El clavo ardiendo
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El clavo ardiendo

Claves de las adicciones amorosas y los conflictos en las relaciones de pareja sanas y patológicas

Luis Raimundo Guerra Cid

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Claves de las adicciones amorosas y los conflictos en las relaciones de pareja sanas y patológicas

Luis Raimundo Guerra Cid

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"El modo en que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás es el más fiable instrumento de medida de nuestra salud mental." Así comienza esta obra. A través de un lenguaje claro y divulgativo, el lector encontrará en ella claves sobre cómo se originan en la pareja el amor y sus conflictos. El autor, a través de teorías actuales de psicoterapia, neurociencia y antropología, nos muestra a la pareja como un sistema complejo en el que una gran variedad de factores influyen tanto en el origen como en el mantenimiento de relaciones, independientemente de que sean sanas, adictivas o conflictivas.Las explicaciones accesibles, acompañadas de diversos casos, con referencias al cine y a personajes literarios, se deslizan entre las líneas provocando que el lector descubra cuestiones tales como por qué es tan importante el inicio de la relación y por qué elegimos repetitivamente determinadas parejas, por qué sufrimos con relaciones negativas que aun así no abandonamos o por qué se experimenta miedo al compromiso.

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Information

Jahr
2019
ISBN
9788417667726

II. Me gustas, te gusto. Principios y bases de la relación de pareja humana

Se dio cuenta que vivía cuando un beso le invadió la nuca a destiempo. Vio caérsele el alma del bolsillo perdiéndose entre el unísono trotar de los zapatos.
A. FERNÁNDEZ-OSORIO (2008)

