Cambio de ritmo
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Eloy Pardo

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Cambio de ritmo

Eloy Pardo

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¿Puede un ejecutivo de banca montar una banda de rock? Este es el dilema que tuvo que afrontar el protagonista y autor de este libro, Eloy Pardo. En el momento de mayor esplendor profesional, sintió que algo fallaba en su vida. Empezó a ver con transparencia ciertas sombras provocadas por la ambición, el poder y el dinero. Eloy comenzó entonces a refl exionar sobre sí mismo, sobre la diferencia entre lo que somos y lo que hacemos… Saltándose las convenciones sociales, decidió retomar su pasión dormida durante más de tres décadas, la música rock. Así nació su álter ego, Still Morris, que ya cuenta con tres discos en su haber. Dar rienda suelta a su instinto creativo le hace mejor y otorga un nuevo sentido a su vida. Relatado en clave de humor –porque como él dice no podía ser de otra manera–, el libro desmitifi ca la posición de un ejecutivo y muestra el auténtico valor de las cosas, sin perder de vista el funcionamiento de los negocios en las altas esferas. Cambio de ritmo nos invita a interpretar nuestra propia melodía y a bailar al compás de nuestro corazón. "El libro de Pardo es como su rock: arranca sin pretensiones, acaba cargado de emociones. Y después las contagia lentamente para acabar uniendo a todos con su música en la serena contemplación de una época, una economía y una banca que es la de nuestras vidas." Del prólogo de Lluís Amiguet

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Segunda parte El silencio también es música

