Sobre el combate
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Sobre el combate

La psicología y fisiología del conflicto letal en la guerra y en la paz

Dave Grossman

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Sobre el combate

La psicología y fisiología del conflicto letal en la guerra y en la paz

Dave Grossman

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Una exhaustiva investigación sobre lo que le ocurre al cuerpo humano bajo el estrés de un combate letal: cómo afecta al sistema nervioso, al corazón, a la respiración, y las distorsiones perceptuales y la pérdida de memoria que se pueden producir. También se abordan los últimos hallazgos sobre las técnicas de adiestramiento como, por ejemplo, la inoculación del estrés y la respiración táctica, que pueden prevenir estos efectos debilitadores para que el guerrero pueda continuar en el combate, sobrevivir y ganar.El libro también analiza el acto de matar y sus implicaciones físicas, psíquicas y espirituales, y la evolución del combate a lo largo de la historia. Este lúcido análisis se cierra con una sección dedicada al día después del combate, cuando el humo se disipa del campo de batalla, y a la forma de evitar o, en su caso, gestionar, el trastorno por estrés postraumático.

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III. La llamada al combate. ¿De dónde sacamos a esos hombres?
Soy Palas Atenea, y conozco los pensamientos en los corazones de todos los hombres y discierno su hombría o su vileza.
De las almas de arcilla me aparto, y están bendecidas pero no por mí. Engordan con comodidad cual bueyes en el establo. Crecen y se propagan como la calabaza sobre el suelo, pero al igual que la calabaza no dan sombra al viajero. Cuando les llega el momento, la muerte los recoge a todos y descienden sin ser queridos al Infierno y su nombre se desvanece de la tierra.
Pero a las almas de fuego les doy más fuego, y a aquellos que son valientes les doy un poderío que no está al alcance del hombre. Estos son los héroes, los hijos afortunados de los inmortales, pero no como las almas de arcilla, porque los empujo hacia delante por caminos extraños para que puedan luchar contra los titanes y los monstruos y los enemigos de Dios y los hombres.
Dime ahora, Perseo, ¿cuál de estas dos clases de hombres te parece más afortunada?
Charles Kingsley
Canónigo de Westminster y Capellán de la reina Victoria
1. Máquinas de matar: el impacto de un puñado de verdaderos guerreros
La paradoja del valor estriba en que el hombre debe despreocuparse un poco de su vida para poder conservarla.
G.K. Chesterton
The Methuselahite
Mucha gente tiene una visión del combate basada en miles de horas viendo la televisión y películas. En nuestra imaginación, vemos a cada soldado luchando desesperadamente, contribuyendo con todas sus fuerzas a matar al enemigo. Quizás hay algunos malos ejemplos encogidos de miedo en segundo plano, pero sirven como la excepción que confirma la regla. En lo más profundo creemos, basándonos en las incontables «experiencias» de Hollywood, que la mayoría de los hombres en combate está disparando y matando. Pues bien, esta visión es simplemente errónea.
La realidad es que sólo un puñado de individuos participan realmente de forma completa y con todo su ser en el combate; individuos poco frecuentes que son los verdaderos guerreros. Charles «Commando» Kelly, distinguido con la Medalla al Honor por sus acciones extraordinarias en Italia durante la segunda guerra mundial, nos ofrece un excelente ejemplo sobre lo que realmente ocurre en el combate. La siguiente cita es un relato verdadero que procede de su soberbio libro One Man’s War. Mientras lo lees, fíjate no sólo en lo que Kelly estaba haciendo (era virtualmente una máquina de matar formada por un hombre luchando contra los alemanes desde sus propias posiciones en el interior de un edificio), sino también en la falta de acción por parte de la mayoría de los demás soldados a su alrededor. Esto constituye un ejemplo de los hallazgos de S.L.A. Marshall según los cuales el 85 por ciento de los fusileros en la segunda guerra mundial no dispararon. La mayoría no estaba asustada hecha un ovillo, pero sin duda no estaba interesada en disparar. Y a pesar de que había muchos soldados estadounidenses en ese edificio con «Commando» Kelly, sólo uno recibió la Medalla de Honor:
Los alemanes se encontraban ahora detrás de muchos arbustos; introduje unas balas trazadoras en mi fusil automático Browning, apunté a los arbustos y comencé a disparar sin cesar. Las balas trazadoras parecen abalorios de un blanco caliente que emiten un destello a lo largo de una cuerda invisible, con el cabo más lejano de la cuerda atado al objetivo. Cuando me detuve, ya no había polvo detrás de los arbustos y ya no volvimos a tener problemas con esa área ... Parecía que yo era el francotirador oficial de la habitación. Alguien gritaba: «Oye, Kelly, ven aquí». Y entonces me mostraba a unos alemanes. Les daba una paliza, y volvía a mi taza de cacao, probaba un poco y entonces alguien más llamaba: «Oye, Kelly, ven aquí». Esto me mantenía corriendo de una ventana a la otra.