1. Un cerebro relacional

¿Cómo se ha llegado a organizar en la especie animal un cerebro tan complejo como el humano? ¿Cuál fue su primer propósito? Estas son preguntas con multitud de respuestas dentro del campo de la neurociencia, la antropología y la psicología que, sin embargo, aún siguen sin clarificación. Las explicaciones e hipótesis son muy variadas. A mí personalmente me gustan mucho los trabajos de Aiello y Dunbar, especialmente el que realizaron conjuntamente en 1993. Los autores tratan de explicar en este artículo científico cuál es el origen del lenguaje humano, concluyendo que se deriva de la inteligencia social, la cual apareció antes que dicho lenguaje. Establecieron a través de correlaciones estadísticas una curiosa relación entre el tamaño del neocortex1 de diferentes primates (incluyendo el taxón humano, Homo sapiens sapiens) y el tamaño de su grupo social.
De este modo se observa que cuanto mayor es el tamaño del neocortex mayor es el tamaño del grupo o individuos que se relacionan entre sí, de lo cual se deriva, entre otras conclusiones, que los individuos primates, independientemente de su especie, solo pueden gestionar bien un número determinado de relaciones. Por ejemplo, se calcula que en los Australopithecus afarensis sería de 70 a 80 individuos, en el Homo erectus sería de unos 91-129 individuos (dependiendo del tipo de erectus), mientras que en el sapiens sapiens entre 147-152 (150 es conocido como el número de Dunbar por ser el número de personas con los cuales podemos llevar a cabo y gestionar relaciones de calidad). Los autores explican que el aumento a través del tiempo del tamaño del neocortex posibilita a su vez el aumento del grupo debido, quizá, a factores ecológicos, del tipo de protección contra predadores o contra otros grupos humanos. También podría estar relacionado con sus conductas nómadas a gran escala en las cuales sería más fácil tener fuentes de alimento y agua en grupos grandes organizados.
Por supuesto, estas hipótesis me parecen válidas pero sin dejar de lado la importancia básica de que, para gestionar relaciones satisfactorias con otros humanos, hemos necesitado un cerebro más complejo que el de nuestros compañeros primates y homínidos.
No quiero dar una explicación funcional del tipo «Nuestro cerebro aumentó en nuestros antepasados homínidos para poder relacionarnos mejor», aunque creo que en cierto modo esa relación existe. Quizá la evolución del cerebro tuviera otra finalidad y luego esta se aprovechara para una mejora en la gestión de las relaciones. Quizá fuera una consecuencia o quizá una casualidad. En esta línea están trabajando diversos autores como el codirector del instituto alemán «Max Plank» M. Tomasello (1999), quien afirma que la diferencia definitiva entre cerebro humano y primate se encuentra en que el nuestro se ha especializado en la tarea de analizar las intenciones de los otros así como sus estados emocionales. Somos especialistas en compartir estados emocionales e intencionales y en interpretarlos, siendo este cerebro relacional el más sofisticado de cuantos existen para este cometido. Y esto se produce incluso desde que somos bebés, tal y como ha demostrado Tomasello en las investigaciones realizadas junto con su equipo y como trataré de mostrar en capítulos venideros.
De hecho, siguiendo con esta idea, Tomasello y sus colaboradores (2006) proponen que el ojo humano tiene unas tonalidades de color y condiciones especialmente perceptibles para los demás. Así puede indicar de manera mucho más clara que el de otros primates tanto su presencia como «hacia dónde se mira». Esto, según los autores, puede tener que ver con presiones evolutivas dada la necesidad de un mayor grado de comunicación visual y cooperación para expresar diversos elementos de la interacción humana.
A través de lo que he podido estudiar estos años sobre paleoantropología y hominización, coincido con R. Riera en que una de las más importantes derivaciones del cerebro humano debió ser en su origen y es en el presente el conectar emocionalmente —intersubjetivamente— con los demás para que se produzca ese «Yo siento que tú sientes lo que yo siento» (2011, p. 209). Sin duda una de las experiencias más estimulativas en el campo relacional humano. Dicha «lectura» de la mente de los demás, de sus intenciones, emociones, afectos, etc., hace que autores como Alvard (2003) (citado por Ramírez Goicoechea 2011, p. 55) incluso anuncien que nuestra cultura tecnológica lograda es una exaptación2 de la capacidad de leer la mente en nuestros iguales en una vida social compleja. Es decir, la cultura tecnológica no es más que una consecuencia de otra necesidad, más primaria, de analizar y leer a los demás.
Mucho de lo dicho en el párrafo anterior tiene que ver con un concepto muy utilizado por los psicoanalistas contemporáneos denominado intersubjetivismo. Palabra difícilmente pronunciable, tiene que ver con el producto final de compartir subjetividades. Lo subjetivo es cómo cada uno de nosotros vivencia y siente las situaciones. Por ejemplo, ahora mismo, como escritor, al redactar este párrafo siento preocupación y cierta agitación por si usted como lector comprenderá este concepto que explico. Mientras, cuando usted lo lee, puede no darse cuenta de mi propósito o sí y pensar: «Este autor se preocupa de que quien lee el libro pueda entenderlo globalmente». Si usted tiene ese pensamiento ha captado mi intención, esta circunstancia sería uno de tantos ejemplos de intersubjetivismo.
Nuestro mundo subjetivo se origina en la infancia fruto de los apegos, los afectos y las reacciones de nuestros comportamientos por parte de nuestros adultos de referencia (y en la subjetividad de estos con el niño) dentro de una matriz relacional. Es modificable a través de la relación e interacción con otro/s, es decir, en una intersubjetividad.
Continuando con la explicación que nos atañe en este capítulo, otra evidencia neurocientífica que explica que la arquitectura neurológica y cerebral está preparada y dirigida hacia la relación lo constituye el descubrimiento relativamente reciente de las neuronas espejo y sistemas de neuronas espejo (SNE) (Rizzolati et al., 1996; Rizzolati y Sinigaglia, 2006). Estas neuronas, presentes en diversas zonas de nuestro cerebro, se activan cuando vemos realizar determinadas acciones a los demás, activándose exactamente de la misma manera que lo harían si nosotros mismos realizáramos esa acción. De hecho, el descubrimiento se produjo al observar que un primate mostraba la misma actividad neuronal motora cuando era el investigador y no él quien cogía el plátano. Todo ello hace que se construya lo que se denomina «una teoría de la mente» para posicionarme, empatizar y leer la mente del otro.
Todos los datos que explico en este apartado vienen a confirmar que poseemos un cerebro relacional, preparado para compartir emociones y sentimientos con los demás. Para «enredarnos» con los otros de formas diferentes: afectivas, eróticas, sexuales, de amistad, neuróticas, etc. No es un cerebro relacional en el sentido pragmático y funcional de algo que me sirve para relacionarme con otro, sino en el sentido de que me sirve para leer al otro, interpretar sus emociones, adelantarme y comprender sus deseos, compartir mis temores y necesidades, y analizar las mías en función de lo que el otro hace o me dice. Somos, como dijo S. Mitchell, un «animal relacional».

