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Satya Nadella

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Information

Year
2017
ISBN
9780718097233
CAPÍTULO 1
De Hyderabad a Redmond
De cómo Karl Marx, una experta en sánscrito y un héroe del críquet modelaron mi infancia
En 1992 entré en Microsoft porque quería trabajar en una empresa llena de personas que creían tener la misión de cambiar el mundo. De esto hace veinticinco años y nunca me he arrepentido de aquella decisión. Microsoft inició la revolución de la computadora personal, y nuestro éxito —quizá solo equiparable al de IBM una generación antes— es legendario. Sin embargo, tras años de distanciarnos de todos nuestros competidores, algo comenzaba a cambiar, pero no para bien. La burocracia iba desplazando a la innovación y la política interna al trabajo de equipo. Nos quedábamos atrás.
En aquel difícil periodo, un dibujante cómico representó el organigrama empresarial de Microsoft como un grupo de bandas rivales apuntándose unos a otros con una pistola. Era imposible ignorar aquel mensaje. Como veterano de Microsoft, con más de veinticuatro años en la empresa, aquella caricatura me molestó. Pero lo que más me indignaba era que nuestro personal aceptara con indolencia aquella situación. Cierto, yo mismo había experimentado algo de aquella discordancia en mis distintos roles, pero nunca lo había visto como algo irresoluble. Por ello, cuando en febrero de 2014 fui nombrado tercer director ejecutivo de Microsoft, les dije a los empleados que mi principal prioridad iba a ser renovar la cultura de nuestra empresa. Les dije que estaba comprometido con eliminar implacablemente las barreras a la innovación, para que pudiéramos volver a aquello que nos llevó a entrar en la compañía: el deseo de cambiar el mundo. Microsoft siempre ha estado en su mejor forma cuando conecta la pasión personal con un propósito más amplio: productos como Windows, Office, Xbox, Surface, nuestros servidores y Microsoft Cloud se han convertido en plataformas digitales sobre las que las personas y las organizaciones pueden construir sus sueños. Eran grandes logros, y yo sabía que éramos aún capaces de más, y que el personal tenía ganas de hacer más. Aquellos eran los instintos y valores que quería que adoptara la cultura de Microsoft.
Poco después de asumir el cargo de director ejecutivo, decidí experimentar con una de las reuniones más importantes que dirijo. Cada semana, me reúno con el equipo de líderes principales (SLT, por sus siglas en inglés) para evaluar cuestiones, aportar ideas y batallar con grandes oportunidades y decisiones difíciles. Este equipo está formado por personas con mucho talento: ingenieros, investigadores, administradores y comerciales. Es un grupo diverso de hombres y mujeres de distintos pasados que han llegado a Microsoft porque les encanta la tecnología y creen que su trabajo puede cambiar la realidad.
En aquel momento, había personas como Peggy Johnson, una antigua ingeniera de la división electrónica militar de GE (General Electric) y ejecutiva de Qualcomm, que ahora dirige el desarrollo comercial; Kathleen Hogan, una antigua desarrolladora de aplicaciones de Oracle que ahora dirige recursos humanos y es mi compañera en la transformación de nuestra cultura; Kurt Delbene, un veterano dirigente de Microsoft que dejó temporalmente la empresa para ayudar a reflotar Healthcare.org durante la administración Obama y regresó para dirigir la estrategia; Qi Lu, quien estuvo diez años en Yahoo y gestionaba nuestras aplicaciones y servicios comerciales (era titular de veinte patentes estadounidenses); nuestra directora financiera, Amy Hood, que fue banquera de inversión en Goldman Sachs; Brad Smith, presidente y director general de asuntos jurídicos, que fue socio de Covington y Burling (hoy se le sigue recordando como el primer abogado de esta firma, de casi un siglo de antigüedad, que, en 1986 puso como condición innegociable para su contratación disponer de una computadora para su trabajo); Scott Guthrie, quien me sustituyó como líder de nuestro proyecto comercial en la nube y se unió a Microsoft recién egresado de la Duke University. Casualmente, Terry Myerson, nuestro jefe de Windows y Dispositivos, también se graduó en Duke antes de fundar Intersé: una de las primeras empresas de software para la web. Contábamos también con Chris Capossela, nuestro director de marketing, quien creció en un restaurante italiano gestionado por su familia en el North End de Boston, y que entró a formar parte de Microsoft justo después de graduarse en Harvard, un año antes que yo; Kevin Turner, antiguo ejecutivo de Wal-Mart, director de operaciones y encargado de dirigir nuestras ventas por todo el mundo; y Harry Shum, que dirige el famoso operativo de Inteligencia Artificial e Investigación, quien obtuvo su doctorado en Robótica por la Universidad Carnegie Mellon y es una de las autoridades a nivel mundial en visión computacional y gráficos.
