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Epistemología para escépticos y materialistas

Fernando Broncano

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Epistemología para escépticos y materialistas

Fernando Broncano

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El nuestro es un mundo en el que la necesidad de información correcta es constante y exigente: los animales humanos buscamos con ahínco pensamientos verdaderos, creencias verdaderas que nos permitan aumentar nuestras posibilidades de supervivencia. Pero entre los pobladores de ese mundo habita el grupo de los escépticos, personajes que predican que una fuente importante de angustia es la preocupación por tener creencias verdaderas y que creen necesario curarnos de esa neurosis que han denominado epistemología, una enfermedad que ha contaminado a los dogmáticos de forma incurable. Sin embargo, aunque equivocan la diana, y haya que convencerles de que no son los epistemólogos los orígenes de los males de la humanidad, no nos engañemos: los escépticos no son nuestros enemigos, ni siquiera son adversarios. Son parte de nuestro equipo y si nos increpan es para recordarnos que los objetivos de la vida no son teóricos sino prácticos.Y luego están los materialistas. El mensaje del materialista es sencillo e inquietante: si nada nos cabe esperar de fuera, si lo que hay es todo lo que hay, el futuro es sólo responsabilidad nuestra. Y sólo el conocimiento nos hace responsables. Lo irresponsable es no conocer, no saber qué es lo posible y lo imposible, llenar el mundo de misterios para conjurar nuestro miedo. Y si hay algún misterio es por qué Sísifo aún sonríe y se sabe libre en el mínimo instante que vuelve al viento su rostro. Para ambos, para escépticos y materialistas, está escrita esta introducción a la epistemología. Parte de una idea simple: en epistemología hay dos preguntas que están en el corazón del proyecto. El primer problema es el de cómo es posible el conocimiento. El segundo problema es cómo es posible el conocimiento en un mundo cerrado por la causalidad física.

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CAPÍTULO 1

ESCEPTICISMO Y FRAGILIDAD

«No se puede ser pirrónico ni académico sin ahogar la naturaleza, y no se puede ser dogmático sin renunciar a la razón.»

