Neuromitos en educación
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Neuromitos en educación

Teresa Hernández

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Neuromitos en educación

Teresa Hernández

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Los avances en neurociencia están revolucionando nuestra manera de entender los procesos de aprendizaje, ya que hasta ahora no era posible observar qué ocurre en el cerebro mientras alguien aprende. Tal como ha advertido el neurocientífico Manfred Spitzer, la neurociencia será a la educación lo que la biología ha sido a la medicina. Esta obra desmonta doce neuromitos o falsas creencias en educación, basadas en los conocimientos científicos de los últimos 20 años y que han sido superadas por recientes hallazgos en neurología. ¿Tenemos un hemisferio cerebral predominante? A más cantidad de horas en la escuela, ¿más se aprende? ¿Utilizamos solo el diez por ciento de nuestro cerebro? ¿Tiene el sueño algún bene cio en el aprendizaje? ¿Se aprende mejor escuchando a Mozart? Basándose en los últimos descubrimientos científicos, los autores de este libro proponen nuevas miradas sobre estas y otras cuestiones, con el objetivo de contribuir a la construcción de entornos y métodos educativos más eficaces.

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Information

Jahr
2015
ISBN
9788416429615

1. ¿Qué materias son las importantes?,

Neuromito: El ejercicio físico, las artes o el juego son elementos secundarios en la educación debido a su mínima incidencia en el aprendizaje.
En 2005, Ian Gilbert señaló que la diferencia esencial que encontró entre la primaria y la secundaria es que en la primera el profesor enseña a los niños, mientras que en la segunda enseña asignaturas. Independientemente de que en los dos casos se enseñe, lo esencial debería ser el aprendizaje, y casi nadie duda de que este se da de forma más eficiente, natural y real en los primeros años. Conforme superamos etapas educativas, nos adentramos en el mundo de las asignaturas creado por los adultos, visiblemente jerarquizado, muchas veces descontextualizado y alejado del mundo real. Sin embargo, cuando se abren las puertas y las ventanas del aula a la realidad, es más fácil encontrar la motivación necesaria para el aprendizaje, que no puede restringirse a la adquisición –en muchas ocasiones, parcial– de una serie de conceptos y procedimientos ligados a las asignaturas o materias que, tradicionalmente, se han considerado más importantes e, incluso, independientes. Ahí radica la falsa creencia.
Afortunadamente, las investigaciones en neurociencia nos han dado información relevante sobre cómo funciona el cerebro. Según estas, podemos adquirir una serie de competencias, las verdaderamente importantes, que nos capacitan para la vida y facilitan el verdadero aprendizaje. A partir de estos nuevos hallazgos, abordaremos tres materias concretas de aprendizaje: el deporte, las disciplinas artísticas y –como ejemplo de integración del componente lúdico– el ajedrez; materias muy importantes que, cada vez más, son relegadas a un segundo término en los planes de estudio.

