Talentos ocultos
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Margot Lee Shetterly

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Margot Lee Shetterly

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Information

Year
2017
ISBN
9780718092382

CAPÍTULO 1

Una puerta se abre

Melvin Butler, el jefe de personal del Laboratorio Aeronáutico de Langley Memorial, tenía un problema, cuya naturaleza quedó clara en un telegrama de mayo de 1943 enviado al jefe de operaciones de campo del servicio civil. Este establecimiento necesita urgentemente unos 100 físicos y matemáticos en prácticas, 100 computistas adjuntos, 75 aprendices de laboratorio, 125 becarios auxiliares, 50 taquígrafos y mecanógrafos, exclamaba la misiva. Cada mañana a las siete en punto, Butler y su equipo se ponían en marcha, enviaban la furgoneta del laboratorio a la estación de tren, a la de autobús y a la terminal del ferri para recoger a los hombres y mujeres —muchas mujeres, cada vez más mujeres— que habían viajado hasta aquella franja de tierra solitaria en la costa de Virginia. El vehículo llevaba a los empleados hasta la puerta del Edificio de Servicio del laboratorio, situado en las instalaciones de Langley. Arriba, el personal de Butler les ayudaba con el protocolo del primer día: formularios, fotos y el juramento de la oficina: «Apoyaré y defenderé la Constitución de Estados Unidos contra todo enemigo, extranjero o local […] con la ayuda de Dios».
Una vez instalados, los nuevos empleados civiles se dispersaban para ocupar sus puestos en uno de los cada vez más numerosos edificios de investigación del centro, en los que ya no cabía ni un alfiler. En cuanto Sherwood Butler, el jefe de compras del laboratorio, colocaba el último ladrillo en un nuevo edificio, su hermano Melvin comenzaba a llenarlo con nuevos empleados. Armarios y pasillos, almacenes y talleres hacían las veces de oficinas. A alguien se le ocurrió la brillante idea de colocar juntos dos escritorios y poner en medio un asiento reclinable para poder así meter a tres trabajadores en un espacio diseñado para dos. En los cuatro años transcurridos desde que las tropas de Hitler ocuparan Polonia —dado que los intereses estadounidenses y la guerra europea convergieron en un conflicto que lo consumió todo—, los quinientos y pico empleados del laboratorio al final de la década iban camino de mil quinientos. Aun así, la insaciable máquina de guerra se los tragaba enteros y seguía hambrienta.
Las oficinas del Edificio de Administración daban al aeródromo en forma de media luna. Solo el flujo de personas vestidas de civiles camino del laboratorio, el puesto de control más antiguo del Comité Asesor Nacional de Aeronáutica (NACA), distinguía los edificios bajos de ladrillo pertenecientes a la agencia de los otros edificios idénticos empleados por las tropas aéreas del Ejército de Estados Unidos. Ambas instalaciones habían crecido juntas: la base aérea, entregada a desarrollar el poder aéreo militar de Estados Unidos; el laboratorio, como agencia civil encargada de avanzar en el entendimiento científico de la aeronáutica y difundir sus hallazgos a la industria militar y privada. Desde el principio, el ejército había permitido al laboratorio operar en las instalaciones del aeródromo. La estrecha relación con los miembros del ejército de aire servía para recordar a los ingenieros que cada experimento que realizaran tendría implicaciones en el mundo real.
El hangar doble —dos edificios contiguos de treinta y tres metros de largo cada uno— había sido cubierto con pintura de camuflaje en 1942 para engañar a los ojos enemigos en busca de objetivos, y su interior sombrío y cavernoso protegía a las máquinas y a sus ingenieros de los elementos. Hombres vestidos con overol de lona, a veces en grupos, se movían en furgonetas y en jeeps de un avión a otro, se detenían para inspeccionarlos como si fueran insectos polinizando, los supervisaban, les ponían gasolina, reemplazaban algunas partes, se fundían con ellos y los llevaban hacia el cielo. La música de los motores de los aviones y las hélices girando en las diferentes fases del despegue, el vuelo y el aterrizaje sonaba desde antes del amanecer hasta el anochecer. El sonido de cada máquina era tan único para sus responsables como el llanto de un bebé para su madre. Por debajo de las notas tenores de los motores sonaba el rugido grave de los túneles de viento del laboratorio, que proyectaban sus huracanes artificiales hacia los aviones, partes de aviones, aviones a escala, aviones a tamaño real.
