¿Qué es el populismo?
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¿Qué es el populismo?

Jan-Werner Müller, Clara Stern Rodríguez

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¿Qué es el populismo?

Jan-Werner Müller, Clara Stern Rodríguez

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Donald Trump, Bernie Sanders, Marine Le Pen, Beppe Grillo, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdo?an y Nicolás Maduro son prueba de que hay un auge populista en el mundo. Pero, ¿de verdad tienen algo en común todos estos personajes (aparte de su vociferante modo de ser)? ¿Existe, de entrada, eso que ellos llaman "el pueblo"? Su forma de actuar en la escena pública, ¿reduce la distancia entre el gobierno y la gente, o en realidad es una amenaza para la democracia? ¿Hay alguna diferencia entre el populismo de derecha y el de izquierda? Jan-Werner Müller sostiene que el núcleo del populismo es un rechazo extremo de la diversidad: los populistas afirman siempre que ellos, y sólo ellos, representan al pueblo y sus auténticos intereses. Analítico, accesible y provocativo, este compacto volumen hace un recorrido histórico por diversos rincones del mundo para definir las características de este fenómeno político y social, y propone estrategias concretas para contrarrestar los sofismas que le permiten a un líder o un grupo erigirse —falsamente, desde luego— como representante único de la voluntad popular.

