El río
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El río

Michael Neale

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El río

Michael Neale

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"Fuiste hecho para El Río… "

Gabriel Clarke se sentía misteriosamente atraído hacia El Río, un cordón de aguas bravas y espumosas, abriéndose camino por desfiladeros escabrosos, en las alturas de las Colorado Rockies. Esa pasión por El Río, desde lo más profundo de su ser, era innegable. Sus aguas impetuosas lo llamaban a sentir la libertad y vivir la aventura.

Pero algo lo retenía –el recuerdo de un espantoso acontecimiento que presenció en El Río cuando apenas tenía cinco años– algo que ningún niño debería ver.

Las cadenas del temor y del resentimiento lo alejaban de los tesoros que podría descubrir en El Río. No podía dejar su pasado atrás, seguía atrapado, temeroso de la vida que lo esperaba.

En esta cautivadora historia, Gabriel aprende que despojarse del pasado significa entregarse por completo a El Río – alma, corazón, cuerpo y mente.

" El Río inspirará a sus lectores a llevar la vida para la que fueron creados" –John C. Maxwell, fundador de EQUIP y The John Maxwell Company

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Information

Publisher
HarperEnfoque
Year
2012
ISBN
9781602559264
UNO
La gran caminata
1956
UN FRÍO DOMINGO DE SEPTIEMBRE DE 1956, JOHN CLARKE SE despertó al amanecer con la idea de salir de casa y disfrutar del aire libre. Era padre soltero, y como no había planificado que nadie cuidara de su hijo Gabriel aquel día, decidió tomar al pequeño y llevárselo de excursión al desfiladero Firewater, en el Río.
—¡Papá! ¡Más lento! —gritó el chico de cinco años con su voz aguda.
—Un poco más, chaval, y luego nos tomaremos un descanso —respondió su padre—. ¡Te va a encantar la vista cuando lleguemos! El abuelo me trajo aquí cuando yo tenía tu edad, y nunca lo he olvidado.
Quedándose sin aliento durante el tramo más llano del sendero, si bien animado, John continuó. Su punto de destino era una pintoresca y poco frecuentada panorámica sobre el Cañón Splash desde lo alto del río Whitefire. La mochila (repleta de muesli con chocolate, cecina casera, agua, material de primeros auxilios y chubasqueros) debía pesar como diez kilos.
—¡Papá! ¡Aúpame! —John se detuvo para esperar que Gabriel llegara a su lado y entonces, con un fuerte movimiento, alzó al chico sobre sus hombros para continuar el trayecto. Prosiguieron hacia la cima, padre e hijo unidos por su amor por la naturaleza salvaje.
Allí se sentía como en casa. John conocía todos aquellos caminos mejor que su propia casa. «Si pudiera, viviría a la intemperie todo el tiempo», solía decirles a sus amigos de vez en cuando. Con su metro ochenta y noventa kilos de peso, John era un tosco tipo de treinta y dos años, musculoso y fornido. Era fuerte como un roble debido a sus años escalando rocas y corriendo por el Río. Empezaban a apa-recerle patas de gallo alrededor de sus ojos grises azulados. Con el pelo rubio rojizo cortado al estilo de los setenta, con su pavoneo añadido, era un hombre de pocas palabras con una sabiduría más allá de su edad.
La familia Clarke era la piedra angular de Corley Falls, Colorado. Su abuelo y su padre habían construido prácticamente la ciudad entera en la parte trasera de su hotel y su campamento de aventura de rápidos. John, siguiendo la tradición, había asumido el funcionamiento cotidiano, que incluía la formación para los guías de los rápidos. Desde hacía casi treinta y seis primaveras y veranos, el Campamento de Aventura Big Water les ofrecía a los excursionistas y navegantes una experiencia que no olvidarían en el río Whitefire. John Clarke repetía las palabras de su padre a menudo: «Nosotros los Clarke, fuimos creados para el río».
La temporada estival de rafting había concluido. Tan solo unos pocos avezados kayakistas recorrerían el Río durante aquella época, de modo que John tenía unos cuantos días libres entre las excursiones de senderismo guiadas y las clases que impartía en la Escuela para Guías Whitewater que su padre había fundado. Aquella semana habían tenido una inusual tromba de agua, así que el Río corría especialmente caudaloso.
El cañón y el bosque circundante eran imponentes, sobre todo en las primeras horas de la mañana. La niebla brumosa se levantaba lentamente, dando lugar a una sensación como si estuvieran caminando entre las nubes. Los pájaros gorjeaban una sinfonía polifónica, y se podían oler las píceas, los abetos y los pinos con llamativa potencia. Las ardillas correteaban alrededor, como si estuvieran jugando al «escondite inglés» mientras barrían por vez última el suelo del bosque en busca de nueces antes del invierno. En un momento dado, cualquier forma de vida silvestre podía hacer su aparición, incluyendo osos, lobos y ciervos, creando un lugar verdaderamente salvaje y mágico.
—¿Cómo de lejos estamos, papá?