Capítulo VII

«When people walk past you in a crowd and avoid catching your eye, open your mind. If you can hear the sound of footsteps on your trail and you feel mighty trapped, close your eyes».8
«Can you feel it» (Face to Face),
STILL MORRIS
No recuerdo muy bien cómo me lo dijeron exactamente. Solo me acuerdo de frases entrecortadas. Como si fuese algo demasiado excepcional para que me pasara a mí, escuchaba: «Tenemos el placer de invitarle a la junta general de accionistas». Y después no sé qué más. Y luego captaba: «También a la convención de directivos que se celebrará el día anterior en el hotel». No podía ser verdad. Era uno de los elegidos. Un special one, como Mourinho.
Mis manos temblaban. Casi no pude ni marcar el teléfono de casa para dar la gran noticia a mi mujer. Mi estado de asombro era tremendo. Yo, que me consideraba un «directorcillo de zona», iba a acudir a la junta general del banco. ¡Una j-u-n-t-a g-e-n-e-r-a-l! Era un acto hasta entonces reservado a los accionistas, consejeros, prensa, y cuatro elegidos afines. Un coto exclusivo al que la mayoría de bancarios no podían asistir ni en calidad de presas.
Iba a ser mi primera convención de directivos en la capital del reino. Sin saberlo, había sido invitado a tomar el tren que permitía no pudrirte (de momento) en la estación. Un tren sin paradas, sin posibilidad de apearse, un tren del que serían arrojados por la ventana los no competentes; un trayecto que presumiblemente duraría toda la vida laboral. Era el tren de la competitividad elevada al cubo. Y, sí, era el tren de la banca.
Un tren que, a finales de los años ochenta y principios de los noventa traqueteaba mucho e iba embalado hacia no se sabía dónde. (Mirándolo bien, podría decirse que la banca ha seguido revuelta hasta hoy en día). Los medios informaban sobre opas, contraopas, fusiones y absorciones con la misma fruición con la que en la actualidad informan sobre primas de riesgo, recesión y déficit público.
Había arrancado una liga que no tenía nada que ver con la que se podía ver en el Bernabéu, en el Camp Nou o en el Calderón. Aunque, eso sí, era una liga igualmente competitiva. De hecho, tampoco faltaban ni las zancadillas ni las estrellas mediáticas. No tenemos que olvidar que había siete grandes bancos que procuraban por todos los medios fagocitarse los unos a los otros, en una lucha sin cuartel que no desmerecía las luchas de la naturaleza que nos mostraban los documentales de La 2. Y tampoco hay que olvidar que en la calle nombres como Mario Conde, Pedro de Toledo, J. A. Sánchez Asiaín, Alfonso Escámez o Emilio Botín, entre otros, eran tan conocidos como los componentes de la Quinta del Buitre.
El antiguo inmovilismo bancario –heredero de las rigideces del sistema franquista– dejaba paso a una guerra abierta. En la época de gobierno socialista, se dio la bienvenida a la liberalización de los tipos de interés (aquello del marxismo se dejó atrás, muy atrás, en los inicios de la Transición). Fue el toque de corneta. A partir de ese momento, los bancos se lanzaron a la caza de clientes. ¿Se acuerdan de aquellas supercuentas que se popularizaron a principios de los noventa? Deben de sonarles. Nos bombardeaban en la televisión, en la radio, en los periódicos, en las vallas publicitarias.
Las instituciones financieras se medían en aquel momento no por la solvencia, su capital o el tamaño, sino principalmente por los depósitos de clientes. Los pactos entre los grandes dejaban de tener sentido y la competencia pasó a abrirse camino en favor de los usuarios, que veían cómo se les abonaban intereses por unas cuentas que hasta entonces estaban prácticamente sin retribuir. El sector financiero, aunque regulado, pasaba a tener una competitividad abierta, desenfrenada y una obsesión compulsiva por el tamaño. El «citius, altius, fortius» de los romanos tenía su correlación en la banca española de aquel tiempo. Las cajas de ahorros, además, veían cómo el marco regulatorio les permitía trabajar en todo el territorio nacional y se inició una fiebre de expansión que tapizó con oficinas las cuatro esquinas de cualquier cruce de cualquier pueblo o ciudad. Había oficinas por todas partes. Y, siempre, en los mejores sitios, generalmente de una arquitectura horrorosa y rompiendo el equilibrio de plazas y calles históricas, poniéndose casi a la altura de las iglesias o los cuarteles militares.
Fue en aquellos años cuando llegó una nueva raza de ejecutivos. Raza con la que yo conviví, con la que crecí profesionalmente y a la que sobreviví.
Ellos eran jóvenes. Ellos eran urbanos. Ellos eran profesionales. Los young urban professional. Ustedes los conocerán por su acrónimo: yuppies. Se iban imponiendo en España cuando en Estados Unidos ya estaban en declive tras el lunes negro que dio paso a la crisis de los noventa. Una nueva escuela. Los había competentes, pero la mayoría eran malas copias del tiburón de las finanzas que interpretó Michael Douglas en la película Wall Street. Igual de malas copias que esos policías que sobreactúan después de tragarse una sobredosis de series televisivas.
Los yuppies. Escandalosamente bien trajeados, engominados y peinados, su biblia era la cuenta de resultados; su enfermedad, el trabajo; su obsesión, el dinero; su ambición, el poder, y su método, la exigencia llevada al límite, una competitividad mal entendida.
Se vendían muy bien. Eran auténticos maestros en combinar el convencimiento de lo buenos que íbamos a ser y éramos con el acojone de que más nos valía serlo. Algo así como aplicarte un supositorio con vaselina: no te enterabas hasta que lo tenías dentro. Los mensajes penetraban en tu subconsciente y luego actuaban, convencían.
Procedentes de un banco «perdedor» en una de esas fusiones, yo vi cómo desembarcaron. Formaban sus nuevos equipos con sus incondicionales. La contratación de cargos que se produjo en mi entidad fue como un aluvión multitudinario huyendo de una nave sitiada. Lo que la mayoría ignoraba es que muchos de ellos con los años acabarían volviendo al mismo sitio a través de las múltiples concentraciones que se producirían en nuestro país. Me hubiera gustado ver la cara de alguno cuando tuvo que regresar a su banco de origen tras una salida cuanto menos poco elegante y no demasiado lejana en el tiempo. Pero antes de que eso sucediera, cada jefe traía a sus ejecutivos de confianza, los cuales traían también a su gente, que, a su vez, incorporaba a otros de los suyos, y así hasta que, en poco tiempo, de la vieja guardia solo quedaron unos pocos en toda la organización. Igual que los políticos cuando nombran a sus técnicos sin importarles si los que habían en ese momento eran o no competentes.
Recuerdo que, en esa primera batida que duró apenas un año, quedamos en pie menos del 5 por ciento del cuadro de mandos intermedios. Cada mes esperaba con ansiedad mi turno, pero al final me convertí en uno de los pocos supervivientes de la quema. Quizá porque tuve la suerte de que me tocó el único jefe al que yo mismo hubiera contratado. Pere. Humano, serio, responsable y competente. Una rara avis en aquel conjunto. Una bendición dentro de la movida para quienes tuvimos que colaborar con él. De familia acomodada pero exquisitamente humilde, tenía mucho del seny catalán y conocimiento del oficio. Una persona de la que aprendí mucho a gestionar recursos, humanos y materiales. Con elegancia, compostura, convencimiento, delegación y criterio.
Mi jefe no tenía nada que ver con aquellos yuppies que, por cuestiones de genética, educación, instinto de supervivencia o vete tú a saber qué, únicamente tenían un adverbio en su cabeza: más. Querían más puros para fumarlos en más reuniones que duraban más tiempo y donde nos enseñaban más diapositivas para pedirnos más dedicación, más esfuerzo y más resultados, porque había que crecer más, ganar más y protegerse ante un mundo cada vez más global. Más, más y más. Pere consiguió una balsa de aceite en aquel mar encabritado. Filtrando, interpretando, motivando. Fue una gran escuela para mí.
No solo eso. La nueva concepción empresarial comportó una nueva concepción humana, por decirlo de alguna manera. Las personas empezaban a perder su condición como tales y se las valoraba exclusivamente por lo que producían, no por lo que eran. Los directivos pasaban a ser puros vendedores de productos y servicios, y se asistió a mi entender a un proceso que décadas más tarde se intentó recomponer sin demasiado éxito: la pérdida de oficio, un proceso capitaneado por algunos personajes que apostaban solo por el cortoplacismo.
La banca dicen que es el segundo oficio más antiguo de la humanidad. Sea como sea, es un oficio y los oficios se aprenden ejerciéndolos; desde aprendiz a lo más alto siempre estás aprendiendo. Ese olfato más allá de la mejor escuela de negocios solo lo da la experiencia; sabes de riesgos cuando has fracasado varias veces, sabes analizar, ver, observar un negocio cuando has visto mil. Y necesitas referentes, y necesitas lazarillos, y necesitas errar y tener la humildad y conciencia de saber que es así. He visto en muchas ocasiones a ejecutivos con expedientes académicos intachables fracasar por falta de paciencia y humildad, por creerse por encima de quienes llevan en la práctica años a sus espaldas. Una buena preparación técnica es indudablemente necesaria, pero nunca suficiente.
Con todo, no vayamos a pensar que todo lo que trajeron fue malo. Ni mucho menos. Incorporaron nuevas técnicas y provocaron algo muy bueno, que debería ocurrir siempre y de forma cíclica en todas las organizaciones empresariales como garantía de supervivencia: ponerlo todo patas arriba y cuestionarlo todo una y otra vez, tomar perspectiva, ver las cosas desde otro ángulo, ser analítico y autocrítico, anticiparse a lo que puede ocurrir, cuestionar lo incuestionable, romper costumbres y todo ello, básicamente, cuando las cosas van bien y se tiene la cabeza fresca y despejada. En mi opinión, reinventarse es garantizar el futuro. Y anticiparse es ganar el presente. Unas premisas que no suelen ser lo común. Uno acostumbra a actuar cuando se encuentra con el agua al cuello, cuando no puede más, cuando está al borde de la bocina y cuando la realidad no le deja otro camino que seguir. En esas situaciones, la experiencia me ha dicho que las decisiones siempre se toman mal. Si no, solo hace falta retroceder la vista a la España de 2007. A pesar de que todas las señales de alerta económica empezaban a parpadear, no fue hasta que el nubarrón reventó cuando se tomaron las primeras medidas. Los resultados, desgraciadamente, los puede ver y quizá sufrir cualquiera hoy en día.
Pero un momento, yo tenía que coger un avión. ¿Se acuerdan? ¡A la junta general de accionistas! ¡Yo era el elegido! (O, bueno, uno de ellos).