Dos años antes, cuando se atisbaban las nubes de tormenta, el presidente Roosevelt desafió a la nación para que aumentara su producción de aviones hasta cincuenta mil al año. Parecía una tarea imposible para una industria que hasta 1938 solo proporcionaba al Cuerpo Aéreo del Ejército noventa aviones al mes. Ahora, la industria aeronáutica de Estados Unidos era un milagro de la producción y había sobrepasado el objetivo de Roosevelt en más de la mitad. Se había convertido en la mayor industria del mundo, la más productiva, la más sofisticada, tres veces mejor que la de los alemanes y casi cinco veces mejor que la japonesa. Los hechos eran evidentes para todos los contendientes: la conquista final llegaría del cielo.
Para los chicos del Cuerpo Aéreo, los aviones eran mecanismos para transportar tropas y suministros a las zonas de combate, alas armadas para perseguir a los enemigos, plataformas de lanzamiento aéreas desde las que dejar caer bombas capaces de hundir barcos. Revisaban sus vehículos exhaustivamente antes del vuelo. Los mecánicos se remangaban y agudizaban la vista; un pistón roto, un arnés de seguridad que no se cerraba de forma adecuada, un piloto defectuoso en el panel del tanque de combustible, cualquiera de esas cosas podía costar vidas. Pero, incluso antes de que el avión respondiera a las caricias diestras del piloto, su naturaleza, su ADN —desde la forma de las alas hasta la cubierta del motor— había sido manipulado, refinado, transformado, deconstruido y recombinado por los ingenieros de al lado.
Mucho antes de que las fábricas de aviones comenzaran a producir una de sus máquinas voladoras recientemente diseñadas, enviaban un prototipo al laboratorio de Langley para que revisaran y mejoraran el diseño. Casi todos los modelos de aviones de alto rendimiento producidos por Estados Unidos viajaban hasta el laboratorio para una puesta a punto: los ingenieros colocaban los aviones en los túneles de viento, tomaban nota de cualquier superficie que alterase el paso del aire, fuselajes abombados, geometría desigual en las alas. Como cualquier médico de cabecera prudente y meticuloso, examinaban cada aspecto del aire que pasaba por el avión y tomaban nota de cualquier detalle fundamental. Los pilotos de pruebas del NACA, a veces con un ingeniero como copiloto, realizaban un vuelo con el avión. ¿Giraba inesperadamente? ¿Se detenía? ¿Resultaba difícil de manejar? ¿Se resistía al piloto como un carrito de la compra con una rueda defectuosa? Los ingenieros sometían a los aviones a pruebas, anotaban y analizaban los números, recomendaban mejoras, a veces mínimas, a veces significativas. Incluso la más pequeña mejora en velocidad y eficiencia podía marcar la diferencia que a largo plazo decantara la balanza de la guerra en favor de los aliados.
«¡La victoria mediante la potencia aérea!», les insistía a sus empleados Henry Reid, ingeniero al frente del laboratorio de Langley, y la consigna servía para recordarles la importancia del avión para el resultado de la guerra. «¡La victoria mediante la potencia aérea!», se repetían los empleados del NACA los unos a los otros, poniendo atención a cualquier punto decimal, revisando ecuaciones diferenciales y tablas de distribución de presión hasta que les dolían los ojos. En la batalla de la investigación, la victoria sería suya.
A no ser, claro, que Melvin Butler no lograse abastecer de mentes despiertas aquella operación con tres turnos diarios durante seis días a la semana. Una cosa eran los ingenieros, pero cada ingeniero necesitaba el apoyo de otros: artesanos que construyeran las maquetas de los aviones que probaban en los túneles, mecánicos que mantuvieran los túneles y cerebritos veloces capaces de procesar aquella riada numérica que salía de la investigación. Elevación y arrastre, fricción y flujo. ¿Qué era un avión sino un montón de física? Y la física, claro está, significaba matemáticas, y eso implicaba matemáticos. Y, desde mediados de la década anterior, los matemáticos solían ser mujeres. La primera sala de computación de mujeres de Langley, fundada en 1935, había causado un auténtico revuelo entre los hombres del laboratorio. ¿Cómo podía la mente de una mujer procesar algo tan riguroso y preciso como las matemáticas? ¡Invertir quinientos dólares en una máquina calculadora para que la utilizara una chica! La idea sonaba ridícula. Pero las «chicas» resultaron ser buenas, muy buenas, mejores incluso que muchos de los ingenieros, como tuvieron que admitir a regañadientes los propios hombres. Dado que solo un puñado de chicas se ganaron el título de «matemática» —una denominación profesional que las situaba al mismo nivel que los empleados varones—, el hecho de que casi todas las computistas fueran consideradas «no profesionales» con sueldos inferiores supuso un impulso para el balance presupuestario del laboratorio.