Pascal, Pensamientos


1. LA ACTITUD ESCÉPTICA Y EL SUSTRATO NATURAL

Los escépticos consideran de una forma u otra a la filosofía como una enfermedad, unos con la angustia del paciente, otros con la distancia e ironía del médico, otros, como Hume, con una profundidad de autoanálisis que todavía nos confunde:
Me siento asustado y confundido por la desamparada soledad en que me encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que, incapaz de mezclarse con los demás y unirse a la sociedad, ha sido expulsado de todo contacto con los hombres, y dejado en absoluto abandono y desconsuelo. De buena gana correría hacia la multitud en busca de refugio y calor, pero no puedo atreverme a mezclarme entre los hombres teniendo tanta deformidad.
Después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy incapaz de dar razón alguna por la que debiera asentir a dicho razonamiento: lo único que siento es una intensa inclinación a considerar intensamente los objetos desde la perspectiva en que se me muestran.
Pero por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma me basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción: una impresión vivaz de mis sentidos, por ejemplo, que me hace olvidar todas estas quimeras. Yo como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas [1].
El yo como humeano, frente al yo pienso cartesiano, es la marca de fábrica del escepticismo moderno y contemporáneo; escepticismo «pirrónico», inteligente, que no sigue la senda salvaje del escepticismo postsocrático del «sólo sé que no sé nada», y acepta un lecho rocoso de prácticas, hábitos, instituciones e incluso creencias en las que toda persona está instalada y de la que no quiere salir, ni desea tampoco justificar más allá de un punto «natural».
Es difícil atrapar al escepticismo en pecado de sistematización. Si el escepticismo se distingue por algo es por mostrarse como un estilo, o quizá una actitud, más que como una teoría. El escepticismo es el tono que se adopta ante la amenaza de una tesis que se quiere imponer mediante el recurso de añadir a su significado una cierta valoración epistémica. Como las pastas que nos ofrece la vecina del pueblo añadiendo a su dudosa textura el argumento de «¡cómelas que son de casa!», como si no nos temiéramos que a lo peor es verdad, así el dogmático insiste «¡tienes que aceptar estas tesis, son verdaderas!». Y precisamente ese temor a la sospechosa vacuidad del adjetivo epistémico con el que se nos llama a aceptar una tesis es el que dispara la alarma del escéptico, que inmediatamente acude al reservorio de estrategias para socavar la pretendida autoridad del adjetivo. Es cierto que emplea algunos recursos o tropos [2], que aplica generalizadamente a las tesis filosóficas o científicas, pero sería inútil buscar una «teoría» escéptica como resultado final de estas maniobras. El escepticismo es una filosofía transitiva: «escepticismo acerca de... F»; no busca convencernos de su propia verdad, sino que, a modo de combate de judo filosófico, deja actuar a la propia fuerza (argumentativa) del oponente para hacerle caer; así que acude sin rubor a cualesquiera recursos ajenos sean necesarios para el fin de confundir al dogmático o al racionalista.
Esta actitud de soliviantar al dogmático es una actitud práctica, cuyo éxito se mide en resultados prácticos, no en inferencias conceptuales. El objetivo práctico tradicional del escéptico es la epojé, la suspensión del juicio, que significa llevar a la mente a un estado tal en el que, aun si la creencia tal o cual sigue surtiendo efectos prácticos, ello no impide que no sea separada de cualquier reflexión epistémica y dejada a su albur. El escéptico no dirá que abandones tus creencias religiosas, sino que no te obsesiones por su verdad. Deja que actúen, aun si fueran falsas; suspende cualquier juicio de verdad o racionalidad y deja a la naturaleza, a tu propia naturaleza, seguir su curso. El escepticismo se presenta como una terapia de la creencia (no por casualidad los primeros escépticos eran médicos) que lleva el alma a la ataraxia, a la ausencia de sufrimiento a causa de los escrúpulos epistémicos. En su forma más habitual, el escepticismo es la cura para la enfermedad de la filosofía.
El enfrentar la naturaleza a las dudas raras del filósofo conecta al escepticismo con el naturalismo, algo que los escépticos modernos notaron en sus varias tradiciones desde Montaigne a Hume. La naturaleza se ofrece como terapia a las dudas antinaturales [3]. El epistemólogo, el que se preocupa por los fundamentos de las creencias, se desvía del curso natural del pensamiento, trata el pensamiento más allá de sus límites naturales y por ello produce sufrimiento: la metafísica es como una botella en la que se encierra la mente, que se estrella una y otra vez contra las paredes de cristal de las antinomias, generadas artificialmente por los embrujos del lenguaje. La misión del escéptico no será otra que la de enseñar a la mosca a salir de la botella. Así que la consistencia de la actitud escéptica no hay que buscarla, reclama, en su discurso, sino en los resultados de su intervención práctica en el alma atormentada del metafísico. Cualquier estrategia meramente argumentativa, dirigida a mostrar que el escepticismo se autosocava o que el escepticismo es una actitud imposible, o similares movidas que el pronto filosófico pone sobre el tapete, están condenadas al fracaso antes de nacer. Porque un plan no puede criticarse como un argumento; hay que buscar las vueltas, si las hubiese, en la propia configuración práctica del plan.
