Cuídate
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Cuídate

Quince vivencias de cuidadores

Gemma Bruna, Josep París

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  1. 184 Seiten
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Quince vivencias de cuidadores

Gemma Bruna, Josep París

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Quince vivencias personales de cuidadoresHoy en día, la figura del cuidador es imprescindible al lado de una persona enferma o necesitada de atenciones. Pero ¿qué hacer cuando sin previo aviso alguien se ve en la necesidad de ejercer ese rol sin tener la formación adecuada? ¿Cómo actuar si ese enfermo es un familiar o un amigo cercano?Entre estas páginas se encuentran los relatos y vivencias anónimas de quince hombres y mujeres que tuvieron que acompañar, cuidar y dar apoyo a otra persona, en su mayoría a familiares o amigos cercanos. Personas reales que han querido aportar su visión personal sobre cómo afrontar una situación de pérdida o cambio, provocada en muchas ocasiones por una enfermedad.Con humanidad y cercanía, Cuídate da voz a la lucha, los valores y el esfuerzo de los cuidadores y ofrece consejos para que los lectores no olviden que, además de ayudar, también es muy importante cuidar de uno mismo.

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Information

Jahr
2018
ISBN
9788417376215

1. Cada día que no voy es un abismo

Estos días me recupero de una intervención quirúrgica y solo voy a visitarla en el centro sociosanitario a ratos. He estado dos semanas sin poder ir y, por todo ello, he llorado como nunca, igual que esta mañana. Mi hermano me enviaba algunas fotografías a través del teléfono móvil y día a día le iba notando una mirada que ya no era la suya, una mirada de persona ausente.
Ayer la fui a ver con el brazo derecho metido en un cabestrillo improvisado, porque aunque mi operación nada tiene que ver con mi extremidad superior, tuve miedo de que no se acordara de mi recuperación y no entendiera que ahora mis movimientos deben ser mínimos, muy limitados.
Reclinarme encima del sillón en el que ella pasa la mayoría de las horas del día para darle un beso en la mejilla me cuesta un esfuerzo enorme y por un tiempo sé que no podré levantarla para que ella ande cuatro pasos y acompañarla así al baño para asearla o cambiarle el pañal.
Últimamente, cuando paso el umbral de la puerta de su habitación, temo su mirada y, entonces, me digo a mí misma: «¿Qué pensará? En sus adentros, ¿se preguntará quién es esta mujer de melena corta y morena de cuarenta años y pico que está frente a mí y que intenta sonreír, aunque sea con una sonrisa un poco forzada?». Temo el día que no sea capaz de reconocerme o de pronunciar mi nombre. Sé que cuando llegue ese día se habrá terminado todo lo que quedaba de ella.
Siempre he estado muy unida a mi madre. De pequeña recuerdo cómo me mimaba cuando estaba enferma y el ritual de todos los días cuando me preparaba la bañera. Cogía del armario del baño una botellita de plástico de color rosa con colonia para sumergirla dentro del agua calentita. Después, cuando me sacaba envuelta con la toalla, recuperaba el pulverizador con la colonia templada y me la aplicaba por todo el cuerpo a base de pequeños masajes para que toda yo quedara envuelta en aquel aroma tan agradable de algodón y polvo de talco.
Cuando volvía del colegio y, años más tarde, cuando venía del trabajo, siempre tenía la mesa a punto para empezar a comer. Y a última hora de la tarde, cuando regresaba cansada de todo el día, me sentaba en el sofá, a su lado, y me hacía cosquillas en los brazos y por toda la espalda. Todavía hoy, cuando tenemos ocasión, le pido que me repita este gesto.
Desde que me fui de casa de mis padres, y de esto ya hace más de veinte años, yo la llamaba por teléfono tres veces al día: a veces para escuchar su voz, otras para saber qué había hecho para comer o simplemente para explicarle cómo había pasado el día.
Gracias a las tres llamadas diarias a mi madre, hace casi dos años empecé a detectar pequeños detalles que no me encajaban con su forma de hablar y de desenvolverse: primero fueron los comentarios reiterados, después los pequeños fallos de memoria y luego vinieron las pequeñas desconexiones y la lentitud de movimientos. Yo notaba algo, sabía en mis adentros que una enfermedad se estaba gestando en su interior.
Lo curioso de todo es que mi madre, que ahora ya tiene ochenta y un años de edad y que desde que se casó se convirtió en ama de casa, siempre fue una mujer de carácter, a quien le gustaba tomar sus propias decisiones. Por eso, cuando mi padre intentaba convencerla o imponerle algo con lo que ella no estaba de acuerdo, simplemente le advertía: «No me quites mi personalidad». Finalmente, no ha sido mi padre quien se ha comido su personalidad, sino que ha sido el alzhéimer, esta enfermedad que acaba con todo y de la que todavía conocemos tan poco.
Meses atrás, cuando ya me había confesado que no se sentía ella, que se notaba extraña, fue dejando de comer y se excusaba con el hecho de que había perdido el apetito. Seguí observándola atentamente y uno de los días que mis padres vinieron a comer a mi casa decidí hacer platitos con comida que se pudiera coger con las manos y servir, de postre, pequeños cucuruchos de helado, que no requieren cubiertos.
Mi madre comió como hacía semanas que no la había visto comer y de postre, ella que siempre fue golosa, se zampó tres helados. Seguramente se negó a reconocer que ya era incapaz de coger un tenedor y un cuchillo y evitar que la comida se le cayera fuera del plato y, en especial, a hacerlo evidente ante su marido, sus hijos y sus nietos.
Cuando después del verano intervinieron a mi padre de la retina, empecé a ir a su casa todas las tardes —algunas veces directamente del trabajo y sin poder almorzar—. Mi madre ya no se podía quedar sola y ese era el momento que mi padre aprovechaba para ir a dar un paseo, acercarse al bar o tomarse un café con cierta tranquilidad.