Yo mismo había sido miembro del SLT cuando Steve Ballmer era director ejecutivo y, aunque admiraba a todos los miembros del equipo, tenía la convicción de que debíamos comprendernos más profundamente unos a otros —para ahondar en lo que realmente nos hace funcionar a todos— y conectar nuestra filosofía personal con nuestro trabajo como dirigentes de la empresa. Sabía que, si deponíamos aquellas armas metafóricas y canalizábamos aquel coeficiente de inteligencia y energía colectivos en una misión renovada y actualizada, podríamos volver al sueño que había inspirado a Bill y a Paul: democratizar la tecnología computacional más de vanguardia.
Justo antes de mi nombramiento como CEO, nuestro equipo de fútbol local —los Seattle Seahawks— había ganado la Super Bowl, y muchos de nosotros encontramos inspiración en su historia. Me había llamado la atención que Pete Carroll, entrenador de los Seahawks, contratara al psicólogo Michael Gervais, especializado en la concentración mental para la consecución de rendimientos elevados. Puede sonar un poco utópico, pero no lo es en absoluto. El doctor Gervais trabajó con la concentración mental de los Seahawks —jugadores y entrenadores— para que estos consiguieran la excelencia tanto en el campo como fuera de él. Como los atletas, todos navegamos por ambientes arriesgados y yo pensaba que nuestro equipo podría aprender algo del acercamiento del doctor Gervais.
Un viernes a primera hora de la mañana convoqué al SLT. Esta fue la única vez en que la reunión no se hizo en la sobria sala del comité ejecutivo, sino en un espacio más relajado, en un extremo de nuestras instalaciones, una zona frecuentada por los desarrolladores de software y juegos. Era un lugar abierto, bien ventilado y modesto. No teníamos mesas y sillas, ni había espacio donde poner nuestros ordenadores para supervisar el interminable flujo de correos y noticias. Guardamos los teléfonos en bolsillos de pantalones, bolsas y mochilas, y nos sentamos cómodamente en sofás formando un gran círculo. No había donde esconderse. Di comienzo a la reunión pidiéndoles a todos que pusieran a un lado cualquier juicio e intentaran centrarse en aquel momento. Aunque era optimista, me sentía también un poco ansioso.
Para el primer ejercicio, el doctor Gervais nos preguntó si queríamos tener una experiencia personal extraordinaria. Todos asentimos. A continuación, pidió que una persona voluntaria se pusiera en pie. Nadie lo hizo, y durante unos momentos la atmósfera fue muy callada y embarazosa. Entonces nuestra directora de finanzas, Amy Hood, se ofreció voluntaria y Gervais le pidió que recitara el alfabeto, intercalando un número después de cada letra: A1B2C3, etcétera. Pero el doctor Gervais sentía curiosidad: ¿por qué nadie se había ofrecido voluntario de forma inmediata? ¿No era acaso aquel un grupo de alto rendimiento? ¿No acababan de decir todos que deseaban hacer algo extraordinario? Sin teléfonos o computadoras donde mirar, algunos bajaron la vista y otros se miraron entre sí esbozando una sonrisa nerviosa. Era difícil arrancar respuestas, aunque estas estaban a flor de piel. Temor: de ser ridiculizados; de decir algo incorrecto; de no parecer el más listo de la sala. Y arrogancia: soy demasiado importante para estos juegos. «¡Qué pregunta tan estúpida!», nos habíamos acostumbrado a escuchar.
Pero la actitud del doctor Gervais era alentadora. El grupo comenzó a respirar más distendidamente y a reír un poco. Fuera, el tono grisáceo de la mañana era ahora resplandeciente bajo el sol del verano y uno por uno todos fuimos hablando.
Compartimos nuestras pasiones y filosofías personales. Se nos pidió que reflexionáramos sobre nuestra identidad, tanto en nuestra vida familiar como en el trabajo. ¿Cómo se conecta el personaje del trabajo con el del resto de la vida? Algunos hablaron de espiritualidad, sus raíces católicas, su estudio de las enseñanzas de Confucio, compartieron sus luchas como padres y su interminable dedicación a crear productos que a las personas les guste utilizar para trabajar y para el ocio. A medida que escuchaba, me di cuenta de que en todos mis años en Microsoft aquella era la primera vez que escuchaba a mis colegas hablar de sí mismos, no solo de cuestiones de trabajo. Mirando por la sala, vi incluso algunos ojos húmedos.
