Salones y otros escritos sobre arte
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Salones y otros escritos sobre arte

Charles Baudelaire, Carmen Santos

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Salones y otros escritos sobre arte

Charles Baudelaire, Carmen Santos

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El presente volumen reúne los más importantes escritos de Charles Baudelaire sobre arte. Los salones de 1845, 1846 y 1859, así como los textos sobre Eugène Delacroix, entre otros. Tras la publicación de Edgar Allan Poe, Crítica literaria y Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna (La balsa de la Medusa, números 22, 93 y 203) disponemos de una edición completa de los ensayos de Baudelaire dedicados a las artes plásticas y la literatura. Salones y otros escritos sobre arte, en traducción de Carmen Santos, incluye también un amplio estudio introductorio, notas y biografías de Guillermo Solana.

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Information

Jahr
2018
ISBN
9788491142393

Baudelaire crítico de arte: una vindicación de la pintura

«En cuanto a las omisiones o errores involuntarios que haya podido cometer, la Pintura me los perdonará, como a un hombre que, a falta de extensos conocimientos, tiene el amor a la Pintura hasta en los nervios.»
Salón de 1859.
1. Un tal Dufaÿs
La aparición de la crítica de arte se sitúa en Francia a mediados del s. XVIII –especialmente con los textos pioneros de Diderot– pero su plenitud solo llegará en el siglo siguiente. Tras la revolución de 1830, con la mayor libertad de prensa y el establecimiento de la anualidad de las exposiciones oficiales aumenta la cantidad e influencia de la crítica. Durante los tres meses (en primavera) que dura el Salón aparecen en la prensa decenas de reseñas, normalmente en forma de folletín semanal. Casi todas comienzan atacando al jurado –dominado por la opinión conservadora de la Academia– que selecciona las pinturas y esculturas. El crítico, por su parte, tiene que aventurar su propia selección entre el gran número de obras expuestas (pueden pasar de dos mil). De paso suele dar consejos a los artistas, ostenta su ingenio y su erudición –a menudo simulada– en historia del arte; en cambio, apenas roza las cuestiones técnicas, que conoce mal. Las reseñas del Salón se ilustran a veces con litografías, más raramente con aguafuertes. A la crítica de arte se dedican de manera ocasional poetas, como Musset; prosistas, como Stendhal, Heine, Mérimée o Dumas; incluso políticos, como Thiers. Pero también hay críticos más o menos profesionales: Delécluze, Planche, Thoré, Peisse, Champfleury, Castagnary, Haussard, Saint-Victor, Mantz, Silvestre. El más famoso entre ellos es el versátil Théophile Gautier. El estilo de la crítica es muy diverso: puede ser verbosa y sofocantemente descriptiva, como en Gautier y Castagnary, o lacónica –juicios sin descripciones–, como la de Planche. La ideología también es variada: desde el neoclásico Delécluze a los modernos Planche, Gautier, Thoré; de los demócratas y socialistas humanitarios –Thoré, Champfleury, Castagnary– a los defensores de l’art pour l’art, como Gautier.
De todo esto apenas queda nada hoy, salvo las páginas de Charles Baudelaire. Un prestigio insólito para quien, en vida, no alcanzó sino fama de extravagante en los cenáculos literarios. Sus Salones encontraron escaso eco, y en general no fue considerado por sus contemporáneos entre los críticos destacados. La fama del crítico solo llega después de la gloria del poeta, hacia 1900. Alguien puede preguntarse si no habrá en esto una especie de recompensa de la posterior. Pero Baudelaire es sin duda el mejor crítico de arte del siglo pasado –y lo sería aunque nunca hubiera escrito un solo verso.
