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Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Quellenangaben

Über dieses Buch

11 years before Uncle Tom's Cabin addressed the issue of the abolition of slavery in North America, Avellaneda wrote a story of unrequited love between a mulatto slave and the daughter of his white owner. The book was so controversial that it was not published in Cuba until 1914, 73 years after its appearance in Spain. The story reflects on the struggles related to the abolition of slavery in the American colonies.

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Information

Verlag
Linkgua
Jahr
2014
ISBN
9788498169768
Auflage
1
Capítulo II
¿Qué haré?, ¿qué medio hallaré
donde no ha de hallarse medio?,
mas si el morir es remedio
remedio en morir tendré.
Lope de Vega
—¡Pobre Sab! —exclamó Teresa—, ¡cuánto habrás padecido al saber que ese ángel de tus ilusiones quería entregarse a un mortal!
—¡Indigno de ella! —añadió con tristeza el mulato—. Sí, Teresa, cien veces más indigno que yo, no obstante su tez de nieve y su cabellera de oro. Si no lo fuese, si ese hombre mereciese el amor de Carlota, creedme, el corazón que se encierra en este pecho sería bastante generoso para no aborrecerle. «Hazla feliz!» le diría yo, y moriría de celos bendiciendo a aquel hombre. Pero no, él no es digno de ella: ella no puede ser dichosa con Enrique Otway..., ¡ved aquí el motivo de mi desesperación! Carlota en brazos de un hombre era un dolor..., ¡un dolor terrible!, pero yo hubiera hallado en mi alma fuerzas para soportarlo. Mas Carlota entregada a un miserable... ¡oh, Dios! ¡Dios terrible!..., ¡esto es demasiado!, había aceptado el cáliz con resignación y tú quisiste emponzoñar su hiel.
«No volví a la ciudad hasta el mes anterior al pasado. Hacía ya cerca de dos que estaba decidido el casamiento de Carlota, pero nada se me dijo de él y no habiendo estado sino tres días en la ciudad, siempre ocupado en asuntos de mi amo, no vi nunca a Otway y volví a Bellavista sin sospechar que se preparaba la señorita de B... a un lazo indisoluble. Ni mi amo, ni Belén, ni vos, señora..., nadie me dijo que Carlota sería en breve la esposa de un extranjero. ¡El destino quiso que recibiese el golpe de la mano aborrecida!
Sab recibió entonces su primer encuentro con Enrique y, como si fuese de un peso mayor que todos sus otros dolores, quedó después de dicha relación sumido en un profundo abatimiento.»
—Sab —díjole Teresa con acento conmovido—, yo te compadezco, tú lo conoces, pero, ¡ah!, ¿qué puedo hacer por ti?...
—Mucho —respondió levantando su frente, animada súbitamente de una expresión enérgica—; mucho, Teresa: vos podéis impedir que caiga Carlota en los brazos de un inglés, y supuesto que vos le amáis, sed su esposa.
—¡Yo!, ¿qué estáis diciendo, pobre joven?, ¡yo puedo ser esposa del amante de Carlota!
—¡Su amante! —repitió él con sardónica sonrisa—; os engañáis, señora, Enrique Otway no ama a Carlota.
—¡No la ama!, ¿y por qué pues ha solicitado su mano?
—Porque entonces la señorita de B... era rica —respondió el mulato con acento de íntima convicción—; porque todavía no había perdido su padre el pleito que le despoja de una gran parte de su fortuna; porque aún no había sido desheredada por su tío; ¿me entendéis ahora, Teresa?
—Te entiendo —dijo ella—, y lo creo injusto.
—No —repuso Sab—, no escucho ni a mis celos ni a mi aborrecimiento al juzgar a ese extranjero. Yo he sido la sombra que por espacio de muchos días ha seguido constantemente sus pasos; yo el que ha estudiado a todas horas su conducta, sus miradas, sus pensamientos..., yo quien ha sorprendido las palabras que se le escapaban cuando se creía solo y aun las que profería en sus ensueños, cuando dormía: yo quien ha ganado a sus esclavos para saber de ellos las conversaciones que se suscitaban entre padre e hijo, conversaciones que rara vez se escapan a un doméstico interior, cuando quiere oírlas. ¡No era preciso tanto, sin embargo! Desde la primera vez que examiné a ese extranjero, conocí que el alma que se encerraba en tan hermoso cuerpo era huésped mezquino de un soberbio alojamiento.
—Sab —dijo Teresa—, me dejas atónita: luego tú crees...
El mulato no la dejó concluir:
—Creo —respondió— que Enrique está arrepentido del compromiso que lo liga a una mujer que no es ya más que un partido adocenado. Creo que el padre no consentirá gustoso en esa unión, sobre todo si se presenta a su hijo una boda más ventajosa, y creo, Teresa, que vos sois ese partido que el joven y el viejo aceptarán sin vacilar.
Teresa creyó que soñaba.
—«¡Yo!» —repitió por tres veces.
—Vos misma —respondió el mulato—. Jorge Otway preferirá una dote en dinero contante (yo mismo se lo he oído decir), a todas las tierras que puede llevar a su hijo la señorita de B..., y vos podéis ofrecer a Enrique con vuestra mano una dote de 40.000 duros en onzas de oro.