Capítulo VIII

«… From your first breath of life, I’d cradle you in my arms, and silence screamed in hungry words. You, young lady of my heart, you could never bread apart, my world created by your love…».9
«Alexandra» (Face to Face), STILL MORRIS
Encajado en mi seat 32B del avión, observaba a la azafata en su ritual de cómo ponerse un chaleco salvavidas recordándome al gag que hacía Martes y Trece. No podía ocultar una sonrisa. Aplastado por un gigante mal situado en ventanilla y con Pere, mi jefe, al otro lado, volamos rumbo a la capital. El pasaje del puente aéreo Barcelona-Madrid, flamantemente inaugurado unos años antes, era un cuadro armónico, masculino y gris, cargado de ejecutivos, políticos, empresarios y similares, donde no faltaba el humo de los adictos situados en la zona trasera del avión, lugar donde me había tocado viajar, puesto que mi jefe fumaba, y mucho.
Aterrizaje, taxi, hotel, ducha y al show.
Acudimos a la convención de directivos perfectamente uniformados como una bandada de pingüinos. Monísimas azafatas nos daban la bienvenida a un imponente salón alfombrado en rojo; un escenario en el que todo estaba pensado para rezumar poder. Los elementos básicos eran la música a todo volumen, la euforia vigorosa, la adrenalina en ebullición y los efectistas medios audiovisuales.
Y todo, puesto al servicio de ellos, los jefes, que iban interviniendo para decirnos lo potentes que éramos y lo mejores que íbamos a ser; cómo íbamos a fulminar a nuestros competidores; nuestras metas, nuestros retos, nuestras fortalezas… Tuve que cerrar la boca a mi buen amigo Tomás, otro afortunado convocado, un hombre hecho a sí mismo desde la base, que, ante semejante parafernalia, parecía a punto de soltar algún exabr...

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