La Alemania de Weimar
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La Alemania de Weimar

Presagio y tragedia

Eric D. Weitz, Gregorio Cantera

  1. 474 Seiten
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La Alemania de Weimar

Presagio y tragedia

Eric D. Weitz, Gregorio Cantera

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En 1917, Alemania era un país derrotado, que afrontaba las duras compensaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles, la crisis económica mundial y la propia depresión de sus ciudadanos.Weitz relata, en forma de paseo por el Berlín de entreguerras, estos altibajos políticos y económicos en un ambiente de efervescencia cultural: arquitectos como Gropius, escritores como Brecht o filósofos como Heidegger crearon durante esta época sus trabajos más importantes, rodeados de una vanguardia que propugnaba la utopía o la refundación completa de la sociedad.Esta vívida evocación de Weimar, más pertinente que nunca en la coyuntura económica y política actual, narra al fin cómo una sociedad culta e informada, pero humillada y confundida, pudo dejarse atrapar por el populismo nazi y poner su destino en manos de Hitler.

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Information

Verlag
Turner
Jahr
2016
ISBN
9788415427278
IV
UNA ECONOMÍA EN CRISIS Y UNA SOCIEDADEN TENSIÓN
Die Wirtschaft ist das Schicksal” (la economía es cuestión de suerte) escribió el industrial, visionario y ministro de Asuntos Exteriores, Walter Rathenau,[1] y no le faltaba razón. Incluso en las mejores circunstancias imaginables, poner en marcha una democracia avanzada en Alemania habría supuesto una tarea más que ardua por el acoso de las poderosas fuerzas antidemocráticas que dominaban el espectro político y social. Tales circunstancias, por otra parte, jamás estuvieron al alcance de la República de Weimar. Nació a la sombra de la Primera Guerra Mundial y entre los fuegos cruzados de la revolución y la guerra civil. Para ganarse la confianza de una mayoría del pueblo alemán, la República hubiera necesitado de una economía estable y pujante. Y nunca la tuvo. Como los avances que se registraron se asentaban en graves deficiencias estructurales, los años de prosperidad económica, pero también de crisis y sobresaltos, se fueron como vinieron. Los alemanes de la época de Weimar vivieron en “un mundo patas arriba”, y no sólo en una, sino hasta en tres ocasiones: los reajustes de la posguerra, la hiperinflación y la depresión.[2] No caben muchas dudas, pues, acerca de las razones de que la República no concitase adhesiones mayoritarias.
Desde un punto de vista económico, los alemanes lo pasaban mal y luchaban a brazo partido por cuestiones, de mayor o menor entidad, como la fiscalidad, las compensaciones de guerra, la representación sindical, las innovaciones tecnológicas, incluso el concepto del derecho de propiedad; todo se ponía en tela de juicio. No se trataba de meros rifirrafes políticos, acerca de si los impuestos deberían ser un poco más elevados o más bajos, o si los representantes sindicales en los consejos de administración habían de ser uno, dos o cinco. En la práctica, todas las cuestiones económicas que estaban sobre el tapete tenían mucho que ver con el modo en que los alemanes querían vivir en su país y con las relaciones que habrían de mantener con otras naciones en la época posterior a la Primera Guerra Mundial. Todo enfrentamiento político podía convertirse en una crisis existencial del “sistema”, término peyorativo al que recurría la derecha para referirse a la República de Weimar. Claro que también hubo periodos de consenso, sobre todo entre los protagonistas más directamente implicados en el sector productivo, a saber, empresarios, sindicatos y el propio Estado. En los primeros años de la República, todos arrimaron el hombro para hacer frente a la inflación, hasta que ésta se desbocó por completo. En la segunda fase, todos estuvieron de acuerdo en cuanto a la racionalización del trabajo. Dejando por un momento de lado la Depresión, eran legión los alemanes afectados por la inflación y la racionalización, y sus reivindicaciones encontraron un eco propicio tanto en la derecha como en la izquierda. Política y economía iba, pues, de la mano. Los problemas económicos de la República de Weimar eran de dimensiones colosales y carecían de precedentes; las soluciones que se proponían nunca eran bien recibidas.
Entre enconadas discusiones políticas y las turbulencias de los sucesivos repuntes y hundimientos de la economía, los alemanes vivieron una época marcada por un “relativo estancamiento económico” y un “acelerado proceso de modernización”.[3] Si bien ambos indicadores parecían entrar en flagrante contradicción, el caso es que la aparición simultánea de ambos pone una vez más de manifiesto lo conflictivos y complicados que fueron los años de la República de Weimar.
