Atravesando Fronteras
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Atravesando Fronteras

Jorge Ramos

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Atravesando Fronteras

Jorge Ramos

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Information

Year
2012
ISBN
9780062238016

TRES | ATRAVESANDO FRONTERAS

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ENTRE EL AMOR Y LA GUERRA

Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme,
un frío registrador de lo que escucho y veo.
Sobre toda experiencia professional dejo jirones
del alma... :
—ORIANA FALLACI (ENTREVISTA CON LA HISTORIA)

Los momentos más fuertes e importantes de mi vida personal han coincidido con guerras. En mi experiencia, el amor, el dolor y la guerra han ido casi siempre ligados. Será, quizás, que el amor y la guerra tienen en común la intensidad: el uno para construir y la otra para destruir. O, tal vez, que las guerras me dejan en un grado tal de vulnerabilidad que los sentimientos tienden a fluir (antes, durante y después de la guerra) con una fuerza a la que no estoy acostumbrado.
Antes de partir a la cobertura de una guerra, siempre llamo a mi madre y a mis hermanos, uno por uno, para avisarles que me voy. Pero trato de no usar el tono de una despedida; nunca me he ido a una guerra con el temor de que no voy a volver. Tampoco, por supuesto, les cuento de mi rutina que incluye una minuciosa revisión de mis seguros y de mi testamento además de la inevitable llamada al banco para asegurarme que hay suficiente dinero en la cuenta en caso de una emergencia. De todas las llamadas, sin embargo, la más difícil es la de mi hermano Gerardo. Él y yo tenemos una estrecha relación que se basa en pocas palabras y abrazos bien dados. Incluso antes de decirle que me voy a cubrir una guerra, por su voz, yo sé que ya lo sabe y que un par de lágrimas le escurren por las mejillas. “Cuídate mucho, Pote,” me dice siempre, “acuérdate que tienes familia esperándote.” Y colgamos rápido para no echarnos a llorar los dos. Cuando regreso o toco territorio norteamericano, lo primero que hago es llamarle. De todos mis hermanos es, tal vez, el más sensible y el que más lo esconde. Los Ramos Avalos, quizás, somos así.
Es cierto, tiendo a reprimir mis sentimientos. Esto no es sólo una deformación profesional—estoy convencido, por ejemplo, de que nadie me contrató para llorar en público ni para dar mi sesuda opinión en un noticiero de televisión—sino también una práctica a lo largo de mi vida. Uno tiende a repetir las conductas que tienen éxito y a mí me ha funcionado mantener mis emociones bajo control para lograr, profesionalmente, lo que me propongo. Desafortunadamente, uno no puede prender y apagar a voluntad el switch de los sentimientos y en muchas ocasiones, cuando desearía ser más despreocupado, espontáneo y alegre, sencillamente, no me sale. Quisiera, a veces, bailar y saltar y divertirme, sin que me importara lo que la gente dice a mi alrededor pero debo confesar que me cuesta mucho trabajo hacerlo. No soy alguien que se suelta fácilmente. Estoy generalmente en control y es poco usual cuando pierdo el dominio de una situación.
Quizás el intenso miedo que me genera ir a una guerra me pone en contacto con mis emociones abriendo puertas y ventanas que por lo general tengo bajo candado. Quizás encuentro en el peligro de una zona de conflicto esa misma inyección de adrenalina que uno siente cuando ama de verdad. Quizás estoy un poco loco al pensar que en una guerra puedo encontrar, también, lo mejor de mí y de otros seres humanos. La realidad es que en las cuatro guerras que me ha tocado cubrir—dos de ellas tras decisiones estrictamente personales—me he sentido más alerta y vivo que nunca. Quizás espero, como un soldado que regresa de la guerra, encontrar mi hogar—finalmente—y no querer salir nunca más de ahí.
En Afganistán, por ejemplo, sentí que llegué a mi mismo límite del miedo a morir. Presentí que un par de días más allí podrían haber sido fatídicos.
En Macedonia el miedo y la incertidumbre dejaron otros sentimientos en carne viva; durante los días que rodearon mi cobertura de la guerra de Kosovo me puse en contacto con sentimientos de verdadero amor, compenetración y solidaridad que fueron totalmente nuevos para mí y que me temo, no volveré a vivir jamás. Eso me entristece enormemente. Incluso veces, he llegado a pensar que tras esa guerra, en un especial y único momento, toqué el cielo.
Tras la guerra del Golfo Pérsico conocí a mi esposa Lisa en circunstancias realmente de película y antes de ir a cubrir una batalla en El Salvador, Gina y yo decidimos separarnos. Estos cuatro conflictos bélicos—Afganistán, Kosovo, el Golfo Pérsico y El Salvador—han significado para mí, además de un reto periodístico, verdaderas luchas personales.
Antes de ir a mi primera guerra en El Salvador, ya sabía que mi casa se estaba derrumbando. La navidad anterior Gina y yo habíamos decidido separarnos y le pedí que me dejara regresar de El Salvador antes de que partiera, junto con nuestra hija Paola, a vivir a Madrid. Así fue.
Gina y yo, desde el principio de la relación, tuvimos nuestras diferencias. Primero, las geográficas. Ella deseaba regresar a vivir a Madrid mientras que a mi la vida me sonreía en California. Tras un tiempo de vivir en Miami, el noticiero Univision se trasladó a Los Ángeles y luego a Laguna Niguel. California me sentaba mejor que el sur de la Florida. Era más mío; lo entendía mejor. Pero a Gina las panorámicas montañas y la relajada vida californiana sólo le resaltaban la vida urbana, concentrada e intensa, que se estaba perdiendo en Madrid, España.
Tras las diferencias geográficas vinieron los abismos emocionales. Fue triste darnos cuenta de que no queríamos las mismas cosas y empezamos a planear vidas por separado. Al final, durante una triste navidad en la ciudad de México, era obvio que habíamos dejado de ser pareja. Después de dos años de futiles esfuerzos no nos quedó mas alternativa que la separación. Y lloramos la decisión. Mucho.
Ahora, el problema era qué hacer con Paola. Yo no podía hacerme a la idea de vivir sin mi hija. Sin embargo, hubiera sido inconcebible en esa época, que se quedara conmigo en California en lugar de irse con su madre a España. No tendría más remedio entonces que viajar a Madrid frecuentemente y comunicarme con ella, lo más posible, a través de cartas y por teléfono. Como viejos amigos, resignados a su suerte, Gina y yo planeamos los detalles de su partida después de mi regreso de la guerra en El Salvador.