Mas, para quien no es escéptico y, por el contrario, tiene ciertas tendencias hacia las tesis fuertes (dogmas, si se quiere) el escepticismo es desesperantemente difícil de enfrentar cuando se ofrece como adversario de alguna tesis o norma que sostenemos sin rubor, y acerca de la cual estamos dispuestos a aducir razones justificatorias de conocimiento u obligación. Pues debemos esperar al escéptico en las mismas encrucijadas de nuestra argumentación. Un escéptico entrenado observará con cuidado nuestras razones para hacerlas caer en las redes que ellas mismas tejen. Es como si el escéptico estuviese provisto de un sensor de «color epistémico», de modo que cuando nuestro razonamiento («natural» hasta ese instante) se tiñe de importe epistémico, de valor, dispara una alarma que hace que nuestros argumentos se vuelvan contra sí mismos enredándose en una inútil batalla por la autofundamentación: «¡justifícate todo lo que quieras, pero no se te ocurra decir que estás justificado, porque tus propias palabras se volverán contra ti!», parece decirnos el escéptico.
De modo que el escepticismo aparece porque detecta una tensión inadvertida entre la pretensión epistemológica y lo que califica de discurrir natural de las razones. Es una tensión parecida a la que suscita el discurso ético: no puede el teórico de la ética convencernos a la vez de que los valores son «naturales» y a la vez obligatorios, pues si fueran tan naturales y cotidianos, ¿para qué tener normas morales que obligan y prohíben?, ¿de dónde tanta conducta hipócrita? El epistemólogo quiere repicar y estar en misa: promueve la bondad de nuestras prácticas cognitivas y propugna fuertes normas de método; ¿para qué el método si nuestras prácticas cotidianas son aceptables?
Nada hemos dicho acerca de qué entiende nuestro escéptico por «naturaleza» en este enredo retórico contra la epistemología. Nada hay que decir tampoco. La noción de naturaleza parece ser en esta historia relativa al punto de vista del fiscal; cada cual sostiene que lo «natural» es lo aceptable para sus prácticas cotidianas, y por ello se siente agredido ante las pretensiones normativas de un extraño que viene a perturbar el discurrir diario sosteniendo que lo que hasta ahora hemos considerado real y verdadero no es más que apariencia y engaño. Pues hay aquí un sutil juego en el que naturaleza se define por un conjunto de oposiciones a otro algo, que en general se caracteriza como «cultura», «convención» «norma», etc., de manera que el escéptico se presenta como adalid de la naturaleza frente a las corrupciones de lo novedoso cultural. Porque, cuando se insiste en el carácter cultural o «construido», por usar el término de moda, lo que se quiere decir es que la tal cosa «construida» no nos gusta [4]. Cuando Simone de Beauvoir promueve la idea de que la «mujer» es una construcción social, quiere decir que los rasgos que suelen caracterizar a las mujeres son tan rechazables como históricos y contingentes. Cuando Feyerabend sostiene que la ciencia es un constructo, quiere decir que no le gustan los rasgos que impone la ciencia a otras formas culturales. No hay en estas oposiciones aún mucha fuerza ontológica, pues la propia distinción entre naturaleza y cultura [5] es la primera en caer si se trae a colación en la controversia.
La tensión entre epistemología y naturaleza, que cataliza el malestar escéptico es, en realidad, parte de otra oposición más profunda y constitutiva del proyecto cultural que se inicia en Grecia: es la oposición entre la realidad y la apariencia. Se acusará al epistemólogo de que cuando inserta normas en las prácticas de creencia cotidianas está efectuando la misma operación iniciada por los primeros filósofos que desvelaron el carácter ficticio de la realidad: «nada se mueve, nada cambia» o, por el contrario «nada permanece, todo se mueve, nunca nos bañamos en el mismo río»... Sobre todo el atomismo, que escandalizó a las gentes de buen vivir al sostener que ningún cuerpo es real, que sólo los átomos lo son pero no podemos verlo: la realidad está más allá de nuestras capacidades de ver.
Robert Fogelin nos da esta imagen del nuevo filósofo pirrónico:
He imaginado al escéptico pirrónico yendo por el mundo con la afirmación de que conocemos ciertas cosas y a veces afirmando que estamos seguros, incluso absolutamente en lo cierto, de ellas. Los escépticos pirrónicos participan libremente en las prácticas epistémicas, extrayendo todas las distinciones prácticas que están incorporadas en ellas. Estas prácticas a veces son falibles; a veces esta falibilidad no importa, ya que el precio de equivocarse no es alto […] Imaginado de este modo, el escéptico es más bien como el escéptico moderado de Hume (al que impropiamente contrastó con el escéptico pirrónico): cauto, agradable y cuerdo.
Los escépticos pirrónicos han tomado históricamente al filósofo como el objeto de su ataque escéptico. El filósofo es entendido aquí como alguien que, o bien 1) pretende reemplazar nuestros modos falibles comunes de pensar sobre el mundo por nuevos modos que los transcienden, o bien 2) acepta esos modos comunes de pensamiento, pero pretende cimentarlos en m...

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