Pero, en 1943, resultaba más difícil encontrar chicas. Virginia Tucker, la computista jefe de Langley, recorrió la Costa Este en busca de alumnas con capacidades analíticas o mecánicas, con la esperanza de encontrar universitarias que llenaran los cientos de puestos disponibles como computistas, ayudantes, maquetistas, ayudantes de laboratorio y, sí, incluso matemáticas. Reclutó lo que parecían ser clases enteras de licenciadas en matemáticas de la Universidad de Greensboro para mujeres, su alma mater de Carolina del Norte, y examinó escuelas de Virginia como Sweetbriar, en Lynchburg, y la Universidad Estatal de Educación de Farmville.
Melvin Butler presionó todo lo que pudo a la Comisión del Servicio Civil de Estados Unidos y a la Comisión de Personal Laboral de Guerra para que el laboratorio fuese su máxima prioridad debido al escaso número de candidatos cualificados. Escribió anuncios para el periódico local, el Daily Press: «¡Reduzca sus tareas del hogar! Las mujeres que no teman remangarse y realizar trabajos antes limitados a los hombres deben ponerse en contacto con el Laboratorio aeronáutico de Langley», decía uno de los anuncios. El departamento de personal publicó fervientes llamamientos, en «Air Scoop», el boletín informativo de los empleados: «¿Hay miembros en su familia u otras personas que conozca que querrían ayudar a ganar la supremacía del aire? ¿Tiene amigos, de cualquier sexo, dispuestos a realizar un trabajo importante para ganar y acortar la guerra?», Dado que los hombres eran absorbidos por el ejército y las mujeres ya estaban muy demandadas por las empresas, el mercado laboral se encontraba tan exhausto como los propios trabajadores de la guerra.
Surgió entonces una esperanza gracias al problema de otro hombre. A. Philip Randolph, presidente del mayor sindicato negro del país, exigió a Roosevelt que ofreciera puestos de trabajos de guerra lucrativos a los solicitantes negros, y en el verano de 1941 amenazó con llevar a cien mil negros a la capital de la nación para protestar si el presidente rechazaba su petición. «¿Quién diablos es ese tal Randolph?», preguntó Joseph Rauh, ayudante del presidente. Roosevelt solo parpadeó.
Asa Philip Randolph, un «hombre negro alto y elegante con una dicción propia de Shakespeare y la mirada de un águila», íntimo amigo de Eleanor Roosevelt, dirigía la Hermandad de los Botones de Coches Cama, que contaba con 35 000 miembros. Los botones atendían a los pasajeros en los trenes segregados del país y soportaban a diario prejuicios y humillaciones por parte de los blancos. De todos modos, esos trabajos eran muy codiciados en la comunidad negra porque proporcionaban cierta estabilidad económica y estatus social. Convencido de que los derechos civiles iban intrínsecamente unidos a los derechos económicos, Randolph luchó incansablemente para que los estadounidenses negros se beneficiaran de manera justa de la riqueza del país que ellos mismos habían ayudado a construir. Veinte años más tarde, Randolph se dirigía a una multitud en Washington y después cedería la palabra a un joven y carismático pastor de Atlanta llamado Martin Luther King.
Las generaciones posteriores asociarían el movimiento de liberación negro con el nombre de King, pero en 1941, cuando Estados Unidos orientaba todos los aspectos de su sociedad hacia la guerra por segunda vez en menos de treinta años, fueron la visión a largo plazo de Randolph y el fantasma de una manifestación que nunca llegó a producirse los que abrieron la puerta que había estado cerrada como la caja fuerte de un banco desde que terminase la Reconstrucción. Con dos simples firmas —Orden Ejecutiva 8802, que prohibía la segregación en la industria de defensa, y la Orden Ejecutiva 9346, que creó el Comité de Prácticas de Empleo Justo para supervisar el Proyecto Nacional de Inclusión Económica—, Roosevelt dio la bienvenida a una nueva fuente de mano de obra para que participara en el ajustado proceso de producción.