EL SALVADOR: MI PRIMERA GUERRA.

“No me quiero morir. No me quiero morir. Es muy temprano para morirse.” Las balas pasaban rozándome, y yo no sabía si el techo de metal bajo el cuál nos escondíamos, iba a aguantar las ametralladoras de los helicópteros. No eran siquiera las siete de la mañana y yo ya estaba tratando de salvarme la vida.
Si no hubiéramos encontrado esa casucha al lado del camino nos hacían chicharrón. Tenía muchísimo miedo. No tenía ni idea de cuando iban a parar de disparar. Tenía tanto miedo que pegué mi cuerpo contra la pared. La cabeza, la espalda, las nalgas, las pantorrillas, los talones de los pies, todo lo tenía pegado contra la pared. Ni siquiera sabía si los tabiques aguantaban un balazo. Nos clavamos, sin tocar, por la puerta de la casa mientras la señora estaba todavía metida en la cama. Pudo más el miedo que la pena.
Sentí que íbamos a salir de allí como pinches coladeras. Empecé a reírme, sin saber por qué. Esta pared seguro que no para ni madres. Rezaba por que el ejército se diera cuenta de que los guerrilleros habían cogido para el otro lado. El sonido de las balas sobre el techo metálico es aterrador.
¿Para dónde se fueron Sandra y Gilberto?
No sé. Cuando empezó la balacera se echaron a correr y luego ya no los vi.
Pobre Sandrita. Qué madrazo le metí en la cabeza. Cuando oímos los primeros disparos los dos nos tiramos al piso de la camioneta. Y le di tremendo cabezazo. Yo creí que se había muerto porque ni se movía. De veras creí que un disparo le había atravesado la cabeza. Luego, cuando se empezó a mover me tranquilizó no verle sangre en la cara. ¡Pero ni tiempo de pedirle perdón! Nos seguían disparando, y si no nos salíamos de la camioneta nos hacían picadillo. Me daba demasiado miedo moverme. Las piernas no me respondían.
Esto es, más o menos lo que recuerdo, de lo que pasó la mañana de un domingo de marzo del 89 en El Salvador. Y el lenguaje, burdo, grosero, me salía de esta manera sin ninguna censura o control social. Después de todo, en un momento de crisis como ese lo que menos me preocupaba era hablar apropiadamente. Estaba allí junto con Sandra Thomas, la productora mexicana, y Gilberto Hume, el camarógrafo peruano, para cubrir las elecciones presidenciales. Llegamos al barrio de San Ramón, en las afueras de San Salvador, y mientras el chófer manejaba por una calle de terracería nos sorprendió un escupitajo de ametralladoras. Gilberto, casi por instinto, agarró su cámara, le dijo al chófer que se detuviera, abrió la puerta de la camioneta y se echó a correr exactamente hacia el lugar de donde provenían los balazos.
“¿A dónde vas?” le grité a Gilberto. “Estás loco.”
De nada sirvieron mis gritos. Gilberto seguramente no los oyó. Ese absurdo sentimiento de invulnerabilidad que tienen algunos periodistas cuando se ponen una cámara al hombro siempre me ha llamado la atención. Pero muchos camarógrafos que conozco dicen que arriesgarse para conseguir una imagen es parte de su trabajo. Sin video—tienen razón—no hay reportaje. Y Gilberto esa mañana quería filmar a los que estaban disparando.
Mientras veíamos alejarse a Gilberto, nos dimos cuenta que la camioneta blanca, ya detenida, estaba exactamente en la mitad de un fuego cruzado entre soldados del ejército salvadoreño y guerrilleros (vestidos de civil) del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). De pronto se escuchó una segunda ronda de metralla y Sandra y yo nos tiramos al piso de la camioneta. Fue así que le di un fuerte golpe con mi cabeza a la suya. (Horas más tarde, en la tranquilidad del hotel, Sandra me comentaría que en un principio no supo si el dolor en la cabeza era por un balazo o por otra cosa. Por eso se quedó inmovilizada en el piso de la camioneta.)
Los balazos continuaban, ahora, con mayor intensidad.
“Vámonos de aqui,” le dije a Sandra. El chófer ya no estaba frente al volante y Sandra y yo salimos corriendo de la camioneta, cada quien por su lado. Allí le perdí la pista.
Se escuchaban interminables, las ráfagas de los tiros de rebeldes y soldados. Me reencontré con el chófer y juntos nos fuimos a proteger en la esquina de una callecita. Pero de pronto aparecieron dos helicópteros del ejército salvadoreño que, supongo, habían sido llamados para apoyar a los soldados en tierra. El ruido se hizo cada vez más intenso y vimos como los aparatos se nos echaban encima.