Poco a poco esta iniciativa, que a mí me salió como algo natural, se fue convirtiendo en rutina. Sabía que con ello proporcionaba unos momentos de respiro y de bienestar a mi padre, pero a la vez iba notando el deterioro de mi madre. Hasta que un día por la mañana, mientras mi padre había salido un momento, ella cayó al suelo y se fracturó el brazo. Fue el principio del fin.
Aquellos días empecé a acompañarla al baño y también la ayudaba a asearse. Al principio atinaba a decirme: «Hija, qué vergüenza que me veas así». Pero más tarde, primero en el hospital y después en el centro sociosanitario, este gesto de ayuda se convirtió en algo habitual para ella y también para mí.
Si estoy con ella, procuro que la bata que lleva esté limpia; si necesita ropa de recambio, se la compro y, si veo que las zapatillas que necesita no se adaptan a sus necesidades, porque ahora necesita que estén más ajustadas a su pie, me bajo a la zapatería del lado de mi casa y le compro unas.
Cuido de mi madre porque es algo que me sale de manera automática. Me ha tocado vivir este momento y lo hago de la mejor manera posible. No lo vivo como una carga, aunque sí con una pena muy grande. Por las tardes he dejado de ir a ayudar a mi marido en su salón de peluquería y mi hijo, que en pocos meses ya cumplirá la mayoría de edad, ya se espabila solo.
Sin embargo, he de confesar que no me esperaba este maldito final. Vi envejecer a mis abuelos en casa, morirse por el peso de los años, pero nunca pude sospechar que mi madre, con ochenta y un años de edad, acabaría con un alzhéimer que la iría deteriorando por dentro y que nos la acabaría usurpando de esta manera. Esto no tocaba.
El ingreso de mi madre en el centro sociosanitario, algo a lo que yo inicialmente me resistí porque me temía que acabaría saliendo todavía más deteriorada de lo que estaba, ha cambiado mi vida por completo. Me he dado cuenta de todo lo que ignoramos del alzhéimer y también del cuidado que requiere una persona en la situación de mi madre: ¿cómo darle de comer cuando se niega a probar el plato que le sirven? ¿Cómo levantarla del sillón o ponerla en la cama sin dañarme?
También he empezado a hacer todos los trámites burocráticos para pedir las ayudas que mi madre, que cada día pierde un poco más de su autonomía, requerirá para afrontar su situación y planificar todo lo que nos será necesario para intentar que pueda volver a su casa, junto a mi padre. Este, pese a la complejidad del caso, se mantiene firme en su idea de rechazar su ingreso, durante parte de la jornada, en un centro de día.
Papeles, llamadas, firmas, gestiones, más trámites, más idas y venidas... De golpe y porrazo he entrado en un mundo que desconocía por completo y del que nadie me había informado. Nada es fácil, todo es complejo, lento y farragoso.
En mi casa sigo siendo «la nena» porque soy la única hija. Sé que mi rol no es el mismo que el de mi hermano. La mayoría de las veces, seguramente por ser mujer, mis padres se confiesan más conmigo que con él y ahora que estamos pasando todos juntos por esta situación, sé que para mi padre a veces soy como una bolsa de boxeo, donde él explota, descarga sus nervios y sus tensiones.
Ahora sé que un día yo también requeriré de un profesional que me cuide. Para entonces espero haber sido capaz de planificar mi vejez, si es necesario escoger el sitio o la residencia donde me gustaría vivir con mi marido y, así, garantizar que mi hijo, cuando venga a verme, me dedique un tiempo de calidad y se aproxime a mí porque le apetece y no porque se vea obligado a cuidarme.
Unas semanas atrás, cuando mi madre todavía participaba de nuestras conversaciones, me creaba una gran tensión hablar con ella, porque en cierto modo sabía que con mis palabras podía llegar a herirla. ¿Cómo conversar con tu madre cuando en el vocabulario no entra el verbo recordar, porque sabes que no es capaz de retener lo vivido? ¿Qué responder cuando te interroga con la mirada porque te confiesa que ya no es ella?
Cuando no atina porque ya no se acuerda de las palabras exactas que le permiten expresarse, intento imaginar el vocablo que puede ayudarla. ¿Será esta la palabra, me digo? Todos los días intento decirle que la quiero y poco más. Sé que de lo que le decimos a ella, al cabo de un instante ya no se acordará de nada.
Ya hace semanas que sé que se acabaron las tres llamadas diarias a mi madre y ya no puedo acceder a ella para saber qué esconde tras esta mirada medio perdida. Hoy me da miedo fijar mis ojos en los suyos. Pienso: ¿sabrá quién soy? Todavía no ha llegado ese momento, pero sé que llegará.
Ahora, si un día no voy a verla, no pierdo un día, sino un mes entero, porque se deteriora a marchas forzadas. Estar un día sin ella para mí supone un abismo.
Valores inspiradores del cuidador
Compasión
Es el valor interior de querer lo mejor para los demás, de ayudarlos a ser felices y a superar momentos difíciles. La compasión es un valor que nace por amor y comprensión, no por pesar ni lástima. Significa ponernos en el lugar del otro para ayudarlo en lo que necesite, sin juzgar ni criticar, sino con los brazos abiertos para intentar comprenderlo.
La compasión está vinculada a la empatía: la persona es capaz de percibir y de comprender que otra está mal. Ante esta situación, surge la intención de ayudar al prójimo para que su dolor sea aliviado o eliminado. Por todo ello, la compasión también se relaciona con la solidaridad.
Autoestima
Es la valoración, generalmente positiva, de uno mismo. Se trata de la opinión emocional que los individuos tienen de sí mismos y que supera la racionalización y la lógica.
La autoestima es un sentimiento valorativo de nuestros rasgos corporales, mentales y espirituales, los cuales forman la personalidad, y puede cambiar a lo largo del tiempo.
Las debilidades en la autoestima pueden afectar a nuestra salud, a las relaciones sociales y a la productividad.