Casi dos años después del ultimátum de Randolph, cuando las peticiones de personal del laboratorio llegaron al servicio civil, las solicitudes de candidatas negras cualificadas comenzaron a filtrarse en el Edificio de Servicio de Langley, y los encargados de personal del laboratorio empezaron a tomarlas en consideración. Se aconsejaba no poner foto en la solicitud. Ese requisito, instaurado bajo la administración de Woodrow Wilson, fue eliminado cuando la administración Roosevelt intentó acabar con la discriminación en las prácticas de contratación. Pero las alma mater de las solicitantes enseñaron sus cartas: la Universidad Estatal de Virginia Occidental, la Escuela de Agricultura de Arkansas, el Instituto Hampton, al otro lado del pueblo; todas ellas escuelas negras. En las solicitudes no se mencionaba nada salvo la cualificación para el trabajo. En todo caso, parecían tener más experiencia que las candidatas blancas, con muchos años de experiencia como maestras y con licenciaturas en matemáticas y ciencias.
Melvin Butler sabía que necesitarían un espacio aparte. Después tendrían que designar a alguien que dirigiera al nuevo grupo, una chica —blanca, por supuesto— con experiencia, alguien cuya disposición favoreciera la sensibilidad de la tarea. El Edificio de Almacén, un espacio recién estrenado en el lado oeste del laboratorio, una parte de las instalaciones que aún distaba mucho de parecer un espacio de trabajo, podría ser el lugar indicado. El grupo de su hermano Sherwood ya se había trasladado allí, al igual que algunos empleados del departamento de personal. Con la presión constante por probar los aviones que esperaban en el hangar, los ingenieros agradecerían la ayuda adicional. Muchos de los ellos eran del norte, relativamente indiferentes al asunto de la raza, pero devotos en lo referente al talento para las matemáticas.
El propio Melvin Butler era de Portsmouth, al otro lado de la bahía. No le costaba imaginar lo que pensarían algunos de sus compañeros virginianos de la idea de integrar a mujeres negras en las oficinas de Langley, de los «ven-aquí» (como llamaban los virginianos a los recién llegados al estado) y de sus extrañas costumbres. Siempre había habido empleados negros en el laboratorio: conserjes, personal de cafetería, ayudantes de mecánica, encargados de mantenimiento. Pero algo muy distinto era abrir la puerta a negros que serían iguales a ellos en el terreno laboral.
Butler actuó con discreción: nada de anuncios en el Daily Press, ni fanfarria en el Air Scoop. Pero también procedió con determinación: nada que proclamara la llegada de las mujeres negras al laboratorio, pero tampoco nada que descarrilase su llegada. Quizá Melvin Butler fuese progresista para su época, o quizá fuese un simple funcionario que llevaba a cabo su labor. Quizá fuese ambas cosas. La ley estatal —y las costumbres de Virginia— le impidió actuar de manera verdaderamente progresista, pero quizá la promesa de tener una oficina segregada fuese la excusa necesaria para lograr meter a las mujeres negras en el laboratorio, un caballo de Troya de la segregación que abría la puerta a la integración. Fueran cuales fueran sus opiniones personales sobre la raza, una cosa estaba clara: Butler era un hombre de Langley por los cuatro costados, fiel al laboratorio, a su misión, a su visión del mundo y a su papel durante la guerra. Por naturaleza —y por mandato—, él y el resto del NACA preferían las soluciones prácticas.
A. Philip Randolph también las prefería. Su activismo incansable, su presión implacable y sus excepcionales capacidades organizativas colocaron los cimientos de lo que, en los años sesenta, llegaría a conocerse como el movimiento por los derechos civiles. Pero ni Randolph, ni los hombres del laboratorio, ni nadie podría haber pronosticado que contratar a un grupo de mujeres matemáticas negras en el Laboratorio Aeronáutico de Langley tendría como resultado viajar a la Luna.
Todavía no habían salido a la luz los grandes avances aeronáuticos que desterrarían la idea de que volar más rápido que el sonido era una imposibilidad física, ni las herramientas de cálculo electrónico que amplificarían el poder de la ciencia y de la tecnología hasta dimensiones impensables. Nadie anticipaba que millones de mujeres del periodo de guerra se negarían a abandonar el lugar de trabajo y cambiarían para siempre el significado del trabajo de las mujeres, o que los negros americanos perseverarían en sus exigencias por acceder a los ideales fundacionales de su país y se mantendrían firmes. Las mujeres matemáticas negras que llegaron a Langley en 1943 se encontrarían en el centro de aquellas grandes transformaciones y su mente y su ambición contribuirían a lo que Estados Unidos consideraría como una de sus mayores victorias.
Pero, en 1943, Estados Unidos existía solo en el presente más inmediato. Butler debía responder a las necesidades del aquí y ahora, de modo que dio el siguiente paso y añadió un objeto más a la lista aparentemente interminable de requisitos de Sherwood: una placa para el baño con las palabras CHICAS DE COLOR.

