Mediocracia
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Mediocracia

Cuando los mediocres toman el poder

Alain Deneault

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  1. 240 Seiten
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Cuando los mediocres toman el poder

Alain Deneault

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Si los de arriba no cuestionan ni imaginan nada, ¿a qué podemos aspirar?El político ambivalente afín a progresistas y conservadores; el profesor de universidad que ya no investiga, sino que rellena formularios burocráticos; el reportero que encubre los escándalos fiscales y hace ruido en la prensa amarillista o el artista revolucionario, pero subvencionado...El rigor y la exigencia han dejado paso al esquema carente de referentes que inspira esta crítica mordaz. Da igual si es el ámbito político, académico, jurídico, cultural o mediático: se mire por donde se mire, se constata el triunfo de lo mediocre.El autor analiza con un estilo ingenioso cómo las aspiraciones mediocres que invaden la sociedad no dan como resultado sino ciudadanos también mediocres.

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I
EL CONOCIMIENTO Y LA EXPERIENCIA
El periodista estadounidense Chris Hedges no se anda con rodeos: el ámbito académico es responsable de nuestros problemas sociales. Siempre que tratamos de indagar a fondo en los motivos de lo que nos amenaza colectivamente, ahí están los académicos, en general desvinculados del mundo, especializándose en subáreas infinitesimales, desprovistos ya de toda capacidad para ver las cosas desde una perspectiva crítica, obsesionados con tácticas para medrar profesionalmente y leales a una serie de redes colegiadas que resultan idénticas a las tribus. Las investigaciones y la formación que se llevan a cabo en las universidades tienen una relación de causalidad con problemas como la creciente crisis ecológica, las desigualdades económicas que están generando exclusión tanto a escala nacional como internacional, la dependencia de los combustibles fósiles, el hiperconsumismo, la obsolescencia programada, las vueltas que se le han dado a la cultura hasta convertirla en la industria del entretenimiento, la colonización de las mentes a manos de la publicidad, el predominio del sistema financiero internacional sobre la economía o la inestabilidad del sistema económico. ¿No son acaso el profesorado, los departamentos y los laboratorios universitarios “la élite”? ¿No modelan y definen el mundo en que vivimos los que deciden –siempre tan vanguardistas– y sus equipos, basándose en el conocimiento adquirido y desarrollado en las universidades, tal y como atestiguan sus impresionantes titulaciones? En Empire of Illusion, Hedges insiste en que hay motivos para preocuparse, pues “las universidades de la élite han abolido la autocrítica. Se niegan a poner en tela de juicio un sistema montado para justificarse a sí mismo. Lo único que importa son los sistemas de organización, tecnológicos, de desarrollo personal y de información”.15 La universidad es uno de los componentes del actual aparato industrial, financiero e ideológico: en ese sentido, se puede argumentar su pertenencia a la “economía del conocimiento”. Las empresas ven la universidad como un proveedor, financiado con fondos públicos, de los trabajadores y de los conocimientos avanzados que necesitan. Por 500 millones de dólares, el Energy Biosciences Institute de la University of California (Berkeley) le brinda a British Petroleum equipamientos y trabajos de investigación: “BP puede echar el cierre a otro centro de investigación y mudarse a uno financiado públicamente”, concluye Hedges.16 En Estados Unidos y Canadá –y esta sin duda es una idea que pronto pasará a gozar de gran aceptación también en Europa– hay universidades a las que se les pone el nombre de Rockefeller, edificios de un campus en los que puede leerse el nombre de Monsanto, cargos de investigación asociados al nombre de Texas Instruments, aulas que antes seguían una numeración y que han pasado a llamarse PriceWaterhouseCoopers, así como becas conocidas ya para los restos por el nombre de su patrocinador, Bosch.
Max Weber jamás se habría podido imaginar el nivel de supeditación de la universidad para con los clientes que adquieren los cerebros que esta produce, aunque ya denunciaba hace cien años la “mediocridad” en la que estaba cayendo la universidad al subordinarse y contraer perniciosas ataduras con el seductor elemento comercial. En aquella época, los clientes eran los alumnos y el contenido de los cursos era la mercancía que se suponía que a estos debía interesarles. Los profesores estaban dispuestos a llegar a un compromiso con tal de atraer a los estudiantes que dudaban entre varios centros. Esto acabó por pervertir la relación con la investigación hasta el punto de que las decisiones institucionales, según Weber, pasaron a regirse por el azar. Un investigador guiado por pasiones imperiosas, intuiciones rotundas, una imaginación que lo abarcara todo y muchas ganas de trabajar no podía esperar alcanzar el éxito profesional, a no ser que mostrase también todo un repertorio distinto de virtudes que le permitieran abrirse camino por entre los arcanos misterios de la institución. Al convertir en bazas fundamentales estas “condiciones externas a la vocación del académico” –tal como las describió el propio Weber en 1919– la institución fomentaba la mediocridad:
Sería injusto responsabilizar a la inferioridad personal de los miembros del profesorado o de los estamentos educativos del hecho indudable de que tantas mediocridades desempeñen un papel preeminente en la universidad. El predominio de la mediocridad más bien se debe a las leyes de la cooperación humana, especialmente a las de la cooperación de varios cuerpos.17
Esto no era nada comparado con lo que estamos viviendo hoy. Actualmente los alumnos ya no son los consumidores de las enseñanzas y los títulos que se ofrecen en los centros: se han convertido en el producto. La universidad vende lo que hace con ellos a sus nuevos clientes, es decir, a las empresas y demás entidades que la financian. El rector de la Université de Montréal entendía que estaba afirmando una obviedad cuando, en el otoño de 2011, dijo: “Los cerebros se han de confeccionar con arreglo a las necesidades de las empresas”. Cierto, pues la universidad para entonces ya estaba siendo gestionada por administradores del mundo de la banca (National Bank), de las cadenas de farmacias (Jean Coutu), de la industria (SNC-Lavalin), del gas natural (Gaz Métro) y de los medios de comunicación (Power Corporation y Transcontinental), los cuales ocupaban puestos en su órgano decisorio y en los comités de influencia. Y, sin embargo, la Université de Montréal sigue financiada en gran medida por el Estado. Sin duda resultaba extraño que el plan de negocios de este templo del saber pasara a encarnar de repente unos objetivos semejantes a los de una vulgar cadena de televisión pública: a algunos les sorprendieron las similitudes entre aquellas declaraciones del rector y una cita célebre del CEO del canal francés TF1, Patrick Le Lay, quien en 2004 afirmó que lo que le estaban vendiendo a Coca-Cola eran “horas de actividad cerebral humana”.
Libero Zuppiroli observó un fenómeno parecido en Suiza. Cuando la École Polytechnique Fédérale de Lausanne se convirtió en el Swiss Institute of Technology in Lausanne, el autor de pronto advirtió que una plétora de extrañas disciplinas surgía bajo la excusa de la innovación, la excelencia y la productividad. Por supuesto, estas disciplinas estaban completamente supeditadas a los intereses de las empresas. Una de ellas era la de Neurofinanzas, un nuevo campo de investigación que pretende “entender mejor los procesos mentales que llevan a las transacciones comerciales”, 18 tal como explica Zuppiroli en su libro La burbuja universi...

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