Había trabajado tan seguido mi fusil automático Browning que cuando cargué la recamara dejó de funcionar. Lo deposité sobre una cama y fui a buscar otro fusil pero, cuando volví, la cama estaba en llamas. El primer fusil estaba tan caliente que había prendido fuego a las sábanas y mantas. Trabajé con el nuevo fusil automático Browning hasta que el acero del cañón se volvió de un rojo púrpura por el calor y se torció. No podía encontrar otro fusil así que fui escaleras arriba y rebusqué por ahí hasta que di con un subfusil Thompson con un cargador entero. Entonces empecé a disparar intentando alcanzar a más alemanes, pero el Thompson era demasiado rápido para mí. Escupía treinta balas tan rápido como yo apretaba el gatillo y no dejaba de elevarse mientras lo intentaba sostener hacia abajo para mantener el objetivo. Tras gastar el cargador, recordé haber visto un bazuca en algún sitio, pero para conseguir los proyectiles tenía que subir al tercer piso y para llegar tenía que gatear por encima de nuestros muertos y heridos.
Los proyectiles pesaban varios kilos cada uno. Cuando di con ellos, traje seis y puse uno en el arma, pero no conseguía que funcionara. Estuve intentando arreglarla durante un rato; luego la asomé por la ventana otra vez y apreté el gatillo. Los hombres que estaban en la casa conmigo pensaron que un proyectil alemán de 88 mm había alcanzado el lugar. Toda la presión salió de la parte trasera de esa tubería de hojalata junto con una gran llamarada roja y la casa se estremeció. Había disparado cuatro veces cuando mis ojos se detuvieron en una caja de dinamita que había en el suelo. Le pregunté al sargento Robertson si no podríamos emplearla para algo, pero no podía ser porque teníamos los cartuchos de dinamita pero no las mechas.
Al lado de la dinamita había una granada incendiaria. La recogí y la arrojé encima de un edificio cercano en manos de los alemanes. Explotó y la casa ardió en llamas.
Con todo el equipamiento y munición que habíamos traído con nosotros, el lugar parecía una sala de muestras de la artillería del ejército. Cogí un proyectil de mortero de 60 mm y abrí el cierre de seguridad que controla la cápsula que detona la carga de proyección. Había un segundo fiador que no sabía cómo liberar. Empecé a darle golpes contra el alféizar y el cierre cayó, con lo que conseguí que fuera un proyectil operativo o, según planeaba utilizarlo, una bomba operativa. En efecto, si lo arrojaba por la ventana, el peso de la caída le daría los veinticuatro kilos de percusión necesarios para que explotara.
Mientras miraba por la ventana, un puñado de alemanes subían por un pequeño barranco detrás de la casa; así que solté el proyectil y lo dejé caer sobre ellos. Luego hice lo mismo con otro proyectil. Después de soltarlos, hubo un estruendo y la siguiente vez que miré abajo vi que había cinco alemanes muertos. En total, lancé nueve o diez de esos proyectiles y siete u ocho detonaron.
A continuación encontré una carabina. Pero tenía unos pocos cargadores y cada vez que disparaba las quince balas tenía que volver a cargarla. No sabía mucho sobre cómo tratar y cargar una carabina y se recalentó. La mente se centra exclusivamente en una cosa en una pelea así y lo único en lo que podía pensar era en el problema de encontrar otra arma tan pronto como vaciaba la que tenía para continuar disparando a diestro y siniestro. Apoyado en una esquina había un fusil Springfield M1903 de los que las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses habían utilizado en la guerra anterior. Tenía poca munición en el suelo y la recogí y la introduje en el arma. Era un arma muy precisa. Mi objetivo eran los hombres que descendían por una pequeña colina y que intentaban mantenerse a cubierto mientras se acercaban hacia nosotros.
Mirando por la ventana hacia el patio, vi un cañón antitanque de 37 mm y tuve una idea. Corrí abajo, abrí la recámara e introduje un proyectil. La torre de una iglesia, que el enemigo utilizaba como fortaleza, nos había estado dando problemas y no conseguíamos enfriar a los alemanes que estaban en ella con nuestras armas ligeras. Apunté con la mira del cañón antitanque hacia el edificio.
Pero entonces me encontré con un imprevisto. No sabía cómo accionar el disparo, pero intentaba conseguirlo a tientas, tirando de una cosa y empujando otra, hasta que di con una manivela y se produjo el disparo. Como no sabía nada sobre el arma, tenía la barbilla demasiado cerca y el retroceso me golpeó como una patada. Apilados a mi alrededor había proyectiles de alto poder explosivo y perforadores de blindaje y no sabía distinguirlos. Mi primer proyectil había derribado la parte superior de un muro a escasos metros. Más tarde descubrí por pura suerte que había disparado un obús perforador de blindaje en vez de un proyectil de alto poder explosivo. El segundo habría explotado al impactar contra el muro y me habría matado.
A medida que continuaba disparando, comenzaron a aparecer agujeros por toda la iglesia y podía ver trozos del campanario que se deslizaban hasta perderse de vista. Para entonces empezaba a sentirme como un verdadero artillero. Casi debajo de la pila de municiones había unos proyectiles raros con latas de estaño cubriendo la punta, como si fueran capuchones. Más tarde averigüé que eran botes de metralla rellenos de bolas de metal que se esparcían tras la explosión.
En ese patio estaba relativamente a salvo del fuego de los alemanes, pues el muro me protegía y sus balas pasaban por encima de mi cabeza. Cuando vi a algunos alemanes descendiendo por una colina, metí uno de esos proyectiles con los capuchones de estaño sob...

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