“Suba los brazos,” me dijo el chófer, “para que se den cuenta que no tenemos armas.” En la confusión, hice lo que me decía el chófer. Pero los helicópteros, en lugar de buscar otro objetivo, nos empezaron a disparar. Muertos de miedo, bajamos los brazos y nos metimos sin tocar a una casucha con techo metálico y que tenía la puerta entreabierta. Una mujer estaba todavía sobre la cama. Se nos quedó viendo pero ni ella ni su esposo, que estaba parado junto a la cama, nos hicieron ninguna pregunta. ¿Qué habrán creído? ¿Que éramos guerrilleros o que, al igual que ellos, sólo estábamos asustados con los disparos y buscando un refugio?
Al mismo tiempo, yo tenía muchas preguntas. ¿Por qué nos estaban disparando desde el helicóptero? ¿Por qué a nosotros que ni vela en el entierro teníamos? Hasta que caí en cuenta que íbamos vestidos igual que los guerrilleros (con jeans y camiseta; habíamos salido tan temprano que fue lo único que me pude poner encima) y que desde la altura era imposible diferenciar para los soldados que disparaban en el helicóptero quién era un rebelde y quién no lo era.
Ahora ya sabía lo que sentían los niños guerrilleros que había conocido en un viaje anterior cuando aviones y helicópteros los bombardeaban en las montañas del interior de El Salvador. Eran muchachitos de 12 y 13 años, posiblemente más jóvenes, que aprendieron a usar fusiles y armas como si fuera un juego. Pero en el juego de la guerra el que pierde se muere. Conocí a los “muchachos”—como le decían eufemísticamente los aldeanos a los guerrilleros—en una práctica de tiro en un tupido bosque. El camino al bosque estaba plagado de minas antipersonales y gracias a un campesino supimos por dónde caminar sin que nos volaran las piernas.
Recordé ese viaje cuando una lluvia de balas y esquirlas tapizaba el techo de la casucha donde nos protegíamos. Estaba a punto de morirme sin deberla ni temerla. Nunca había tenido tanto miedo. Tanto que me paralizó. Estuve pegado contra la pared de la choza durante los 20 minutos que duró, aproximadamente, el ataque aéreo. Mis músculos tensos como piedra y mi mente con una súplica: no me quiero morir. Cuánto me hubiera servido una buena oración. Pero no encontré ninguna que me calmara.
Finalmente, los círculos de los helicópteros en torno a la casucha se hicieron más extensos y en una de esas se empezaron a perder en el horizonte.
“Gracias,” murmuré a los dueños de la casita y salí corriendo hacia la camioneta. Ahí me encontré a Gilberto e intentamos hacer un stand-up antes de perder a los helicópteros del lente de la cámara. Pero no podía hablar bien. Estaba temblando y los dientes me chocaban en la boca. Varias veces intenté, sin éxito, hacer una breve descripcion frente a la cámara de lo que había pasado. Cuando, por fin, pude hilar las palabras suficientes para completar un párrafo, los helicópteros estaban muy lejos y parecían unas insignificantes mosquitas verdes. Ese es el único testimonio visual que tengo de aquel momento.
Los guerrilleros se escaparon y un soldado murió en el enfrentamiento. Gilberto, imperturbable, lo filmó pocos segundos después de haber recibido un balazo en el pecho.
Lo más increíble de todo es que ese domingo era el día de las elecciones presidenciales en El Salvador pero las votaciones estuvieron caracterizadas por la violencia. Cuando regresé al hotel, agotado, pálido y ojeroso, me enteré que tres periodistas—dos corresponsales extranjeros y un salvadoreño—habían muerto ese día. Uno de los periodistas muertos—un camarógrafo europeo—recibió un disparo en la cabeza pues alguno de los soldados o guerrilleros confundieron su cámara de televisión con una bazuca. Gilberto pudo haber corrido la misma suerte.
Ahora ya sabía cómo era ese miedo animal que sienten los combatientes en una guerra. Y esa vibración que genera el pánico en el pecho, la boca y las manos, casi imperceptible pero incontrolable, no desapareció del todo de mi cuerpo hasta que tomé el vuelo de regreso a casa.

