Nueva Zelanda
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¿El último paraíso? Una ruta por las antípodas

Susana Rodríguez, Jordi Bosch

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  1. 264 Seiten
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¿El último paraíso? Una ruta por las antípodas

Susana Rodríguez, Jordi Bosch

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Cuarenta y ocho días y 7.566 kilómetros. Un viaje para descubrir nuestras antípodas. "Nueva Zelanda, ¿el último paraíso?" invita a explorar el territorio más joven del planeta, un paraíso natural que durante siglos solo fue habitado por aves.El estrecho de Cook no solo separa geográficamente la Isla Norte de la Isla Sur, cada una de ellas es un viaje distinto. Partiendo desde Auckland hasta Christchurch, el relato se basa en un road trip de norte a sur en el que la ruta es el hilo conductor. Mediante los paisajes y las entrevistas se descubre la historia, la cultura, el pasado y el presente de este país, todavía bastante desconocido. Durante el viaje tienen mucho protagonismo la cultura y las leyendas maoríes, así como las entrevistas con neozelandeses, entre ellos el escritor y exalpinista Philip Temple, además de la experiencia de pasar una velada con una familia catalano-maorí.El libro pretende acercar y familiarizar al lector con la historia y la cultura neozelandesa, transmitirle la amabilidad y hospitalidad "kiwi", presentarle sus ciudades y sobre todo su naturaleza imponente, con informaciones y recomendaciones útiles para quien decida viajar a Nueva Zelanda, sin ser una guía de viajes.