—¡Sab! —exclamó con amargura la doncella—, no te está bien ciertamente burlarte de una infeliz que te ha compadecido, llorando tus desgracias, aunque no llora las suyas.
—No me burlo de vos, señora —respondió él con solemnidad—. Decidme ¿no tenéis un billete de la lotería?, le tenéis, yo lo sé: he visto en vuestro escritorio dos billetes que guardáis: el uno tiene vuestro nombre y el otro el de Carlota, ambos escritos por vuestra mano. Ella, demasiado ocupada de su amor, apenas se acuerda de esos billetes, pero vos los conserváis cuidadosamente, porque sin duda pensáis «siendo rica sería hermosa, sería feliz...»; siendo rica ninguna mujer deja de ser amada.
—¡Y bien! —exclamó Teresa con ansiedad—, es verdad..., tengo un billete de la lotería...
—Yo tengo otro.
—¡Y bien!
—La fortuna puede dar a uno de los dos 40.000 duros.
—Y esperas...
—Que ellos sean la dote que llevéis a Enrique. Ved aquí mi billete —añadió sacando de su cinturón un papel—, es el número 8014 y el 8014 ha obtenido 40.000 duros. Tomad este billete y rasgad el vuestro. Cuando dentro de algunas horas venga yo de Puerto Príncipe el señor de B... recibirá la lista de los números premiados, y Enrique sabrá que ya sois más rica que Carlota. Ya veis que no os he engañado cuando os dije que había para vuestro amor una esperanza, ya veis que aún podéis ser dichosa ¿consentís en ello, Teresa?
Teresa no respondió: una sola palabra no salió de sus labios, pero no eran necesarias las palabras. Sus ojos habían tomado súbitamente aquella enérgica expresión que tan rara vez los animaba. Sab la miró y no exigió otra contestación; bajó la cabeza avergonzado y un largo intervalo de silencio reinó entre los dos. Sab lo rompió por fin con voz turbada:
—Perdonadme, Teresa —le dijo—, ¡ya lo sé!... nunca compraréis con oro un corazón envilecido, ni legaréis la posesión del vuestro a un hombre mezquino. Enrique es tan indigno de vos como de ella; ¡lo conozco! Pero, Teresa, vos podéis aparentar algunos días que os halláis dispuesta a otorgarle vuestro dote y vuestra mano, y cuando vencido por el atractivo del oro, que es su Dios, caiga el miserable a vuestros pies, cuando conozca Carlota la bajeza del hombre a quien ha entregado su alma, entonces abrúmenle vuestros desprecios y los suyos, entonces alejad de vosotras a ese hombre indigno de miraros. ¿Consentís Teresa? ¡Yo os lo pido de rodillas, en nombre de vuestra amiga, de la hija de vuestros bienhechores..., de esa Carlota fascinada que merece vuestra compasión! No consistáis en que caiga en los brazos de un miserable ese ángel de inocencia y de ternura..., no lo consistáis, Teresa.
—En este corazón alimentado de amargura por tantos años —respondió ella— no se ha sofocado, sin embargo, el sentimiento sagrado de la gratitud: no, Sab, no he olvidado a la angélica mujer que protegió a la desvalida huérfana, ni soy ingrata a las bondades de mi digno bienhechor, que es padre de Carlota. ¡De Carlota, a quien yo he envidiado en la amargura de mi corazón, pero cuya felicidad que me hace padecer, sería un deber mío comprar a costa de mi sangre. Pero ¡ay!..., ¿es la felicidad lo que quieres darle?..., ¡triste felicidad la que se funde sobre las ruinas de todas las ilusiones! Tú te engañas, pobre joven, o yo conozco mejor que tú el alma de Carlota. Aquella alma tierna y apasionada se ha entregado toda entera: su amor es su existencia, quitarle el uno es quitarle la otra. Enrique vil, interesado, no sería ya, es verdad, el ídolo de un corazón tan puro y tan generoso: ¿pero cómo arrancar ese ídolo indigno sin despedazar aquel noble corazón?
Sab cayó a sus pies como herido de un rayo.
—¡Pues qué! —gritó con voz ahogada—; ¿ama tanto Carlota a ese hombre?
—Tanto —respondió Teresa—, que acaso no sobreviviría a la pérdida de su amor. ¡Sab! —prosiguió con voz llena y firme—, si es cierto que amas a Carlota con ese amor santo, inmenso, que me has pintado; si tu corazón es verdaderamente capaz de sentirlo; desecha para siempre un pensamiento inspirado únicamente por los celos y el egoísmo. ¡Bárbaro!... ¿quién te da el derecho de arrancarla de sus ilusiones, de privarla de los momentos de felicidad que ellas le proporcionan?, ¿qué habrás logrado cuando la despiertes de ese sueño de amor, que es su única existencia?, ¿qué le darás en cambio de las esperanzas que le robes? ¡Oh!, desgraciado el hombre que anticipa a otro el terrible día del desengaño!
Detúvose un momento y viendo que Sab la escuchaba inmóvil añadió con más dulzura:
—Tu corazón es noble y generoso, si las pasiones lo extravían un momento él se debe volver más recto y grande. Al presente eres libre y rico: la suerte, justa esta vez, te ha dado los medios de elevar...

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