así que cuando llegó el momento, ella se negó a proseguir con la ceremonia, a pesar de que su supuesto prometido fue a corte con motivo del arreglo incumplido.
Cuando Juana tenía cerca de dieciséis años, sus «voces», como ella las llamaba, le dijeron que finalmente su tiempo había llegado. Le dieron instrucciones específicas para que viajara al pueblo de Vaucouleurs. Una vez allí, debía pedirle al gobernador Robert de Baudricourt que le proveyera una escolta armada hasta el castillo de Chinon, donde vivían el Delfín y su corte. Como sabía cuál sería la reacción de sus padres, Juana les dijo que deseaba visitar a su prima casada, Jeanne Laxart, quien vivía a corta distancia de Vaucouleurs. Ellos le dieron permiso a su hija para que fuera.
Juana visitó a su prima, pero luego convenció a Durand —el esposo de la prima— para que la llevara a ver a Baudricourt. El gobernador escuchó pacientemente mientras Juana le describía las instrucciones que Dios le había dado para que ella dirigiera un ejército en la expulsión de los ingleses de Francia y luego supervisara la coronación del Delfín como rey de Francia. ¿Qué se supone que hiciera el digno y estimado gobernador con la historia extravagante de esta muchacha sencilla? Hizo lo que cualquiera hubiera hecho: le dijo a Durand que la enviara inmediatamente a su casa, no sin antes halarle las orejas por todos los problemas que estaba causando.
Juana regresó frustrada a su casa, pero poco después de su llegada los horrores de la guerra finalmente tocaron a su puerta. Los soldados borgoñones invadieron Domrémy y devastaron la aldea completa con fuego. Ella y sus compueblanos huyeron a un pueblo fortificado que estaba cerca. Unos meses más tarde llegaron peores noticias: los ingleses habían rodeado la gran ciudad francesa, Orleáns, y la tenían sitiada. Las voces de Juana le dieron un mensaje nuevo y urgente: Dios quería que ella rescatara a Orleáns.
Juana, quien para entonces tenía diecisiete años, regresó a Vaucouleurs y pasó las seis semanas siguientes tratando de ver al gobernador otra vez. Mientras esperaba, habló abiertamente con todo el que quisiera escucharla sobre la misión que Dios le había asignado. Los ciudadanos de Vaucouleurs recordaron una famosa profecía acerca de que, algún día, Francia se perdería a causa de una mujer y luego sería devuelta por una doncella, una virgen. Ellos asumieron que la mujer que perdería a Francia era la despreciable reina Isabeau y que Juana bien podría ser la doncella que les devolvería su país. Con respecto al gobernador, él se mostró menos animado con el asunto y otra vez despachó a Juana junto con sus ideas extravagantes.
No obstante, Juana no tomó a pecho el desaire. «Debo quedarme al lado del rey», insistió. «Solo yo puedo ayudarlo. Aunque sin duda alguna hubiera preferido quedarme tejiendo junto a mi madre […] debo ir y hacer esto, pues es la voluntad de mi Señor que lo haga».2
No cabe la menor duda de que Juana realmente habría deseado quedarse en su casa con su familia, haciendo todo lo que acostumbraba a hacer. Sin embargo, ella sabía que Dios mismo la estaba llamando para la tarea en cuestión. Ella no desobedecería ni cedería hasta haber cumplido con lo que Dios la había llamado a hacer.
Baudricourt accedió a recibir otra vez a la persistente muchacha campesina, pero en esta ocasión Juana le dijo algo extraordinario, algo que ella no tenía manera de saber. En la obra de ficción de Mark Twain sobre la vida de Juana, a la que dedicó veinte años para investigar y escribir, el franco escéptico religioso presentó este relato sobre la reunión de Juana con Baudricourt:

«En nombre de Dios, Robert de Baudricourt, usted ha sido demasiado lento en cuanto a enviarme y por ello ha causado daño, pues este día la causa del Delfín ha perdido una batalla cerca de Orleáns, y sufrirá mucho más daño si no me envía pronto hasta él».
El gobernador quedó perplejo ante este discurso, y dijo:
«¿Hoy, niña, hoy? ¿Cómo es posible que sepas lo que ha ocurrido en esa región hoy? Tomaría ocho o diez días para que lleguen las noticias».
«Mis voces me han traído la palabra, y es cierto. Hoy se perdió una batalla y usted es responsable por haberme retrasado».
El gobernador anduvo de un lado para otro durante un rato, conversando con él mismo, pero dejando escapar alguna maldición en voz alta de vez en cuando; y finalmente dijo:
«¡Escucha! Ve en paz, y espera. Si todo resulta como dices, te entregaré la carta y te enviaré al rey, y no de otra manera».
Juana respondió con fervor: «Ahora, gracias sean dadas a Dios, que estos días de espera están por terminar».3

Llegó la noticia de que los franceses sí habían perdido la batalla. El gobernador quedó atónito y convencido finalmente.
Orleáns, ubicada a lo largo del río Loira, era el obstáculo final para un ataque al resto de Francia, y por lo tanto tenía una importancia estraté...

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