El arte de amargarse la vida - 2ª ed.
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El arte de amargarse la vida - 2ª ed.

Watzlawick, Paul

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El arte de amargarse la vida - 2ª ed.

Watzlawick, Paul

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El arte de amargarse la vida, best seller perenne desde su primera publicación en 1983, supuso el reconocimiento internacional de Paul Watzlawick, una de las figuras clave de la psicología del siglo XX. Es posible que el lector encuentre en esta parodia de la autoayuda algo de sí mismo, su propio estilo de convertir lo cotidiano en insoportable y lo trivial en desmesurado; al mismo tiempo, la obra proporcionará al terapeuta un valioso material. "Ya es hora de acabar con los milenarios cuentos que presentan la felicidad, la dicha, la buena fortuna como objetivos deseables. Demasiado tiempo han tratado de convencernos de que la búsqueda de felicidad nos deparará la felicidad".

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Information

Nota del editor
Este libro de Paul Watzlawick se puede leer medio en broma y medio en serio. Es posible que el lector encuentre en él algo de sí mismo, es decir, de su propia manera de convertir lo cotidiano en insoportable y lo trivial en desmesurado.
Aunque el autor no lo confiesa en ninguna parte, este libro constituye una sucinta «prescripción sintomática», una terapia al estilo del denominado Grupo de Palo Alto (Mental Research Institute), en el que el autor trabaja desde 1960. El psicoterapeuta hallará, en estas páginas maliciosas, mucho material vinculado al diálogo terapéutico: metáforas, chistes, anécdotas socarronas y otras formas de expresión del «hemisferio derecho», más eficaces que tantas interpretaciones solemnes extraídas del comportamiento erróneo de los seres humanos.
Prólogo
En el corazón de Europa hubo un gran imperio. Lo formaban culturas tan distintas que no conseguían una solución razonable de los problemas y el absurdo campaba por todas partes. Sus habitantes —austrohúngaros, como el lector habrá sospechado— llegaron a ser proverbiales, no por su incapacidad para enfrentar razonablemente los problemas más simples, sino por su habilidad en lograr lo imposible sin darse cuenta. Inglaterra, dice un proverbio, pierde batallas, pero nunca la decisiva; Austria gana batallas con la desesperanza. (No es de extrañar que la máxima condecoración militar se reserve a los oficiales que logran la victoria con una acción en radical contradicción con el plan general.)
El gran imperio es ahora una pequeña región, pero el absurdo ha quedado en la idea que sus habitantes tienen de la vida, y el autor de estas páginas no es una excepción. Para ellos, la situación es desesperada, pero no seria.
Introducción
¿Qué puede esperarse de un hombre? Cólmelo de los bienes de la tierra, sumérjalo en la felicidad hasta el cuello, por encima de su cabeza, de forma que a la superficie de su dicha, como en el nivel del agua, suban las burbujas; dótelo de unos ingresos para que no haga otra cosa que dormir, ingerir pasteles y contemplar la permanencia de la especie humana; a pesar de todo, este hombre, de puro desagradecido, por simple descaro, le jugará una mala pasada. Le disgustarán los pasteles y deseará que le sobrevenga el mal más disparatado, la estupidez más antieconómica, solo para poner, en esa situación razonable, un elemento fantástico de mal agüero. Y justamente será esa idea fantástica, esa estupidez, lo que querrá conservar.
Estas palabras proceden de la pluma del hombre al que Friedrich Nietzsche consideraba el mayor psicólogo de todos los tiempos: Fiódor Mijáilovich Dostoyevski. En realidad dicen, bien que en un tono más elocuente, lo que la sabiduría popular lleva expresando hace tiempo: nada es más difícil de soportar que la continuidad de los días felices.
Ya es hora de acabar con los milenarios cuentos que presentan la felicidad, la dicha, la buena fortuna como objetivos deseables. Demasiado tiempo han tratado de convencernos —y lo hemos creído de buena fe— de que la búsqueda de felicidad nos deparará la felicidad.
Lo gracioso del caso es que la felicidad no puede definirse. En septiembre de 1972, los oyentes de una emisión nocturna de radio Hessen escucharon una sorprendente discusión sobre el tema «¿Qué es felicidad?» [11],[1] en la que cuatro representantes de distintas ideologías y disciplinas no lograron ponerse de acuerdo sobre el significado de este concepto aparentemente claro —a pesar de los esfuerzos de un moderador sumamente razonable (y paciente).