Cuando me llegó el turno, me sentía profundamente emocionado y comencé a hablar. Había estado pensando en mi vida: mis padres, mi esposa y los niños, mi trabajo. Había recorrido un largo camino hasta llegar a aquel punto. Mis recuerdos me llevaron a días pasados: mi infancia en la India, mi juventud como inmigrante en este país, como marido y padre de un niño con necesidades especiales, como ingeniero diseñando tecnologías que llegan a miles de millones de personas por todo el mundo y, sí, también como un apasionado del críquet que mucho tiempo atrás soñó con ser jugador profesional. Todas estas partes de mí convergieron en este nuevo papel, un papel que demandaría la intervención de todas mis pasiones, capacidades y valores: igual que los desafíos de Microsoft demandarían las pasiones, capacidades y valores de quienes estaban en la habitación aquel día y las de todos los demás trabajadores.
Les dije que pasábamos demasiado tiempo en el trabajo para que lo que hacíamos no tuviera un profundo significado. Si podemos conectar los valores por los que vivimos como individuos con lo que esta empresa es capaz de hacer, hay muy pocas cosas que no podamos conseguir. Desde que tengo memoria, siempre he tenido un intenso deseo de aprender: sea de un verso de poesía, de una conversación con un amigo o de una lección con un maestro. Mi filosofía personal y mi pasión, desarrollada con el tiempo y a través de muchas y distintas experiencias, es conectar nuevas ideas con un creciente sentido de empatía por otras personas. Las ideas me apasionan. La empatía me hace realista y me centra.
Resulta irónico, pero fue precisamente una falta de empatía lo que estuvo a punto de impedirme entrar en Microsoft unos veinte años atrás. Recuerdo una ocasión —durante el proceso de entrevistas de trabajo— en que, tras todo un día de conversaciones con varios líderes de ingeniería que habían puesto a prueba mi fortaleza y capacidades intelectuales, me reuní con Richard Tait, un prometedor directivo que más adelante crearía los juegos Cranium. Richard no me planteó la resolución de un problema de ingeniería en la pizarra o que habláramos a fondo de un complejo escenario codificado. No me interrogó sobre mis experiencias previas o mi educación. Quería hacerme una pregunta muy sencilla.
—Imagínate que te encuentras un bebé tirado en medio de la calle y llorando. ¿Qué harías? —me preguntó.
—Llamaría al 911 —contesté sin pensarlo mucho.
Richard me llevó fuera de la oficina, me puso el brazo sobre el hombro y me dijo:
—Necesitas un poco de empatía, amigo. Si hay un bebé tendido en la calle y llorando, tómalo en tus brazos.
A pesar de todo, Microsoft acabó contratándome, pero las palabras de Richard me han acompañado hasta hoy. Poco sabía entonces que pronto iba a aprender empatía de un modo profundamente personal.
Pocos años después nació nuestro primer hijo, Zain. Puesto que tanto Anu, mi esposa, como yo somos hijos únicos, puedes imaginarte la expectativa que había con el nacimiento de Zain. Con la ayuda de su mamá, Anu había estado ocupada preparando la casa para recibir a un bebé feliz y saludable. Nuestra principal preocupación era ver cuándo podría Anu regresar a su floreciente carrera como arquitecta después de la baja por maternidad. Como cualquier progenitor, pensábamos en cómo cambiarían nuestros fines de semana y vacaciones cuando naciera nuestro hijo.
Una noche, durante la trigésimo sexta semana de su embarazo, Anu notó que el bebé no se movía tanto como de costumbre, de modo que nos dirigimos al servicio de emergencias de un hospital local en Bellevue. Pensábamos que solo sería un chequeo rutinario, poco más que la típica ansiedad de los padres primerizos. De hecho, recuerdo claramente mi irritación por las largas esperas mientras aguardábamos en la sala. Sin embargo, tras analizar la situación, los médicos estaban tan alarmados que ordenaron una cesárea urgente. Zain nació a las 11:29 de la noche del 13 de agosto de 1996, no llegaba al kilo y medio de peso. No lloró.
Trasladaron a Zain al Hospital Pediátrico de Seattle con su ultramoderna Unidad de Cuidados Intensivos para neonatos. Anu comenzó a recuperarse del difícil parto. Pasé la noche con ella en el hospital y, a la mañana siguiente, fui inmediatamente a ver a Zain. Poco sabía entonces cuánto iban a cambiar nuestras vidas. Durante los dos años siguientes aprendimos mucho sobre los daños que había sufrido por la asfixia intrauterina y supimos que Zain tendría que ir en silla de ruedas y depender de nosotros por la severa parálisis cerebral que había sufrido. Estaba desolado. Pero sobre todo me sentía triste por el giro que habían tomado las cosas para Anu y para mí. Afortunadamente, Anu me ayudó a entender que lo importante no era lo que me había pasado a mí, sino entender en toda su profundidad lo que le había sucedido a Zain, y desarrollar empatía por su dolor y circunstancias aceptando nuestra responsabilidad como padres suyos.