Educación física

Nadie duda de que la práctica deportiva o de cualquier actividad física repercute de manera positiva en nuestra salud: mejora el sistema cardiovascular y el inmunitario, reduce la obesidad, regula los niveles de azúcar y fortalece los huesos. Estos beneficios van acompañados de una mejora en el estado de ánimo; nos sentimos mejor, menos estresados y más motivados para hacer las cosas. Pero, además, según recientes investigaciones en neurociencia, el ejercicio físico regular puede modificar el entorno químico y neuronal de nuestro cerebro, facilitando así el aprendizaje.
La actividad física genera una serie de neurotransmisores, como la serotonina, la noradrenalina y la dopamina, que mejoran el estado de alerta, la atención y la motivación, factores que son imprescindibles para que se dé el aprendizaje. Pero, aparte de estos neurotransmisores, con la actividad física se segregan otras moléculas, como el factor neurotrófico derivado del cerebro (BDNF, por sus siglas en inglés), que tienen una incidencia directa sobre las neuronas y sus conexiones neuronales (sinapsis), y cuyo fortalecimiento y uso reiterado nos permiten establecer las memorias necesarias para el aprendizaje.
En un estudio de 2011 (Erickson et al.), en el que participaron 120 personas mayores, se demostró cómo un entrenamiento aeróbico de intensidad moderada de tres días a la semana durante un año provocó un aumento medio del 2 % del hipocampo de los participantes, una región cerebral imprescindible para el proceso de formación de la memoria explícita –recuerdos que pueden describirse con palabras– y del aprendizaje. Este aumento del volumen del hipocampo estuvo acompañado de una mejora en la memoria espacial de los participantes y de un incremento de la proteína BDNF. En anteriores investigaciones ya se había demostrado que esta molécula, que se segrega a partir del ejercicio físico, es muy importante porque:
  1. Mejora la plasticidad sináptica. Es decir, fortalece las conexiones neuronales (Vaynman et al., 2004) que nos permiten aprender. Cuando se bloquea esta molécula –como se ha hecho en experimentos con animales– se eliminan los beneficios cognitivos del aprendizaje.
  2. Genera nuevas neuronas en el hipocampo (Pereira et al., 2007). Este proceso, conocido como «neurogénesis», facilita el aprendizaje y, a diferencia de lo que se creía hace unos años, puede darse a cualquier edad.
  3. Aumenta la vascularidad cerebral. En este proceso, relacionado con la neurogénesis, se aumenta la sangre que llega a las neuronas, lo que facilita la llegada de toda una serie de nutrientes que mejoran su funcionamiento (Van Praag, 2009).
Aunque en la mayoría de las investigaciones con adultos se han encontrado beneficios cognitivos producto de la práctica moderada del ejercicio físico aeróbico o cardiovascular, también se ha descubierto que la actividad física mejora las condiciones anaeróbicas. Así, por ejemplo, en un estudio en el que intervinieron jóvenes deportistas con edades comprendidas entre los 20 y los 30 años, se encontraron incrementos de BDNF en la sangre tras solo tres minutos de sprints. Cuando después se los sometía a pruebas de vocabulario, aquellos participantes que realizaron las carreras rápidas aprendían palabras un 20 % más rápido que aquellos que, en lugar de ejercitarse, habían descansado (Winter et al., 2007).
Por otra parte, en cuanto a la importancia del aprendizaje para la vida, también se ha demostrado que los beneficios del ejercicio físico son acumulativos, es decir, pueden ser útiles en caso de una necesidad cognitiva posterior. Así, por ejemplo, en un estudio longitudinal, en el que participaron más de un millón de suecos, se comprobó que aquellos que a los 18 años tenían mayor resistencia cardiovascular obtuvieron mejores resultados en pruebas de inteligencia general, de lógica o verbales. Y esta buena forma física guardaba una relación directa y positiva con los resultados académicos y el nivel socioeconómico que alcanzaron años después, siendo adultos. Independientemente de que hubieran seguido realizando ejercicio físico, aquellos que en su juventud mostraron un mejor estado físico, demostraron años después mejores capacidades cognitivas (Aberg et al., 2009).
Respecto a la incidencia directa del ejercicio físico en el rendimiento académico de los alumnos, se realizaron también varias investigaciones con niños y adolescentes en las que se analizaron determinadas competencias, como la lingüística o la matemática, o las llamadas «funciones ejecutivas» –capacidades relacionadas con la gestión de las emociones, la atención y la memoria, que nos permiten el control cognitivo y conductual necesario para planificar y tomar decisiones adecuadas–. Estas funciones ejecutivas, que dependen del lóbulo frontal y que nos diferencian del resto de los animales, son muy importantes en el aula. Porque los niños y los adolescentes necesitan concentrarse, reflexionar o controlar sus impulsos para aprender y mejorar sus aptitudes socioemocionales. Así, por ejemplo, el alumno necesita utilizar la memoria de trabajo con el fin de almacenar información temporal, útil para resolver problemas, la flexibilidad cognitiva para analizar las tareas desde distintas perspectivas o el autocontrol para dominar la impulsividad y tomar las decisiones más apropiadas. Todas estas son funciones ejecutivas básicas.
En un estudio de 2009 (Hillman et al.) en el que participaron 20 estudiantes de edades entre los 9 y los 10 años, se quiso analizar cuál era el efecto de la actividad física en el cerebro y en el proceso de aprendizaje. El procedimiento experimental comparó dos sesiones diferentes. En una, los niños debían caminar en una cinta de correr durante veinte minutos a un ritmo moderadamente alto; luego realizaban una serie de pruebas de discriminación de estímulos en las que debían determinar incongruencias que aparecían en una pantalla –con lo cual ejercitaban su autocontrol– pulsando un botón. En otra, los estudiantes se sometían a las mismas pruebas, pero después de un periodo de descanso de veinte minutos. En ambos casos, mediante encefalogramas se registró la actividad cerebral de los participantes.
Los análisis demostraron que el rendimiento de los niños en las pruebas cognitivas era mejor tras la sesión de ejercicio físico, especialmente cuando la complejidad de las tareas era mayor; los niños invertían menos tiempo de reacción en la identificación de figuras y mostraban mayor precisión en las respuestas que tras la sesión de descanso. Además, se registraron mayores señales de ondas cerebrales relacionadas con el autocontrol y la atención ejecutiva –la que utilizan los alumnos para centrarse en las tareas de aprendizaje– durante el desarrollo de las tareas después de la actividad física.
En un intento de los investigadores por aproximar estas pruebas a situaciones de aprendizaje reales en el aula, se realizaron una serie de test relacionados con la comprensión lectora, la ortografía y la aritmética. Efectivamente, en todos los casos se obtuvieron mejores resultados en la sesión que siguió al ejercicio, en especial en los test de comprensión lectora.
En otros estudios se han obtenido resultados parecidos que demuestran la mejora de la atención ejecutiva –tan importante en los procesos de aprendizaje– durante la actividad física. Así, por ejemplo, investigadores alemanes comprobaron que un programa de ejercicio físico –predominantemente aeróbico– de treinta minutos, aplicado a alumnos de 13 y 14 años, mejoró su rendimiento en tareas de discriminación visual que requerían una gran atención ejecutiva, en comparación con los alumnos que tomaron un descanso activo de cinco minutos (Kubesch et al., 2009). Por otra parte, los niños de entre 7 y 9 años que durante nueve meses participaron en un programa de actividad física extraescolar mejoraron su flexibilidad cognitiva y su capacidad de inhibición respecto a los que integraban el grupo de control –es decir, el grupo en el cual no hay intervención– (Hillman et al., 2014). Finalmente, en un programa extraescolar aplicado para el mismo rango de edad, los niños participantes mejoraron la memoria de trabajo (Kamijo et al., 2011).