No debería sorprendernos. «¿En qué consiste la felicidad? Sobre esta cuestión, las opiniones siempre han sido dispares», leemos en un ensayo del filósofo Robert Spaemann sobre la vida feliz [22]: «289 pareceres contó Terencio Varrón, y Agustín abunda en este sentido. Todos los hombres quieren ser felices, dice Aristóteles». Spaemann menciona a continuación la sabiduría de una historia judía en la que un hijo manifiesta al padre su deseo de casarse con la señorita Katz. «El padre se opone, porque la señorita Katz no aporta nada. El hijo replica que solo será feliz si se casa con la señorita Katz. El padre contesta: “¿Y de qué te servirá ser feliz?”».
La literatura universal debería inspirar desconfianza. Desgracias, tragedias, catástrofes, crímenes, pecados, delirios, peligros son los temas de las grandes creaciones. El Infierno de Dante es incomparablemente más genial que su Paraíso; lo mismo puede decirse del Paraíso perdido de Milton (a su lado, el Paraíso reconquistado es francamente soso); la caída de Jedermann (Hofmannsthal) desgarra, en cambio, los angelitos que le salvan causan un efecto ridículo; la primera parte de Fausto conmueve hasta las lágrimas, la segunda provoca el bostezo.
No nos hagamos ilusiones: ¿qué seríamos o dónde estaríamos sin nuestro infortunio? Lo necesitamos a rabiar, en el sentido más propio de esta palabra.
Nuestros primos de sangre caliente del reino animal no son más afortunados que nosotros; basta ver los efectos monstruosos de la vida en el zoológico: a esas soberbias criaturas se las protege contra el hambre, el peligro, la enfermedad (incluso contra la caries dental), y se las convierte en el equivalente de las personas neuróticas y psicóticas.
Nuestro mundo, anegado por las recetas para lograr la felicidad, no puede esperar más a que le echemos un cable. No puede seguir permaneciendo bajo el dominio celosamente custodiado de la psiquiatría y la psicología.
El número de los que se las arreglan, como mejor saben y pueden, con su propia desdicha, quizás parezca relativamente considerable. Pero es infinitamente mayor el número de quienes, en esas circunstancias, precisan consejo y ayuda. A ellos se dedican, como manual de iniciación, las páginas siguientes.
Hay que añadir que a este propósito altruista le corresponde un significado político. Como los directores de un zoológico, también los Estados se han propuesto configurar la vida de sus ciudadanos de modo que, desde la cuna hasta la tumba, sea segura y rebose felicidad. Pero esto solo es posible mediante una educación sistemática del ciudadano que lo haga incompetente en la sociedad. Por esta razón, en el mundo occidental, los gastos públicos para política sanitaria y social aumentan de año en año en proporción siempre mayor. Como señaló Thayer [23], entre 1968 y 1970 estos gastos se dispararon en Estados Unidos en un 34 %, de 11 000 a 14 000 millones de dólares. De las estadísticas más recientes de la República Federal de Alemania se desprende que solo los gastos públicos para la salud ascienden cada día a 450 millones de marcos, lo que supone un aumento treinta veces mayor respecto de 1950. En el país hay diez millones de enfermos y el ciudadano normal toma a lo largo de su vida 36 000 comprimidos.[2]
Imaginemos, por un momento, qué pasaría si esta línea ascendente se detuviese o retrocediese. Se derrumbarían ministerios gigantescos, muchos sectores de la industria se declararían en quiebra y millones de ciudadanos irían al paro.
El presente libro pretende hacer una pequeña aportación, consciente y responsable, para evitar esta catástrofe.
El Estado necesita que el desamparo y la desdicha de la población aumenten constantemente, y esta tarea no puede confiarse a la buena intención de ciudadanos aficionados. Como en todos los sectores de la vida moderna, también aquí se precisa una dirección pública. Llevar una vida amargada lo puede hacer cualquiera, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende, y no basta con experimentar un par de contratiempos.