Ser esposo y padre me ha llevado por un periplo emocional. Me ha ayudado a desarrollar una comprensión más profunda de todo tipo de personas y de lo que pueden conseguir el amor y el ingenio humano. Como parte de este recorrido también descubrí las enseñanzas de Gautama Buda: el hijo más ilustre de la India. No soy una persona particularmente religiosa, pero en mi búsqueda personal sentí curiosidad por el hecho de que Buda tuviera tan pocos seguidores entre sus compatriotas. Lo que descubrí es que Buda no pretendía fundar una religión mundial, sino comprender por qué sufrimos. Entendí que solo experimentando los altibajos de la vida podemos desarrollar empatía; que, para no sufrir, o al menos para no sufrir tanto, hemos de interiorizar la temporalidad. Recuerdo claramente cuánto me preocupaba la naturaleza permanente de la condición de Zain durante los primeros años de su vida. No obstante, las cosas están sujetas a cambios constantes. Si comprendiéramos profundamente el carácter transitorio de las cosas, desarrollaríamos más ecuanimidad. No nos entusiasmarían tanto los «altos» ni nos afectarían tanto los «bajos» de la vida. Solo con esta comprensión podremos desarrollar este sentido más profundo de empatía y compasión por todo lo que nos rodea. Al especialista en computación que hay en mí le encantaba esta concisa enseñanza para la vida.
No me malinterpretes. Estoy muy lejos de ser perfecto y no me siento al borde de la iluminación o el nirvana. Es solo que mi experiencia de la vida me ha ayudado a desarrollar un creciente sentido de empatía por un círculo cada vez más amplio de personas. Siento empatía por las personas con discapacidades. También por quienes intentan ganarse la vida, desde quienes viven en los barrios pobres de las ciudades y en sus cinturones industriales hasta quienes se esfuerzan por conseguirlo en los países en vías de desarrollo de Asia, África y América Latina. Siento empatía por los pequeños empresarios que se esfuerzan por salir adelante, y la siento por cualquier persona que es objeto de violencia y odio por el color de su piel, sus creencias o la orientación de su amor. Mi pasión es poner empatía en el centro de todo aquello por lo que me esfuerzo: desde los productos que lanzamos o los nuevos mercados que abrimos a los empleados, clientes y socios con que trabajamos.
Naturalmente, como tecnólogo, he visto que la informática puede desempeñar un papel crucial en la mejora de la vida. En casa, el logopeda de Zain trabajó con tres estudiantes de secundaria para construir una app de Windows que le permitiera a mi hijo controlar su música. A Zain le encanta la música y tiene una amplia variedad de gustos que abarcan distintas épocas, géneros y artistas. Le gusta de todo, desde Leonard Cohen a Abba, Nusrat Fateh Ali Khan, y quería ir escuchando a estos artistas, llenando su habitación con la música que le apetecía en cada momento. El problema era que no podía hacerlo solo: siempre tenía que esperar a que alguien le ayudara, y esto era muy frustrante para él y para nosotros. Tres alumnos de secundaria que estudiaban informática se enteraron de este problema y quisieron ayudar. Ahora Zain tiene un sensor a un lado de su silla de ruedas, que acciona fácilmente con la cabeza, y le permite seleccionar la música que quiere escuchar. ¡Qué libertad y felicidad ha traído a mi hijo la empatía de tres adolescentes!
Esta misma empatía me ha inspirado en el trabajo. Volviendo a nuestra reunión de liderazgo, y para sintetizar mi exposición, compartí la historia de un proyecto que acabábamos de terminar en Microsoft. La empatía, unida a las nuevas ideas, había ayudado a crear una tecnología para seguir los movimientos del ojo, una innovadora interfaz natural que ayuda a las personas con ELA (o enfermedad de Lou Gehrig) y parálisis cerebral a ser más independientes. La idea surgió en el primer hackatón (encuentro de programadores) de la empresa, un semillero de sueños y creatividad. Uno de los equipos del hackatón había desarrollado una especial empatía por su contacto con Steve Gleason, un exjugador de la Liga Nacional de Fútbol americano a quien la ELA había confinado a una silla de ruedas. Como mi hijo, Steve utiliza ahora su computadora para mejorar su vida diaria. Créanme, sé lo que esta tecnología significará para Steve, para millones de personas de todo el mundo y para mi hijo en casa.
Aquel día, nuestros roles en el equipo de dirección de la empresa comenzaron a cambiar. Los directivos no eran ya únicamente empleados de Microsoft, habían conectado con una vocación más elevada: hacer de Microsoft una herramienta de sus pasiones personales para capacitar a otras personas. Fue un día emotivo y agotador, pero estableció un nuevo tono y puso en movimiento un equipo de dirección más unificado. Al final todos habíamos comprendido algo muy claramente: el héroe de la renovación de Microsoft no sería ningún líder, grupo o CEO. Para que hubiera una renovación, sería necesaria la implicación de todos nosotros y de todas las partes de cada uno de nosotros. Antes de ser gratifi...

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