CAPÍTULO 2

Movilización

No había manera de escapar al calor en el verano de 1943, ni en los mares embravecidos del Pacífico Sur, ni en los cielos ardientes que cubrían Hamburgo y Sicilia, y mucho menos para el grupo de mujeres negras que trabajaban en la lavandería del Campamento Pickett. La temperatura y la humedad dentro de aquellas instalaciones eran tan intensas que salir al aire libre y experimentar los más de treinta y siete grados del mes de junio en el centro de Virginia resultaba un alivio.
La lavandería era una de las rendijas de la guerra, pero también un microcosmos de la guerra en sí, una máquina sofisticada y eficiente capaz de procesar dieciocho mil fardos de colada a la semana. Un grupo de mujeres metía la ropa sucia en las inmensas lavadoras. Otras trasladaban la ropa empapada a las secadoras. Otro equipo se encargaba de las planchas, como cocineras en una parrilla gigante. Dorothy Vaughan, de treinta y dos años, se encontraba en la zona de clasificación, se encargaba de recopilar los calcetines perdidos y los pantalones y colocarlos en las bolsas de la colada de los soldados blancos y negros que acudían al Campamento Pickett en tren para realizar un entrenamiento básico de cuatro semanas antes de dirigirse al Puerto de Newport News. Hablaban de sus maridos, de sus hijos, de su vida cotidiana, o de la guerra, siempre presente, y sus voces se alzaban por enci...

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