Implicaciones educativas

Los estudios analizados sugieren que no es una buena idea erradicar o reducir los horarios de las clases de educación física, tal como se ha hecho en muchas escuelas estadounidenses con el presunto objetivo de mejorar los resultados en pruebas de evaluación externas. En este sentido, si la actividad física es capaz de mejorar la atención de los alumnos, no es recomendable desplazar estas clases al final del horario escolar, como se ha hecho tradicionalmente; sería mejor colocarlas al inicio de la jornada escolar. Esto sería especialmente útil en el caso del adolescente, pues en esas primeras horas el ejercicio físico serviría como activador, ya que como consecuencia de sus mayores necesidades de sueño –debidas a las alteraciones de sus ritmos circadianos– suele llegar a la escuela cansado o dormido (podrás encontrar más información al respecto en el capítulo 9, «El sueño: una dulce necesidad cerebral»).
Los estudios también sugieren la necesidad de recurrir a descansos activos durante el horario escolar, que permitan a los alumnos moverse y fomentar zonas de recreo al aire libre y que posibiliten la actividad física voluntaria. Un simple paseo por un entorno natural permite segregar una serie de neurotransmisores que recargarán de energía circuitos cerebrales que intervienen en la atención o la memoria y que se saturan como consecuencia de la actividad escolar continuada. Estos beneficios, útiles para cualquier alumno, son especialmente efectivos para aquellos que sufren de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), que son inquietos o se distraen con facilidad. No solo esto; este simple paseo o cualquier actividad física es una estupenda forma de activar mecanismos cerebrales inconscientes que no dejan de trabajar, y que muchas veces nos permiten dar con una solución creativa a un problema que no sabemos resolver cuando pensamos en él de forma focalizada. Esto es algo que deberíamos enseñar ...

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