2. Fin de la partida

Hay quien dice que el amor a primera vista no existe, pero yo os puedo asegurar todo lo contrario, porque lo he vivido en mis carnes. Conocí a la que ahora es mi mujer cuando teníamos veintiséis años de edad, ambos con una carrera profesional ya iniciada y con nuestras personalidades forjadas. Aquel día supimos que el resto de nuestra vida estaríamos juntos.
Teníamos un punto de partida maravilloso, con todos los ingredientes: amor, felicidad, salud, un buen empleo y un entorno familiar estupendo. Nuestra primera hija, Jana, tardó un poco en llegar, pero era tan deseada que todo fue fácil. Juntos sabíamos que habíamos emprendido una especie de viaje hacia Ítaca, la isla soñada. Estábamos convencidos de que al llegar nos darían la medalla de oro, el primer premio, porque ganar, íbamos a ganar, de eso estábamos convencidos. En el maratón de la vida éramos los primeros. ¿Qué más podíamos desear?
De repente, sin previo aviso, no es que perdiéramos la posición y nos quedáramos atrás, sino que nos quedamos fuera de cualquier carrera y sin ninguna opción.
¿Qué pasó? Pues que todo cambió con la llegada de nuestro segundo hijo. Al año de nacer nos dimos cuenta de que Josep no era como nuestra primera hija y que sus comportamientos eran algo inusuales. Era un bebé demasiado fácil, no pedía nada y cuando se mostraba en público no hacía lo que el resto de niños. Nunca levantó su dedito índice para explicar que había cumplido un año y, si alguna vez lo hizo, no fue para volver a repetirlo buscando la complacencia de los adultos.
Al principio la pediatra no le dio importancia. Me comentó que yo seguramente veía cosas extrañas por el hecho de ser médico de profesión y que, al fin y al cabo, las niñas siempre suelen ser más espabiladas que los niños. Pero las piezas del puzle no acababan de encajarnos.
Cuando el niño cumplió su segundo aniversario, y ante nuestra insistencia, la pediatra nos derivó a una neuropediatra. A los dos minutos de entrar en su consulta, ahora lo sé, aquella doctora supo exactamente cuál sería nuestro futuro. Nosotros entonces todavía no éramos conscientes de ello.
Sometieron al niño a todo tipo de pruebas para descartar que sus comportamientos no fueran la respuesta de ninguna alteración física, hasta que finalmente la especialista nos lo anunció. Josep, aquel niño que yo ya veía que no era como los demás, tenía un trastorno del espectro autista. Tras tanta búsqueda, tanta espera y tanta angustia, tener el diagnóstico supuso inicialmente un alivio.
Pero entonces empezó una gran presión. Los especialistas nos recomendaron iniciar lo antes posible tratamientos y actividades para promover la estimulación precoz del niñ...

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