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Information

Jahr
2016
ISBN
9788416281152
PARTE 1:
ISLA NORTE
AUCKLAND Y WAIHEKE ISLAND
Ansiosos por descubrir Auckland, nos olvidamos del cansancio y el sueño después de tantas horas encajonados en el avión y caminamos en dirección al puerto y a Queen Street, la calle principal. Bajo una lluvia intermitente callejeábamos en silencio, observando, buscando en cualquier detalle las diferencias que nos confirmaran que estábamos en el otro lado del mundo. Aunque fuera principios de diciembre y encontrásemos árboles y luces de Navidad por todas partes, allí era verano y la gran mayoría de la gente se paseaba en manga corta. Se conduce por la izquierda, el tráfico funciona al revés y no está indicado en el suelo con el “Look Left” o “Look Right” como en Londres. La ciudad está hecha para los coches. Aunque no sea tan descarado como en Estados Unidos, lo cierto es que los vehículos tienen preferencia ante los peatones. Además, las calles suben y bajan en constante pendiente.
En Khartoum Place, una pequeña plaza del centro, llama la atención el colorido Mural de las Sufragistas, realizado en 1993 para conmemorar el centenario del derecho a voto femenino. En 1893, Nueva Zelanda fue el primer país del mundo en el que las mujeres tuvieron derecho a votar, aunque no se pudieron presentar como candidatas hasta 1919. En 2001, los cargos de gobernador, primer ministro, ministro de Justicia, líder de la oposición y fiscal general los ostentaban mujeres.
Tras un largo paseo llegamos a la cima del Mount Eden, el cráter más emblemático, cubierto con una alfombra de hierba, desde el cual divisamos la ciudad en toda su extensión. Identificamos los escasos edificios del centro alrededor de la Sky Tower, la imponente torre de comunicaciones, que además es la construcción más alta de la ciudad y de parte del hemisferio sur. En la lejanía se veía el puerto con los veleros y los barrios residenciales, cuya armonía tan solo rompían pequeñas colinas verdes que, en realidad, son los restos de erupciones de cuarenta y ocho volcanes que hace ya 50.000 años originaron el istmo en el que se encuentra. La leyenda maorí cuenta que Mataaho, guardián de los secretos de la Tierra, y su hermano Ruaumoko, dios de los terremotos y los volcanes, despertaron llenos de ira porque dos iwi (tribus) Patupaiarehe que habitaban en la zona utilizaron la magia para atacarse sin su consentimiento. La furia combinada de ambos abrió un agujero en la Tierra, por el que desaparecieron todos los miembros que quedaban de ambas iwi. Y así se creó el campo volcánico de Tamaki Makaurau, nombre maorí de Auckland.
Pocas horas después de haber aterrizado, comprendimos que los volcanes y los maoríes tendrían mucho protagonismo en esta primera parte del viaje.
La lluvia, cada vez más intensa, nos invitó a visitar el Auckland War Memorial Museum donde descubrimos, por ejemplo, que es gracias a las erupciones volcánicas de hace veintiséis millones de años que el antiguo continente de Zealandia emergió de las aguas. O que antes de que hubiera presencia humana, las montañas y los bosques de Nueva Zelanda, que ocupaban casi todo el territorio, eran un paraíso exclusivo para las aves, muchas de ellas sin alas ni capacidad para volar, ya que no necesitaban huir de ningún depredador. Es el caso del kiwi, de costumbres nocturnas, y el moa, ave prehistórica que podía alcanzar los tres metros de altura y que se extinguió a causa de la caza y la deforestación. En una de las áreas un montaje audiovisual recrea los sonidos de un bosque a lo largo de las veinticuatro horas del día, condensándolos en cinco minutos de melódica sinfonía natural.
Una de las zonas más completas es la dedicada a los fenómenos naturales, ya que volcanes y terremotos son imprescindibles para entender la historia y el día a día de esta nación. Tras observar distintos tipos de roca volcánica y descubrir curiosidades sobre lo que se cuece bajo la corteza terrestre, seguimos a varios visitantes que entraban en una sala. Se trataba de un comedor acogedor con falsos ventanales en el que los más afortunados pudieron sentarse en un cómodo sofá, y los menos acabamos sentados en el suelo. La televisión estaba encendida y, de pronto, un pequeño temblor empezó a sacudir la estancia, creciendo en intensidad. Los allí presentes intercambiábamos miradas inquietas mientras a través del ventanal se veía una gran humareda negra naciendo de las profundidades del mar, y una serie de grandes explosiones que culminaron en una gran ola que devastó el litoral de Auckland. Por suerte, se trataba solo de un simulacro de erupción volcánica, aunque pone la piel de gallina pensar que es algo que podría suceder en un futuro.
También fue nuestra primera toma de contacto con el arte maorí. El museo cuenta con utensilios de caza y pesca, muchas piezas talladas en madera, una marae (casa de ceremonias) y una waka (canoa de guerra) trabajadas artesanalmente. Observando fascinados la realidad casi fotográfica de una serie de retratos de líderes maoríes, coincidimos con un grupo cuyo guía iba vestido como un guerrero maorí y lucía un torso moldeado y tatuajes por todo el cuerpo, especialmente en las piernas.
—Estas pinturas son de Charles Goldie, el pintor neozelandés más famoso. Todos ellos son jefes de tribus maoríes. Los tatuajes faciales suelen identificar la tribu a la que pertenecen; además, es una muestra de su estatus, de su fuerza y virilidad. —En el grupo se hizo el silencio. A más de uno se le dibujó una mueca de dolor en el rostro, y más teniendo en cuenta que en la técnica ancestral del moko, el tatuaje maorí, se usaban cinceles hechos con huesos de albatros.
Finalizada la visita regresamos al centro cruzando el espeso y sorprendente bosque del Auckland Domain, el parque más antiguo de la ciudad. Las tiendas ya estaban cerradas (los horarios son como en el norte de Europa) pero las terrazas y los locales del puerto tenían mucho ambiente. Junto a otros veleros destacaba uno de color rojo intenso, el barco del Emirates Team New Zealand que ganó la Copa América en 1995 y 2000. La pasión por la vela salta a la vista en cuanto uno ve el puerto deportivo de Auckland, lleno hasta la bandera. El sobrenombre de “ciudad de las velas” está plenamente justificado. Y no resulta extraño, puesto que los primeros habitantes de Nueva Zelanda ya eran expertos navegantes. Entre los siglos XI y XIV llegaron los primeros polinesios, probablemente de las Islas Cook y encabezados por el explorador Kupe, al que se atribuye el descubrimiento de Aotearoa, nombre maorí de Nueva Zelanda que significa: “la tierra de la gran nube blanca”. En la actualidad Auckland sigue siendo la ciudad más poblada y multicultural de Nueva Zelanda, con alrededor de 1,2 millones de habitantes, muchos de ellos procedentes de otras islas del Pacífico.
Con el océano a nuestras espaldas y entre casas excesivamente adornadas con luces navideñas, subimos la cuesta hasta nuestro albergue en el barrio de Ponsonby.
Una espesa niebla cubría la ciudad desde primera hora de la mañana. Confiamos en que el cielo se abriera para tomar buenas fotos de Auckland desde el ferri que nos llevó a Waiheke, pero ni tan siquiera se adivinaban los 328 metros de altura de la Sky Tower cuando nos adentramos en el golfo de Hauraki. Nos consoló pensar que tendríamos fotos muy originales de su skyline sin la distintiva torre de comunicaciones.
El ferri iba bastante lleno, pero al llegar a la isla todos nos dispersamos y nos dio la sensación de ser los únicos paseantes entre trabajadores y locales cumpliendo con su rutina diaria. Repleta de viñedos y playas solitarias, Waiheke nos pareció un lugar tranquilo y agradable en el que no nos importaría jubilarnos, si nos tocase la lotería, claro. El viento cada vez más intenso hacía crecer las olas que chocaban con fuerza en la playa de Onetangi. No había nadie paseando y, aunque todavía faltaba una hora para encontrarnos con Vicki Jayne, nos resguardamos del temporal en el Charlie Fairley’s. Sentados junto a la ventana y con un cappuccino entre las manos, disfrutamos del mar embravecido y empezamos a dudar de la vuelta en ferri a Auckland. El local se fue llenando de vecinos y trabajadores que tras terminar su jornada se reúnen para pasar la tarde y, puntual a las tres, llegó Vicki Jayne con cara risueña.
—Hay un tornado en Auckland y parece que viene hacia aquí —nos dijo divertida al saludarnos con efusividad, confirmando el tópico de que a los kiwis (así se autodenominan los neozelandeses) les gusta recibir visitas de overseas, el extranjero, que para ellos siempre está al otro lado del mar. Acto seguido empezó la tormenta, pero todos siguieron charlando tranquilamente, cerveza o café en mano.
Vicki Jayne es una periodista premiada con el MPA Awards1 en 2007, nacida en Inglaterra y kiwi de adopción.
—Cuando a los once años llegué a Nueva Zelanda no tenía ni idea de qué iba a encontrar en este nuevo país. Antes de venir, solo había visto la fotografía de un géiser y de una mujer vestida con ropa tradicional maorí.
El motivo por el que quisimos conocerla fue que con sesenta y un años se había lanzado a recorrer durante un año las dos islas de norte a sur, con una pequeña autocaravana.
—Ese viaje fue una gran experiencia personal. Visitar a viejos amigos, hacer nuevos por el camino, volver a lugares de la infancia y descubrir rincones en los que nunca antes había estado. Me aficioné a viajar lentamente, a ritmo de caracol, disfrutando de cada lugar y momento el tiempo necesario —Vicki nos recomendó lugares que no nos podíamos perder y la lista era infinita. Hablando de uno se acordaba de otro y nosotros no paramos de anotar nombres llenos de “k”, “h” y “w” imposibles de recordar, sobre todo de la Isla Sur.
—La gente del sur tie...

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