2. Lo que la antropología nos enseña acerca de la pareja

A lo largo de esta obra se hablará mucho del concepto de pareja y relaciones de conflicto. En ningún caso quiere esto decir que la base del libro enfoque a las relaciones como algo conflictivo, neurótico y destructivo. Me centraré tanto en las relaciones sanas como en las «de enganche», neuróticas o patológicas. Pero es objeto de este texto hacer precisamente hincapié en las más conflictivas y tratar de dar ciertas explicaciones al hecho de por qué estas pueden suceder y mantenerse.
Sin embargo, ha de tenerse claro que la idea central que quiero mostrar es que las relaciones de pareja constituyen una manera de crecimiento personal a través del crecimiento de la propia pareja. Es decir, en su esencia una relación amorosa debería de constituir una circunstancia de acompañamiento, una experiencia de compartir, un logro de evolución personal para mí y para el otro. La cuestión es que esto no es a menudo así, o si lo es su duración e intensidad son demasiado limitadaa. El amor en sí es una de las más grandes potencialidades humanas y, pese a lo que cabría pensar, de las menos llevadas a la práctica de un modo efectivo. En primer lugar es difícil que se de una educación adecuada para algo tan fundamental puesto que no se enseña en el núcleo familiar y menos aún en la escuela; en segundo término las múltiples problemáticas de las personas hacen que gestionen mal las relaciones en las que está implicado el amor (de pareja, de amistad, familiares, etc.).
¿Qué es amar de manera sana? Es muy difícil dar una definición inmediata de esta circunstancia y necesitaremos varias secciones del libro para irlo viendo. Podemos decir, por ahora, que amar de manera sana es amar sin fijaciones, dependencias ni enganches emocionales. Esta manera de amar hace, a su vez, que repercuta en una buena salud mental (y por supuesto física). Esto puede resultar cíclico puesto que es obvio que quien tiene esta capacidad o potencialidad más desarrollada es alguien bastante sano ya de por sí. Sigmund Freud al final de su obra vino a resumir que las dos principales facetas que la persona tenía que llevar a cabo para considerarse sana (o menos neurótica) eran la capacidad para amar y trabajar.
Alfred Adler (1930), por su parte, decía algo semejante, pero extendió a tres las «tareas de la vida» que el ser humano debe completar para alcanzar plenitud solidaria: capacidad de establecer vinculaciones sociales (convivencia), de relación sentimental (amor y matrimonio) y de trabajo (responsabilidad). De hecho, para él, el súmmun del sentimiento de comunidad era un matrimonio bien avenido, en el cual habría una cooperación incondicional y desinteresada.
En determinadas relaciones de pareja se puede observar una pésima salud mental, por ejemplo cuando hay quien se engancha a una relación creyendo que así se «salvará» de su malestar, su sensación de vacío o su «vértigo» ante el afrontamiento del día a día cotidiano. Sin embargo, esta sensación de seguridad es efímera, en unas ocasiones porque el sistema que la pareja constituye no cumple con las funciones adecuadas para que se sostenga y en otras porque hay que compartir problemas o tiempo y esto precisamente mata la relación. A veces —y paradójicamente— una relación se sostiene precisamente por la distancia física y psíquica de sus componentes, por ejemplo cuando los dos solo se ven para dormir. De este modo, cuando se dispone de tiempo conjunto y se confronta la relación, muchas parejas descubren que no se aguantan. De hecho, el mayor porcentaje de separaciones, rupturas y divorcios se produce cuando hay que pasar más tiempo juntos, en los meses de verano vacacional (principalmente agosto) y las Navidades. Todo ello aderezado por la muy a menudo polémica influencia de la familia extensa y política sobre la pareja.
Es muy impactante ver que según el año se fluctúa entre cifras que indican que se rompen entre 300 y 400 parejas al día (entre 13 y 17 a la hora).3 Y eso contando solamente las parejas que figuran inscritas dentro de los sistemas burocráticos; si tuviéramos en cuenta a las parejas de novios, de personas que viven juntas, etc., probablemente dichos datos se duplicarían siendo aún más escandalosos si cabe.
Los graves conflictos en la pareja, así como las relaciones que muchos llaman «enfermizas», «masoquistas», «sádicas», etc., residen en fallos y problemas en la comunicación, como todos parecemos saber. Pero no en su cantidad sino en su profundidad, en el mensaje afectivo intenso donde el que emite el mensaje pone en juego algo de sí. A menudo pensamos que la comunicación es algo que nos viene dado y que en nuestra sociedad «hipertecnologizada» es sencilla. Quizás sea así pero, desde luego, a tenor de los resultados clínicos que muchos profesionales observamos, la calidad de la comunicación no es buena.
En mi opinión, que quizá le resulte a usted como lector un poco brusca, es cierto que tenemos mucha comunicación: redes sociales, Internet en diferentes dispositivos, varios teléfonos, correo electrónico, SMS, MMS, Whatsapp… Sí, nos comunicamos mucho, pero cada vez lo sabemos hacer menos cara a cara, cuerpo a cuerpo. Así, mantener conversaciones de escucha activa, empatía y comprensión de lo que el otro dice es cada vez una tarea menos cotidiana. Aceptar que nos rocen, que nos tomen amigablemente del brazo, sentir las expresiones faciales del otro… Nos comunicamos mucho pero perdemos esta experiencia de intimidad. Cada vez hay más gente con el problema denominado «falta de habilidades sociales», timidez, inhibición, rudeza en las formas y, sobre todo, con graves problemas para expresar su interno mundo emocional y empatizar con las emociones de los demás.
La paradoja es que ni estamos comunicados ni en realidad tenemos intimidad. Para algu...

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