—Faltan un par de campos de fútbol más —contestó su padre. John trataba de hablar sobre distancias en términos que su hijo pudiera visualizar.
Igual que una versión en miniatura de su padre, Gabriel era un chico achaparrado de cara redonda. Su lacio pelo rubio se balanceaba hacia atrás y adelante cuando caminaba, pero por lo general iba corriendo a todas partes. Tenía pestañas de sobra, y sus ojos azul celeste atraían a las mujeres allí donde su padre lo llevara. Por supuesto, a su padre le gustaba que así fuera.
Gabriel era inteligente, curioso y no hacía ascos a las travesuras. Sus preguntas surgían de la nada, y a menudo tiraban a su padre al suelo de la risa, o bien lo hacían ras-carse la cabeza de asombro.
Durante aquella caminata matutina, sin embargo, las preguntas de Gabriel resultaban más dolorosas.
—¿Cuándo volveré a ver a mamá? Sammy Overton dijo que a lo mejor ella está enfadada. Jackson Wilbur dijo que las mamás son importantes porque necesitas tener una para haber nacido. ¿Podemos ir hoy a ver a mamá?
John quedó sorprendido por la aleatoriedad de las preguntas, lo que le rompió el corazón. Sabía que no sería por lo menos hasta el día de acción de gracias que Gabriel iría a ver a su madre.
Sin disminuir la velocidad, John enfiló el accidentado camino.
—Bueno, chaval, verás a tu mamá muy pronto. Ella no está enfadada contigo, Gabe. No vuelvas a pensar eso. Solo es que vive bastante lejos y le resulta difícil venir hasta aquí. ¡Eh! ¡Mira esas ardillas!».
John era consciente de que intentaba cambiar de tema, y le pesaba el corazón. La tristeza a veces acudía a él en oleadas. ¡Cómo deseaba que aún estuvieran juntos! Los sentimientos de desánimo conseguían aplastarle. Por lo general, se distraía con más trabajo.
John hizo descender a Gabriel de sus hombros con cuidado.
—¡Shhh! No las asustes.
Antes de que John pudiera quitarse la mochila, el niño ya la estaba revolviendo en busca de unos cacahuetes. Tomó unos pocos de una bolsa y se dirigió lentamente hacia la pareja de ardillas. Sin miedo, Gabriel tendió la mano con unos cuantos cacahuetes sin cáscara que descansaban en las yemas de sus dedos. Con cautela, ambas ardillas se acercaron con rápidos y nerviosos gestos, mirando de lado a lado. Parecían estar tratando de escabullirse con algo que no deberían.
—Mantén la mano firme —le aconsejó John.
Tomándose su tiempo, las dos ardillas agarraron un par de cacahuetes cada una y corretearon de vuelta al árbol.
—¿Has visto eso, papá?
—Ya lo creo. Has hecho nuevas amigas. Deberías ponerles nombre. —John subió la cremallera de su mochila y la cargó de nuevo sobre sus hombros—. ¿Estás listo para subir a la cumbre?
Tomando un palo casi demasiado pesado para sostenerlo, Gabriel lo levantó como una espada, y con el grito de guerra más feroz que pudo articular exclamó:
—¡Vamos!
John lo cargó de nuevo sobre sus hombros y ambos retomaron su caminata hacia el mirador. Durante los siguientes cincuenta metros, todo lo que pudieron oír fue el sonido de las botas de John chocando contra el suelo. La niebla comenzaba a disiparse un poco. Gabriel se inclinó sobre el rostro de su padre y le dijo:
—Cacahu y Etes.
—¿Qué? —John dibujó una sonrisa perpleja en su rostro.
—Son sus nombres. Cacahu y Etes. Porque comen cacahuetes. ¿Lo pillas? Cacahu... Etes...
John se rio de buena gana.
—Esta va a ir al libro —dijo refiriéndose al diario donde llevaba un registro con los hitos, citas e historias de sus viajes con Gabriel.
Con las manos del niño descansando sobre la cabeza de su padre con completa satisfacción, siguieron adelante.
Ya podían oír el rugido del Río. El agua precipitándose por el cauce sonaba como una incesante ventisca: emocionante, aterradora y apacible, todo a un tiempo. John giró en un escabroso sendero que serpenteaba alejándose del Río hacia el bosque densamente poblado.
—El Río es por allí, papá —Gabriel señaló a su izquierda y detrás de sí —. ¿Por qué nos alejamos del Río?
—No te inclines hacia atrás. Lo pones más difícil de lo que es. —El padre se detuvo—. Tú solo espera, chaval. Un par de minutos más y ya verás.
El Río giraba bruscamente a la derecha, y tras pasar el recodo, los acantilados sobresalían creando la cascada más espectacular de la región del Cañón Firewater. Casi podían sentir al Río mover el suelo. El aire se encontraba brumoso por la aspersión.
Cruzaron el sector final de los árboles, y a medida que el camino se rizaba hacia su izquierda, fue como si se alzase el telón, mostrando el escenario por primera vez.
—¡Vaya! ¡Impresionante! ¡Mira, papá!
—Lo sé. ¿No es increíble, chico? —Bajó a Gabriel de sus hombros y luego se acercó a un árbol situado a unos tres metros de distancia de una pendiente irregular que daba a la orilla del Río.
—¿Ves este árbol, hijo? —John apoyó su mano sobre la corteza—. No puedes pasar de él. Es muy peligroso, y papá no quiere que caigas al Río. ...

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