En comparación con el periodo que precedió a 1914 y con los años inmediatamente posteriores a 1945, la tasa de crecimiento real durante la República fue más bien baja, y limitadas las consecuencias económicas de las innovaciones tecnológicas. Durante la década de 1920, en ningún sector se registraron innovaciones que tuvieran notables repercusiones en el crecimiento económico. Desde luego, ninguna comparable con el impacto del sector textil en los primeros tiempos de la industrialización, los adelantos introducidos en las acerías del decenio de 1880, o los registrados en el sector químico desde la década de 1890 hasta 1914; o, por poner un ejemplo más reciente, nada que ver con la revolución informática registrada en los años 1980 y 1990. Por otra parte, tan magros indicadores económicos también se debieron al retraimiento de Alemania (igual que ocurrió en otras economías avanzadas) respecto de las tendencias mundiales del siglo XIX. La Primera Guerra Mundial supuso un brusco frenazo para la libre circulación de bienes y capitales de un país a otro. Debido a los cuantiosos costes del conflicto bélico y al endeudamiento subsiguiente, sólo Estados Unidos mantuvo la ventajosa posición de nación con capacidad para conceder créditos. En la posguerra, los enfrentamientos surgidos por las deudas contraídas por los aliados, de un lado, y las compensaciones por parte alemana, de otro, perturbaron el flujo de capitales, circunstancia que sólo pareció mitigarse en cierto modo entre 1924 y 1929. Pero entonces la crisis económica mundial acabó con el capital, y el dinero disponible de nuevo se retrajo dentro de las fronteras de cada país. Alemania siempre había tenido que importar enormes cantidades de alimentos y de materias primas. Necesitaba, pues, dinero y capital extranjeros para pagar las importaciones y financiar el desarrollo económico, y precisaba de mercados para dar salida a sus exportaciones. Aunque muchos alemanes abogaron alegremente por una economía nacional más cerrada, tal posicionamiento no fue beneficioso para Alemania a largo plazo.
A la vez que, en términos relativos, la economía alemana parecía estancarse, también se modernizó en gran medida. Los porcentajes de población empleada en el sector industrial no dejaron de subir, hasta alcanzar su nivel más alto, estadísticamente, a mediados de la década de 1920. Las mujeres más jóvenes desertaban del campo para disfrutar de una mayor independencia en las ciudades gracias a su trabajo en las fábricas. Todos los observadores se mostraban de acuerdo en cuanto al crecimiento exponencial de la llamada “nueva clase media”, es decir, a las multitudes de oficinistas que atestaban dependencias oficiales o de empresas privadas, secciones de los grandes almacenes, laboratorios de hospitales, fábricas e institutos de investigación. La generación nacida en torno al año 1900 lo inundaba todo, y trataban desesperadamente de obtener un empleo –muy escasos y, en ocasiones, inexistentes– en el sector industrial o en los departamentos oficiales. Ingenieros y empresarios alabaron los procesos de racionalización, la introducción de métodos productivos perfeccionados que servirían para aumentar la capacidad de producción con menos mano de obra. Y llegó la era del consumo masivo: los grandes almacenes, maravillosamente diseñados, disponían con mimo los productos, mientras los publicistas trataban de atraer a los alemanes al mundo de ensueño de la prosperidad.
La economía de Weimar era un hervidero de conflictos y contradicciones. Igual que la política, también es posible dividir, a grandes rasgos, la historia económica de aquellos años en tres fases. La primera, de 1918 a 1923, de inflación; la segunda, de 1924 a 1929, de racionalización; la tercera, entre 1929 y 1933, de depresión.
El origen de la inflación había que buscarlo en la guerra, en las deudas que contrajo el Gobierno para financiar los elevados costes que representaba. Los alemanes compraron bonos con la esperanza de obtener un beneficio seguro de su inversión, pensando, como es natural, en una victoria militar. Se creó un estado de opinión que venía a decirles que, a pesar de las dificultades del momento, Alemania conocería una era de prosperidad sin precedentes, porque su economía y su política se impondrían en el continente. Pero no fue así. De modo que, al finalizar la guerra, los alemanes se encontraron con una moneda depreciada, con un sector industrial prácticamente dependiente de los contratos del Ejército y con una tremenda escasez tanto para cubrir las necesidades de la vida diaria como de las materias primas necesarias para mantener el sistema productivo. Había que reincorporar a la vida civil a los millones de soldados que habían regresado. Los británicos, por su parte, mantuvieron el bloqueo naval hasta el verano de 1919, lo que empeoró aún más si cabe la crítica situación por la que pasaba Alemania.
Para sorpresa de casi todo el mundo, el reajuste que siguió a la guerra y la recuperación se produjeron de forma paulatina. A pesar del caos de la revolución, el Ejército se desmovilizó con rapidez y la industria alemana no tardó en alcanzar los niveles de producción que hab...

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