El cristo de San Damián
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El cristo de San Damián

Francisco Contreras Molina

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El cristo de San Damián

Francisco Contreras Molina

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Para un cristiano, contemplar al Señor no es un lujo o un pasatiempo piadoso, sino una necesidad. Estas páginas nos invitan a contemplar juntos un verdadero tesoro escondido en la Iglesia, el Cristo de San Damián, el mismo que fue testigo de la conversión de san Francisco de Asís. El Crucifijo que se halla en la capilla de Santa Clara, es un icono que expone íntegro el misterio de Jesús, a la vez crucificado, muerto, resucitado, glorioso y dador del Espíritu Santo.

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Information

Jahr
2014
ISBN
9788428826518
IV

CRISTO SIEMPRE CON LA IGLESIA:
LOS PERSONAJES

La imagen habitual en la mayoría de los crucifijos nos muestra a Jesús “pendiente” del madero, clavado en penosa soledad, desamparado de todos, también de sus discípulos, que han desertado y huido. La más cruel cruz que padece es, sin duda, la soledad; se siente dejado hasta de Dios, a quien grita: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
El Cristo del icono de San Damián no está solo ni es solitario, sino acompañado: el Padre le espera, los ángeles le aclaman, María y las santas mujeres, los testigos, Juan, el centurión... permanecen fieles a su vera. Una ingente muchedumbre se le une en congregación creyente. Todos estos personajes, además, se sitúan alrededor de su órbita, en cálida irradiación con el sol de su presencia.
Esta aportación del icono resulta decisiva. No se trata únicamente de una singularidad pictórica –la rara habilidad del autor–, sino de una dimensión fundamental que se convierte en confesión de fe. Como creyentes que contemplan podemos proclamar: “Este es nuestro Señor, el que vive en medio de la Iglesia: el Cristo de la fraternidad”.
La mayoría de los personajes se sitúan bajo los brazos de Jesús, cobijados a la sombra de sus alas. Como Dios protegía con su providencia a su pueblo en el Antiguo Testamento, así el Señor ampara a su Iglesia.
PERSONAJES SITUADOS BAJO EL BRAZO DERECHO DE JESÚS
María, siempre madre
De la figura de María nos sorprenden al instante algunas facetas. No llora ni gime. No representa ciertamente la imagen medieval que popularizó la célebre secuencia: Stabat mater dolorosa, / juxta crucem lacrimosa, / dum pendebat Filius.
María aparece serena, es mujer fuerte, siempre madre: acompaña a su hijo. Tampoco se encuentra sola. Su cabeza se inclina sobre Juan. Muestra al exterior sus brazos y manos. No los guarda dentro ni los recoge. ¿Qué significado podemos extraer de su presencia y postura?
María acerca pensativa su mano izquierda a la boca. Este gesto es conocido en la Biblia (Sab 8,12 y, sobre todo, Job 21,5; 29,9; 40,4-5). La expresión hebrea “poner o llevar la mano a la boca” –sim yad ‘al-pe– significa dejar de hablar, enmudecer ante un acontecimiento que sobrepasa la comprensión habitual. María discurre profundamente sobre los sucesos de la pasión. Hace lo que siempre ha hecho, meditar: «María meditaba estas cosas, dándoles vueltas en el corazón» (Lc 2,19.51). Es “modelo de contemplación”. Así reza acertadamente el título de un libro monográfico sobre estos versos de Lucas (A. Serra). La Virgen se rinde al misterio de Dios. Recogiendo con fidelidad esta tradición bíblica, el pintor ha dibujado a María. Pero el ademán solo está insinuado (como sucede con María Magdalena). Se trata de un recurso artístico dotado de habilidad. Porque si el pintor lo hubiese ejecutado con todo realismo y colocado la mano sobre su boca, entonces el rostro de ambas mujeres habría quedado escondido; aparecerían dos mujeres semiocultas, veladas y embozadas, mostrándose casi con vergüenza. El arte de la sugerencia, del que hace gala el autor, vale más que la exhibición palmaria de la fotografía.
María señala con la otra mano a Cristo. Reproduce el gesto de Caná, aquella invitación que dirigió a los sirvientes y que ahora nos dirige a nosotros: «Lo que él os diga, eso haced» (Jn 2,25). Toda ella se convierte en una referencia directa a su hijo. Su vida entera, como una saeta, va orientada limpiamente hacia el blanco de su hijo. No tiene otra tarea sino la hermosa misión de llevarnos a Jesús.
