Los siete poderes
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Álex Rovira

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Los siete poderes

Álex Rovira

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Über dieses Buch

Nos dicen que podemos cambiar y mejorar nuestra realidad a través de la actitud. Simple, ¿verdad? Pero ¿cómo hacerlo? Cuando se trata de encontrar las respuestas a preguntas difíciles, las historias suelen funcionar mucho mejor que las largas y complejas explicaciones. Por eso esta narración de Àlex Rovira ha cautivado a miles de lectores en todo el mundo, porque tiene la fuerza de las grandes gestas y la conmovedora verdad de las cosas bellas.Esta nueva edición de Los siete poderes amplía la colección "Álex Rovira Esencial" y ofrece la inspiración y el impulso que necesitamos para realizar una verdadera transformación personal.

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PARTE II El viaje por la Tierra del Destino

8. Sombra y fuego

Soledad, incertidumbre y temor a cada paso que daba, inmerso en la más densa oscuridad, el más crudo frío y el más profundo de los silencios. Fue un caminar lento, a tientas, que lo llevó a perder la noción del tiempo y la distancia —¿diez mil pasos?, ¿más?— hasta que dio contra una gran roca que bloqueaba lo que parecía la salida de la cueva. Intentó moverla, pero no pudo. ¿Qué podía hacer? Era imposible volver atrás. La sed era ya insoportable y el hambre empezaba también a hacer mella en él. «No conozco conjuro que permita mover tal mole y mi fuerza no es suficiente», pensó. Recordó entonces aquellas palabras que Cop le había dicho antes de iniciar su viaje: «¡Nunca te rindas!». Decidió entonces empujar de nuevo la roca con todas sus fuerzas. Empujó y empujó sin tregua pero, tras decenas de intentos, agotado y empapado en sudor, se sentó en el suelo y se dijo: «Me rindo, he caído en una trampa de la que no sé salir. Aquí encontraré mi muerte». Pero de nuevo le vino a la mente lo que tan a menudo había oído decir con ironía a su amigo Cor: «Tanto el optimista como el pesimista acaban muriendo, la diferencia reside en cómo han vivido la vida y, por tanto, en cómo encaran la muerte». A pesar de estar exhausto, se levantó y empujó de nuevo con toda su alma. De repente, sintió, perplejo, que la roca empezaba a deshacerse. Allí donde ponía sus manos impregnadas en sudor, la roca se fundía como si su piel fuera hierro candente y la piedra, hielo. Siguió empujando con la fuerza de Kam y la enorme mole fue desmoronándose a sus pies, hasta que se deshizo y dejó entrar la luz en la gruta. Finalmente, un rayo cegador lo llevó a cubrirse los ojos con su brazo derecho mientras daba el último paso que le permitía salir del túnel.
Debido al gran esfuerzo realizado, cayó de rodillas al suelo. Mientras recuperaba el aliento, una suave voz le habló.
—Enhorabuena, Joven Caballero.
Sorprendido, se giró y vio que quien le hablaba era una bellísima mujer.
—Mi nombre es Grava y mi esencia es la sal. La sal que da la vida a tu sangre, a tu sudor y a tus lágrimas. Solo fundiéndote conmigo me abro a ti y te permito acceder a aquello que está por llegar. No olvides jamás lo que te acabo de decir y, ahora, prosigue tu camino.
Tras pronunciar esas palabras, Grava se integró lentamente en sí misma, en una sutil danza de sublime elegancia y belleza que la llevó a recuperar su forma original de roca, situándose nuevamente en su lugar.
Atónito, el caballero se despidió de Grava, la Dama de Sal, con su mano en el corazón y con una respetuosa inclinación mientras retrocedía sin darle la espalda.
Se dio la vuelta entonces y se encontró ante un paisaje espectacular: un prado vasto como un océano de extraordinaria belleza. Había flores de todos los colores, arbustos repletos de bayas y árboles llenos a rebosar de frutos. Había pasado de una primavera incipiente en el reino de Arbor a un pletórico verano en lo que supuso era la Tierra del Destino.
El caballero comió deliciosas bayas y algunas manzanas. Bebió también agua cristalina de un arroyo que parecía proceder de las cumbres nevadas que se divisaban a lo lejos. Aprovechó para lavar su cuerpo y su ropa, y tras secar esta al sol, decidió seguir camino hacia las lejanas montañas, la única referencia que destacaba en aquel océano de verdor.
Mientras andaba, pensó angustiado en la petición del rey y dudó de la posibilidad de encontrar con vida a Jano y de recuperar a Albor, así como de su capacidad para asumir la corona si no quedara otra opción. Inesperadamente, una densa sombra ocultó el sol.
Un intenso escalofrío recorrió su cuerpo. Desde la lejanía, una monstruosa silueta se abalanzaba imparable hacia él. ¡No podía dar crédito a lo que veía!
Su instinto lo llevó a salir corriendo en dirección contraria, pero topó con un muro de rocas. Acorralado y sin alternativa, decidió mirar la oscuridad que se cernía sobre él y descubrió con pánico que se trataba de un inmenso dragón que ocultaba la luz del sol. Sombra y fuego parecían ser su esencia. Su altura era mayor que la más alta de las montañas, sus ojos parecían dos gigantescos soles rojos. Su cuerpo estaba cubierto de negras y gruesas escamas, sus garras eran afiladas, y sus alas desplegadas cubrían la cúpula celeste. Las llamas que expulsaba de sus fauces estaban cada vez más cerca de alcanzarlo.