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Information

Jahr
2017
ISBN
9786079773243

1. Lo que dicen los populistas

“Un fantasma se cierne sobre el mundo: el populismo.”1 Así escribieron Ghiță Ionescu y Ernest Gellner en la introducción a una compilación de textos sobre el populismo publicada en inglés en 1969. El libro estaba basado en artículos presentados en una conferencia muy grande que se llevó a cabo en la London School of Economics en 1967 con el fin de “definir el populismo”. Resultó que los numerosos participantes no lograron consensuar tal definición pero, de cualquier forma, leer las actas del encuentro resulta esclarecedor. Es inevitable pensar que entonces, tal como hoy, al hablar de “populismo” se articulaban todo tipo de ansiedades políticas; el término populismo se utiliza para muchos fenómenos políticos que a primera vista parecerían incompatibles. Dado que hoy en día tampoco parecemos capaces de alcanzar una definición de consenso, existe la tentación de preguntarnos: ¿habrá un allí allí?
En los años sesenta, el “populismo” surgió en los debates sobre la descolonización, en las especulaciones sobre el futuro del “campesinismo” y, quizá lo más sorprendente desde nuestro ventajoso punto de vista al inicio del siglo XXI, en las discusiones sobre los orígenes y posibles desarrollos del comunismo en general, y del maoísmo en particular. Hoy en día, especialmente en Europa, también se cristalizan toda clase de ansiedades —y, con menor frecuencia, de esperanzas— alrededor de la palabra populismo. Por ponerlo de forma esquemática, por un lado los liberales parecen preocupados por lo que conciben como masas cada vez más antiliberales que se vuelven víctimas del populismo, el nacionalismo e incluso la xenofobia pura y dura; por otro lado, a los teóricos de la democracia les preocupa el surgimiento de lo que conciben como una “tecnocracia liberal” (es decir, una “gobernanza responsable” puesta en práctica por una élite de expertos que conscientemente evita responder a los deseos de los ciudadanos comunes).2 El populismo, entonces, puede ser lo que el científico social holandés Cas Mudde ha denominado una “respuesta democrática antiliberal al liberalismo antidemocrático”. El populismo es visto como amenaza, pero también como un potencial correctivo para una vida política que de alguna forma se ha distanciado demasiado de “el pueblo”.3 La sorprendente imagen que propone Benjamin Arditi para capturar la relación entre el populismo y la democracia podría ofrecer algo más al respecto. De acuerdo con Arditi, el populismo es como el borracho de la fiesta: no respeta los modales en la mesa, es grosero, incluso podría ponerse a “coquetear con las esposas de otros invitados”. Pero el bebedor también podría estar revelando la verdad sobre la democracia liberal que ha olvidado su ideal fundacional: la soberanía popular.4
En Estados Unidos, la palabra populismo sigue asociada principalmente a la idea de una genuina política igualitaria de izquierda, en potencial conflicto con las posturas de un Partido Demócrata que, a ojos de los críticos populistas, se ha tornado demasiado centrista o, haciéndose eco de la discusión en Europa, ha sido capturado por y para los tecnócratas (o, peor aún, los “plutócratas”). Finalmente, es sobre todo a los defensores del “Main Street contra Wall Street” a quienes se les elogia (o detesta) llamándolos populistas. Es así incluso cuando se trata de políticos bien establecidos, tales como el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, y la senadora de Massachusetts, Elizabeth Warren. En Estados Unidos es común escuchar a la gente hablar de “populismo liberal”, mientras que en Europa esa expresión sería una flagrante contradicción, dadas las distintas interpretaciones tanto del liberalismo como del populismo en ambos lados del Atlántico.5 Como es bien sabido, en Estados Unidos liberal significa algo parecido a “socialdemócrata” y populismo sugiere una versión intransigente del término; por el contrario, en Europa el populismo nunca puede combinarse con el liberalismo, si lo segundo denota algo parecido al respeto a la pluralidad y a una interpretación de la democracia que necesariamente implica pesos y contrapesos —y, en general, restricciones a la voluntad popular.
Como si estos distintos usos políticos de la misma palabra no fueran ya suficientemente confusos, el surgimiento de nuevos movimientos a raíz de la crisis financiera, en especial el Tea Party y Occupy Wall Street, ha complicado las cosas aún más. De una forma u otra, a ambos se les ha descrito como populistas, al grado de que incluso se ha sugerido una coalición de fuerzas de derecha e izquierda que sea crítica ante la política convencional y tenga al “populismo” como posible denominador común. Este curioso sentido de la simetría no se ha visto sino reforzado por la forma en que los medios describieron a grandes rasgos la contienda presidencial de 2016: supuestamente Donald Trump y Bernie Sanders son populistas, uno en la derecha y el otro en la izquierda. Como a menudo se afirma, ambos tienen en común, al menos, el ser “insurgentes antisistema” impulsados por la “furia”, la “frustración” o el “resentimiento” de los ciudadanos.
Es evidente que el populismo es un concepto polémico políticamente.6 Los propios políticos profesionales conocen los desafíos de la batalla sobre su significado. En Europa, por ejemplo, notables “figuras del sistema” ansían etiquetar a sus opositores como populistas. Pero algunos de los denominados populistas han contraatacado al asumir orgullosamente la denominación con el argumento de que, si populismo significa trabajar para el pueblo, entonces sí que son populistas. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar tales aseveraciones, y cómo debemos distinguir entre los populistas verdaderos y los que tan sólo han sido denominados así (y quizás aquellos a los que nunca se les llama populistas, nunca se autodenominan populistas, y sin embargo podrían serlo)? ¿Acaso no estamos ante un caos conceptual total, dado que casi cualquier cosa —izquierda, derecha, democrático, antidemocrático, liberal, antiliberal— puede denominarse populista y el populismo puede verse como amigo y como enemigo de la democracia?
¿Cómo proceder entonces? En este capítulo doy tres pasos. Primero intento mostrar por qué diversas aproximaciones comunes para entender el populismo en realidad llevan a callejones sin salida: una perspectiva sociopsicológica enfocada en los sentimientos de los votantes, un análisis sociológico centrado en ciertas clases y una valoración de la calidad de las propuestas políticas. Todas pueden ser de alguna ayuda para entenderlo, pero no delinean propiamente qué es el populismo y en qué difiere de otros fenómenos. (Tampoco es útil escuchar las descripciones que hacen de sí mismos los políticos, como si uno se convirtiera en populista de forma automática tan sólo por utilizar el término.) Seguiré una ruta distinta a estas aproximaciones para entender el populismo.7
Establezco que el populismo no se parece en nada a una doctrina codificada, sino que lo constituyen una serie de aseveraciones distintivas y tiene lo que podría denominarse una lógica interna. Cuando se examina esa lógica, uno descubre que el populismo no es un correctivo útil para la democracia que de alguna manera está demasiado “conducida por las élites”, como sostienen muchos observadores. Es engañoso de raíz imaginar que la democracia liberal implica un equilibrio donde podamos elegir tener un poco más de liberalismo o un poco más de democracia. Por supuesto que las democracias pueden tener diferencias legítimas en cuestiones tales como la posibilidad y la frecuencia con que se realicen los referendos o el poder que tienen los jueces para invalidar leyes aprobadas por una gran mayoría en el congreso. Pero la noción de que nos acercamos a la democracia al compadecernos de una “mayoría silenciosa” —supuestamente ignorada por las élites— en contra de un político elegido, no sólo es una ilusión sino un pensamiento político pernicioso. En ese sentido, me parece que una interpretación adecuada del populismo también ayuda a profundizar nuestra comprensión de la democracia. El populismo es como una sombra permanente de la democracia representativa actual, y un constante riesgo. Estar conscientes de su carácter puede ayudarnos a distinguir los distintos aspectos —y, hasta cierto punto, también las limitaciones— de las democracias en las que en efecto vivimos.8