Va vestida soberanamente, como una verdadera reina que participa de la realeza de Jesús. En el icono no hay más Rey que su hijo, y aquellos a quienes su hijo se digna hacer partícipes. María se sitúa en el icono justamente en la parte más extrema de la derecha de Jesús, en un puesto de honor. El salmo canta: «A tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir» (Sal 45,10). La liturgia de la Iglesia le aplica justamente estas palabras –en la antífona de entrada– en la fiesta de María Reina.
Lleva un amplio manto que la envuelve por entero hasta la cabeza. Es de color blanco y posee una triple significación. Extraemos del libro del Apocalipsis, que menciona este color con una frecuencia inusitada, muy por encima de los otros colores –15 veces–, un profundo valor simbólico.
1) Es señal de victoria por la fidelidad: el vencedor será vestido de blancas vestiduras. Así asegura el Señor a la Iglesia de Sardes (Ap 3,5). María es la mujer que ha vencido a la serpiente (Gn 3,15) y que ha sabido ser fiel en la aflicción.
2) Es figura de la Iglesia, de su amor sin reservas a Cristo. Por eso va vestida de lino brillante y puro (Ap 19,7-8).
3) Muestra también el triunfo de la resurrección; el blanco en el Apocalipsis es el color de Cristo resucitado. María participa de la resurrección de su hijo.
Sobre el manto se distingue, como brillante cenefa, una larga fila de perlas preciosas. Designa este simbolismo mineral, acorde con la tradición bíblica (Gn 24,22; Ez 28,13; Is 61,10), la belleza con que Dios la ha bendecido: María es la «llena de gracia» (Lc 1,28), colmada está del favor y benevolencia de Dios, quien la ha mirado y ha hecho en ella obras grandes (Lc 1,49).
Bajo el manto lleva un vestido rojo oscuro, el signo del amor y del sufrimiento, ya que su corazón fue atravesado con una espada de dolor (Lc 2,34). Una prenda azul violeta completa su atuendo. Puede pensarse en el arca de la alianza; pues de hecho el arca estaba revestida con telas de púrpura y violeta (Ex 26,1-4). Y María ha sido evocada por el tercer evangelio con alusiones al arca de la alianza en su visita a Isabel (Lc 1,39-45).
María se halla sonriente, feliz; contempla a Juan, y en él ve la prolongación de su hijo Jesús, tal como él mismo le había mostrado desde la cruz: «Ahí tienes a tu hijo». María mira a Juan y lo acepta como hijo. Y no solo ve a Juan, dilata los ojos de la fe y del amor materno, se ensancha su corazón y nos está mirando a cada uno de nosotros, hijos suyos. Una dicha serena emana del rostro de María, que resplandece de ternura.
Juan, el discípulo amado
Si nos fijamos detenidamente en la figura de Juan en el icono, constatamos algunos detalles primorosos que albergan un profundo mensaje: mostrar que es el discípulo amado, y que sigue unido a Jesús.
Con su mano izquierda recoge parte de su vestido. En la contemplación del icono cuesta saber si ese borde del manto pertenece a su propio vestido o al de Jesús. Tanto es así que casi se confunden, por deliberado intento del pintor, los pliegues del vestido de Juan y los de Jesús. Como si ambos vistieran la misma vestimenta.
El discípulo que reclinó su cabeza en el pecho de Jesús sigue manteniendo idéntica postura en el icono. Este era el título del discípulo amado en la Iglesia de los primeros cristianos: epistethios, el que se apoyaba «sobre (epi) el pecho (stethos)» de Jesús. Ahora lo vemos prácticamente recostado junto a Jesús; su cuerpo, en especial todo su hombro, descansa en el arco de la cadera de Jesús.
Su vestido es de color rosáceo, participa del amor de Jesús y también le corresponde. Es el evangelista, a «quien Jesús amaba», y que tan bien supo escribir del amor en su evangelio. Juan ocupa una posición de privilegio. Por una parte se reclina sobre Jesús, y por la otra inclina su cabeza hacia María, a la que contempla con veneración de hijo. ¿Habrá otro sitio mejor para vivir? ¡Este es el paraíso, y Juan lo ha encontrado y ya nadie debe echarle fuera!
Será necesario recordar las palabras del evangelio, puesto que ambas figuras –María y Juan– se encuentran en total sintonía con la presentación evangélica:
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad (Jn 19,25-27).
Esta narración posee un alto contenido teológico. No se trata de un gesto de compasión de Jesús ya moribundo para su madre, que iba a quedar muy pronto sola, como si aquel dictara un testamento doméstico.
La maternidad de María es transformada al pie de la cruz. De ser madre exclusiva de Jesús pasará a ser madre del discípulo. Su maternidad natural está llamada por Jesús a convertirse en espiritual; va a ser madre de todos los discípulos a través del discípulo amado, presente en su pasión y resurrección. María es madre de la vida de Cristo, y la genera en todo discípulo a quien Jesús ama.
El discípulo no simplemente recibe a M...

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