Los datos pertinentes y las informaciones aprovechables de la bibliografía especializada, es decir, principalmente de psiquiatría y psicología, son escasos y la mayoría, involuntarios. Por lo que sé, pocos colegas se han atrevido a tratar este tema espinoso. Son excepciones honrosas los francocanadienses Rodolphe y Luc Morissette, Petit manuel de guérilla matrimoniale [12]; Guglielmo Gulotta, Commedie e drammi nel matrimonio [7]; Ronald Laing, Knots [9], y Mara Selvini, Il mago smagato [20]. En esta última obra, la famosa psiquiatra demuestra que el sistema de educación escolar necesita que los psicólogos fracasen, para poder seguir haciendo lo mismo. Merecen una mención muy especial los libros de mi amigo Dan Greenburg, How to be a Jewish Mother [5][3] y How to Make Yourself Miserable [6], obra importante que la crítica celebró como investigación audaz «que ha hecho posible que centenares de miles de hombres arrastren verdaderamente una vida vacía». Y last but not least, hay que mencionar a los tres representantes más insignes de la escuela británica: Stephen Potter con sus estudios sobre «Upmanship» [17]; Laurence Peter, el descubridor del principio «Peter» [16], y, finalmente, el autor conocido en todo el mundo por la ley que lleva su nombre, Northcote Parkinson [14, 15].
La novedad del presente libro sobre estos excelentes estudios estriba en su deseo de presentar una introducción metódica, basada en una experiencia clínica de decenas de años, a los mecanismos más útiles y seguros de la vida amargada. Sin embargo, mis explicaciones no han de considerarse exhaustivas, sino de iniciación o guía que facilite a mis lectores más dotados el desarrollo de su propio estilo.
Sobre todo: sé fiel a ti mismo
Esta regla de oro procede de Polonio, dignatario de la corte danesa. Para nuestro propósito, el caso viene como anillo al dedo, pues precisamente Polonio, por ser fiel a sí mismo, consigue que Hamlet lo atraviese «como una rata» en su escondite detrás de una cortina. Al parecer, en el Estado de Dinamarca no estaba en vigor la regla de oro: «Quien escucha, oye su mal».
Quizás alguien objete que, en esta ocasión, el empeño de amargarse la vida se llevó demasiado lejos. Por supuesto, aunque concedemos a Shakespeare libertad poética, el caso no desvirtúa la premisa.
Nadie pondrá en duda que se puede vivir en conflicto con las circunstancias y particularmente con el prójimo. También es de todos conocido, pero más difícil de comprender y aún más de perfeccionar, que uno mismo pueda generarse la desdicha en su propia cabeza. Es fácil reprochar falta de cariño al consorte, suponer malas intenciones en el jefe y acusar al mal tiempo de un constipado, pero ¿nos convertiremos en nuestros propios adversarios en la lucha diaria?
Las puertas de acceso a la vida desdichada tienen indicaciones áureas. Han sido formuladas por el sentido común, por el alma del pueblo y por el instinto más profundo. Pero, a fin de cuentas, no importa el nombre que demos a esa habilidad, pues se trata de la convicción de que la única opinión correcta es la propia. Cuando se llega a esa convicción, enseguida se comprueba que el mundo va de mal en peor. En este punto se distinguen los profesionales de los aficionados. Los últimos se encogen de hombros y se resignan. En cambio, el fiel a sí mismo y a los principios áureos no cae en un compromiso fácil. Si hay que elegir entre ser y deber, disyuntiva que se recoge en las Upanishads, se decide sin titubeos por lo que el mundo debe ser y se rechaza lo que es. Como capitán del navío de su propia vida, que hasta las ratas han abandonado, navega imperturbable hacia la noche borrascosa. Bien mirado, es una lástima que en su repertorio falte este principio áureo de los antiguos romanos: Ducunt fata volentem, nolentem trahunt (El destino conduce al dócil, arrastra al desazonado).
Está desazonado y, por cierto, de un modo especial. Esto es, la desazón, en resumidas cuentas, se ha vuelto en él su objetivo absoluto. En el esfuerzo por permanecer fiel a sí mismo, resalta el espíritu de contradicción. No contradecir sería traicionarse. Una simple sugerencia de los demás es motivo de rechazo, a pesar de que aceptarla sería objetivamente de mayor provecho. (Dice un aforismo notable que la madurez es la capacidad de hacer lo que está bien, aunque lo recomienden los padres.)
Pero el genio auténtico da un paso más y, con una consecuencia heroica, rechaza para sí mismo la mejor elección, esto es, la recomendación que se hace a sí mismo. Así, el pez no solo se muerde la cola, sino ...

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