ENTENDER EL POPULISMO: CALLEJONES SIN SALIDA

La noción de un populismo en cierto modo “progresista” o “de raíz” es mayormente un fenómeno americano —del norte, del centro y del sur—. En Europa hay una preconcepción distinta del populismo que ha sido condicionada históricamente. Ahí el populismo está relacionado, sobre todo a través de comentaristas liberales, con políticas irresponsables o diversas formas de beneficios políticos (“demagogia” y “populismo” a menudo se utilizan de manera indistinta). Como lo expresó alguna vez Ralf Dahrendorf, el populismo es simple; la democracia es compleja.9 Más puntualmente, existe una antigua asociación del “populismo” con el crecimiento de la deuda pública, asociación que también ha dominado las discusiones recientes en partidos como Syriza en Grecia y Podemos en España, clasificados por muchos comentaristas europeos como instancias del “populismo de izquierda”.
A menudo al populismo se le identifica también con una clase en particular, especialmente la pequeña burguesía y, hasta que los campesinos y agricultores desaparecieron de la imaginación política europea y americana (ca. 1979, diría yo), con aquellos involucrados en el cultivo de la tierra. Esto podría parecer una sólida teoría sociológica (las clases son constructos, desde luego, pero pueden precisarse empíricamente de formas relativamente precisas). Esta aproximación suele incluir una serie de criterios adicionales derivados de la psicología social: se dice que a quienes defienden públicamente las aseveraciones populistas y, sobre todo, a quienes emiten votos para los partidos populistas, los motivan “miedos” —a la modernización, la globalización, etcétera— o sentimientos de “furia”, “frustración” y “resentimiento”.
Por último, tanto en Europa como en Estados Unidos los historiadores y científicos sociales tienden a decir que el populismo se define mejor al examinar lo que tienen en común los partidos y movimientos que en algún punto del pasado se han autodenominado “populistas”. Esto posibilita la lectura de los aspectos relevantes del “-ismo” en cuestión a partir de las descripciones autorreferenciales de las figuras históricas relevantes.
En mi opinión, ninguna de estas perspectivas o criterios empíricos aparentemente claros sirven para conceptualizar el populismo. Dado lo extendido de estas perspectivas —y la frecuencia con que, sin mucho criterio, se utilizan diagnósticos en apariencia empíricos y neutrales, tales como “clase media-baja” y “resentimiento”—, quisiera expresar mis objeciones con cierto detalle.
Primero que nada, al examinar la calidad de las políticas públicas, es difícil negar que algunas que se justificaron con referencia a “el pueblo” realmente hayan sido irresponsables: quienes asumieron dichas políticas no lo pensaron bien, fallaron en la recopilación de toda la evidencia relevante o, más probablemente, su conocimiento de las posibles consecuencias a largo plazo debió hacerlos abstenerse de unas políticas públicas con beneficios electorales solamente a corto plazo y para ellos mismos. No es necesario ser un tecnócrata liberal para juzgar que algunas políticas sean simplemente irracionales. Pensemos en el desventurado sucesor de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, quien buscó luchar contra la inflación enviando soldados a las tiendas de electrónica para que colocaran en los productos etiquetas de precios más bajos. (La teoría preferida de Maduro sobre la inflación se redujo a señalar a los “parásitos de la burguesía” como su causa principal.) O pensemos en el Frente Nacional francés, que en los años setenta y ochenta del siglo pasado ponía carteles que decían: “Dos millones de desempleados [franceses] son dos millones de inmigrantes de más”. La ecuación era tan simple que cualquiera podía resolverla y al parecer determinar con sensatez cuál debía ser la política que ofreciera u...

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