No había huida posible. La única opción era morir o encontrar la manera de vencerlo.
«Tengo miedo, pero no debo ser cobarde. No sé cómo, pero debo hacerle frente», se dijo cuando el inmenso dragón ya se encontraba a escasos metros de distancia con sus titánicas garras clavadas en el suelo.
Dragón y caballero se miraron a los ojos y, aunque la intensidad de la mirada del monstruo era casi cegadora, el joven se mantuvo firme y lo desafió:
—¿Qué sois?, ¿quién sois? —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
El dragón desplegó con fuerza sus inmensas alas, levantó la cabeza hacia el cielo y emitió un grito ensordecedor, a la vez que miles de llamas salían de su garganta e iluminaban el firmamento. Una voz tenebrosa sonó.
—Soy un dragón, soy esa pesadilla que se oculta en tu alma y deberás vencerme para seguir adelante.
—¿Vencerte a ti?
—Sí, pero no solo a mí…
Desconcertado, el Joven Caballero sacudió la cabeza. No entendía aquellas palabras.
—Soy el dragón del Miedo, aquel que cierra el paso a quien quiere crear su destino, aquel capaz de producir lo que se teme. He oído la llamada de tu voz interior. Vengo a destruir tu futuro, a hacerte perder todo aquello que puedes perder. He sentido tu miedo a perder, y estoy aquí para complacer ese deseo que tantos humanos albergáis sin saberlo: el deseo de perder…
El monstruo soltó una carcajada esperpéntica, de gozo y de tristeza a un tiempo, una risa que combinaba el más hondo de los desconsuelos con una cruel alegría. Siguió hablando:
—¡El miedo a perder os hace perder! Y allí estoy yo, agazapado en lo más profundo de vuestra esencia, para matar vuestros deseos, vuestros sueños, vuestra vida. Mi función es destruir todo anhelo que el alma humana alberga. Cuanto más teméis, más fácil es mi trabajo. He acabado ya con miles de humanos. Más crezco y más poderoso soy cuantos más afanes destruyo. Vuestra muerte es mi vida. ¡Acabemos ya!
El dragón abrió las fauces para mostrar sus ensangrentadas encías y dientes, apretó sus negras garras con toda la rabia y la furia imaginables, hinchó su pecho y emitió de nuevo un grito ensordecedor tan cargado de odio y furia que hizo temblar la tierra.
Fue entonces cuando el Joven Caballero, mirando a los ojos del monstruo, comprendió que, en realidad, era él quien alimentaba al dragón con su temor. En un soplo de tiempo pensó que el miedo podía hacerle perder todo, incluso la vida. Recordó entonces las palabras del pequeño Sid antes de su partida y, en un golpe de coraje, en vez de protegerse o de huir despavorido, decidió dar un paso al frente y plantar cara el dragón. Este detuvo su inmensa cabeza a escasos metros de él.
El caballero siguió mirando detenidamente a los ojos al monstruo y vio con nitidez que el odio de su mirada ocultaba, en realidad, un profundo miedo. Se percató de que su nombre era Dragón del Miedo no por el pánico que infundía en quienes lo veían, sino porque él, en esencia, era miedo. Las palabras de Manluz resonaron en su mente: «Más que vencer tus miedos, mejor escúchalos y convéncelos. Siempre tendrán algo importante que decirte, pues te hablarán de tus anhelos más profundos».
De pronto, el dragón empezó a mutar, disminuyó de tamaño y empezó a perder aquella rabia demoledora. El caballero, seguro de sí, dio un segundo paso hacia delante. Sin temor y con el dragón casi al alcance de su mano, le dijo:
—Acabo de comprender que no he llegado a ti por casualidad. He venido aquí para escucharte. Creo que tus gritos, tu rabia y tu fuego guardan un gran poder que he negado durante mucho tiempo.
El dragón, cuyo color había pasado del negro al gris y cuyos ojos perdían el rabioso fulgor que nace de la ira, tomó la palabra:
—Cuanto más me observes, cuanto más me escuches, menos poder de bloquearte, de paralizarte, tendré. Si me niegas, te someteré; pero si me aceptas, te transformaré.
El joven respondió:
—Tú estás en mí. Reconozco, acepto y agradezco tu mensaje. En adelante, prometo no ignorarte y reconocer que tú, Dragón del Miedo, ocultas y guardas un gran poder.
Dicho esto, el caballero dio un tercer paso al frente, en un signo de total confianza y entrega, mostrando las palmas de sus manos al dragón… Y algo milagroso ocurrió. El dragón se transmutó por completo y tomó la forma de un bellísimo unicornio blanco, cuyos ojos tenían la más noble de las miradas y cuya voz hablaba desde una profunda paz. El unicornio habló:
—Presta buena atención a lo que ahora te diré: el miedo a perder te hace perder. A través del miedo creamos dragones interiores que, sin darnos cuenta, nos limitan. De este modo, vivimos una vida llena de restricciones impuestas por nosotros mismos y creemos que eso es lo único que existe. Nuestra más pesada carga no son los retos que nos presenta la vida, sino los monstruos que creamos a través de nuestros miedos, nuestras dudas, inseguridades y limitaciones.
Tras mirar al cielo, el unicornio siguió hablando:
—Ve más allá de tus limitaciones, convence a tus miedos, habla con tus dudas y escucha tus inseguridades. Cuando lo hagas verás que cada reto que aceptes será una elección que te hará crecer y te darás cuenta de que, despejado el temor, el reto se convertirá en una extraordinari...

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