LA SEPARACIÓN Y PAOLA

Ya en California comenzó la otra guerra. Sabía que Gina y mi hija Paola estaban a punto de irse a vivir de manera permanente a Madrid pero todavía no me había hecho a la idea. Gina y yo tratamos de mantener la relación lo más civilizado posible en vista de las circunstancias e incluso hasta le ayudé con los preparativos del viaje. Inevitablemente, después de meses de planeación, llego el momento de la partida.
Me dolió tanto que lo recuerdo como si fuera ayer. Las llevé de nuestra casa en Mission Viejo al aeropuerto internacional de Los Ángeles y mientras esperaban la partida del vuelo, Paoli—de apenas dos años de edad y totalmente ajena a su nuevo destino—se puso a jugar junto a un panel de ventanas, a un lado de la puerta de salida. El avión, inmóvil, calentaba motores en la pista de aterrizaje.
Reía tan inocente y feliz que me enterneció e hizo llorar. Aproveché los últimos momentos para jugar con ella y la apreté fuerte contra mi pecho antes que se subiera al avión. “Nos vemos pronto,” le dije. “Te quiero mucho.” Y de Gina me despedí con una frase que ambos recordamos por años: “Ojalá que encuentres en Madrid lo que estás buscando.”
Estaba libre de nuevo . . . pero sin Paola. Los primeros meses de la separación los pasé como un zombie. Trabajaba todo el día en el noticiero y al llegar a la casa me tumbaba, como hipnotizado, frente al televisor hasta que me venciera el sueño. Amanda, la niñera de Paoli que se quedó conmigo incluso después de su partida, le contaba por teléfono a mi mamá en México que estaba preocupada por mí porque casi no hablaba y lo único que hacía era ver la televisión. Fue, supongo, un escape. En lugar de llorar y llorar todo el día por estar tan lejos de mi hija, me desconecté emocionalmente para que el dolor no me paralizara. Los fines de semana iba a jugar futbol y luego me tiraba por horas en un sofá a leer el periódico y a esperar el momento de poderle llamar a Paola por teléfono. Después de hablar con ella y lleno de tristeza, me iba a pasear al supermercado Ralph’s que quedaba cerca de la casa: ahora comprendo que no debe haber una imagen mía más triste que la de estar perdido y sin rumbo, solo, en los pasillos de un frío supermercado.
Vivía en California pero no tenía, en realidad, casa. Sin Paola, para mí, no había casa.
Eso sí, me propuse estar en contacto con Paoli lo más posible para que tuviera siempre presente quién era su padre a pesar de la distancia. La llamaba por teléfono todas las semanas aunque ella casi no supiera hablar, le enviaba paquetes con regalos y dulces y me aseguré que nunca pasaran más de tres o cuatro meses sin verla. Sentía, supongo, una enorme culpa por hacer su vida tan difícil.
Al principio fue enormemente complicado; todos estábamos descontrolados. En mi casa mantuve siempre el cuarto de Paola impecable, como si durmiera ahí cada noche. Quería hacerle sentir una estabilidad que, en la realidad, no existía. Pero al final logramos coordinar un sistema—que incluso continuamos hasta el día de hoy—en el que Paola se pasa los veranos, la navidad y las vacaciones de semana santa conmigo en Estados Unidos. Es una especie de rutina y eso es bueno porque todos sabemos a qué atenernos.
A esto hay que añadir los constantes viajes que hice y sigo haciendo a Madrid y la maravilla de poder contar con mi ex...

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