El escritor de 24 años que debuta con el Salón de 1845 no es todavía «el célebre autor de Las Flores del mal», sino un tal Dufaÿs (así, por su apellido materno, lo nombra Delacroix en sus Diarios; él mismo firmaba por entonces Baudelaire-Dufaÿs). Autor de algunos versos, este joven es hijo del difunto François Baudelaire –pintor aficionado, conservador de museo y coleccionista de arte– y ha derrochado la mitad de su herencia comprando viejos cuadros que él creía de grandes maestros. Es aficionado a dibujar (sus apuntes merecerán un elogio de Daumier), y entre sus íntimos se cuenta un pintor, un tal Deroy. En sus asiduas visitas al Louvre se entusiasma por artistas entonces poco apreciados, como Van Eyck, Bronzino, El Greco y los maestros españoles1. Ha leído a los más célebres salonniers y anuncia un libro sobre la pintura moderna. Según dirá más tarde, le posee en esta época un «amor excesivo» a la pintura; sus ojos, «llenos de imágenes pintadas o grabadas», nunca se sacian2.
El Salón de 1845 pasa revista a las obras siguiendo el orden académico de los géneros: pintura de historia, retratos, género, paisajes... Es una reseña todavía convencional, aunque apuntan ya en ella algunas de las ideas más características de su autor (que más tarde, acaso avergonzado de la inmadurez de este intento, destruirá todos los ejemplares que pueda encontrar). Pero la pieza maestra será el Salón de 1846, un ensayo organizado por temas –la crítica, el romanticismo, el color, el dibujo, el eclecticismo, la escultura...– donde se propone una teoría personal de las artes.
Una figura domina toda la crítica de arte de Baudelaire, de principio a fin: la de Eugène Delacroix. No solo como «el pintor más original de los tiempos antiguos y modernos» y el artista más grande y más universal, sino también como teórico. Poco hay de cierto, sin embargo, en la leyenda de un Baudelaire que defiende a Delacroix frente a la hostilidad general. La primera entrevista entre los dos, en 1846, es el encuentro de un escritor principiante con un pintor consagrado, cuyo genio solo niegan algunos viejos miembros de la Academia. Baudelaire no ha sido, entonces, el «promotor» de Delacroix; en cuanto a los pintores desconocidos que él pretendió descubrir –Haussoullier, Guys, Legros...– ninguno de ellos ha pasado a la historia como un gran artista. Contra lo que suele creerse, un crítico no tiene por qué ser profeta.
El primer problema que nos plantea la crítica del pasado es cómo entender y valorar tantas alusiones a obras y artistas olvidados, a los que no tenemos acceso hoy. Pero la interpretación de los textos críticos de Baudelaire suscita otra dificultad peculiar: cómo distinguir el sentido literal del irónico. Ciertas afirmaciones suyas se han atribuido al afán de provocar –característico del dandi–. Por ejemplo: los dos primeros Salones se abren con sendos discursos de exaltación de la burguesía como destinataria del arte y de la crítica. Al comienzo del Salón de 1846 se describe al burgués que entiende la utilidad del arte cuando, concluida la jornada, su fatigada cabeza se inclina entre las orejas del sillón –el arte puede «descansarle de su actividad cotidiana», restaurarle «el estómago y el espíritu en el natural equilibrio del ideal»–. ¿Una sátira? Tal vez, pero también puede entenderse sin ironía, en el sentido de aquellas palabras – tan actuales todavía– de Matisse: «Sueño con un arte equilibrado, puro, apacible, cuyo tema no sea inquietante ni turbador, que llegue a todo trabajador intelectual, tanto al hombre de negocios como al artista, que sirva como lenitivo, como calmante cerebral, algo semejante a un buen sillón que le descanse de sus fatigas físicas»3.
2. La crítica como viaje
«El oficio de crítico es como un perpetuo viaje con toda suerte de personas y por toda suerte de países, por curiosidad», decía el crítico –y amigo de Baudelaire– Sainte-Beuve4. Este viaje significa en primer lugar afrontar otros estilos y gustos. En la última de sus escasas cartas a Baudelaire, el 8 de octubre de 1861, Delacroix señalaba que hay «mucha gente que mira un cuadro como los ingleses miran una región cuando viajan: es decir, con la nariz en la Guía del viajero para instruirse concienzudamente sobre lo que el país produce en trigo y otras mercancías, etc.»5. ...

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