El sentido reverencial del dinero
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El sentido reverencial del dinero

Ramiro de Maeztu

  1. 200 Seiten
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El sentido reverencial del dinero

Ramiro de Maeztu

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Pocas veces hallará el lector una obra tan sorprendentemente oportuna y esclarecedora para nuestras actuales circunstancias económico-financieras y morales como ésta de Ramiro de Maeztu.Oportuna, al interrogarnos forzosamente por las causas últimas de lo que está pasando en estos graves momentos de crisis histórica nacional. Y esclarecedora -ya desde su título mismo- por ser un libro-candil capaz de iluminar nuevos cursos de acción entre tantas perplejidades económicas.Pues no conviene olvidar que en el origen mismo de esta crisis subyace una quiebra financiera en su triple dimensión bancaria, estatal y familiar que proviene de un determinado sentido y concepción entre nosotros de lo que el dinero significa en nuestro país. Ante lo que estos avisos y reflexiones del pensar alerta maeztuano, tan conocedor del mundo financiero internacional cuanto olvidado, suponen una imprescindible guía para perplejos con la que llegar personal y colectivamente a buen puerto.

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Information

Jahr
2003
ISBN
9788490552254
V. EL MUNDO HISPANOAMERICANO Y LOS ESTADOS UNIDOS
El espíritu de la economía iberoamericana52
He de empezar por excusarme, ya que esta conferencia debía haberse celebrado algunas semanas después, y es natural que la anticipación me haya privado del tiempo que hubiera necesitado para dar a un discurso lo que es toda su gracia, a saber: el arte de hacerlo agradable de oír, tanto más cuanto que se trata de materia en la que puedo decir que me hallo tan versado, que no he pensado en otra cosa apenas desde que tuve uso de razón; porque todas las circunstancias de mi vida y de mis antecesores me han predispuesto para el examen de esta cuestión que voy a abordar esta noche, que es un estudio rápido y somero del espíritu de la economía iberoamericana, en contraste con la economía de otros países, y especialmente de los Estados Unidos de la América del Norte.
Porque hijo yo de cubano de una parte, de madre inglesa de la otra, con un contraste de sangre y de psicologías, que hacían llevar las conversaciones familiares a las diferencias de costumbres de los distintos países, de las distintas razas; vascongado, de otra parte, y muy tradicionalista en cuanto a mi educación; pendiente para mi educación y subsistencia durante la niñez y adolescencia de los giros que venían de América, que algunas veces eran mayores de lo que esperábamos, y otras veces menores, y otras dejaron de venir en absoluto; habiendo pasado los años decisivos de la primera juventud entre 1891 y 1894 en Cuba, en un momento en que cubanos y españoles no se hablaban, porque eran los años que precedieron a la revolución y a la independencia del país, puedo decir que mi propia formación se hizo en el contraste de mis sentimientos nacionales con la crítica de hombres que iban a alzarse en armas contra España. De una parte, mi condición de hijo de cubano dábame acceso a las conversaciones y quejas de los hijos del país. De otra parte, mi naturaleza y educación españolas me facilitaban el cambio de ideales con los peninsulares residentes en la isla.
Todo ello hace que empiece a escribir casi en el año mismo del grito de Bayre (1895), comienzo de las catástrofes coloniales, y que en 1896 fuese uno de los hombres que ven venir, por el conocimiento adquirido en Cuba de la potencialidad enorme de los Estados Unidos, la catástrofe irremediable; que la ven venir, pero que la lloran con más amargura, y que de ella toman la sustancia de una idea nueva de regeneración, de progreso, de fuerza nacional, porque desde entonces parece que todas las lecturas y reflexiones mías se unifican hacia un solo punto, que consistía en preguntarme, como se había preguntado un publicista francés, Desmolins: A quotient la supériorité des anglosaxons? (¿En qué consiste la superioridad de los anglosajones?). Y luego, en la primera ocasión, fui a Inglaterra, donde pasé quince años estudiando este punto, aunque sin dar con la respuesta, a pesar de su evidencia, que me propongo mostrar esta noche. Por algo daban los griegos a la verdad el nombre de aletheia53. Es algo que surge de las cosas olvidadas, o más bien descuidadas, no porque se halle, como dice Heráclito, en el fondo de un pozo, sino porque hace falta que las circunstancias nos coloquen en el punto propicio, en la perspectiva espacial, donde mejor puede verse.
Por estas circunstancias creo que el enorme conflicto de razas e ideales que tiene América por teatro ha encontrado también espectador singular en mi alma, porque todo el curso de mi vida me preparaba a encontrar lo que creo que es la verdad, y si sólo di con ella cuando entraba en los cincuenta años, por lo menos, puedo decir, en excusa, que toda la vida la estuve persiguiendo.
La verdad la puede conocer hasta un estudiante de instituto respecto de los Estados Unidos. La independencia norteamericana se hizo a un grito solo: No taxation without representation (No contribución sin representación). No paguemos más impuestos que aquellos que nosotros mismos votemos, para nuestro servicio. Este hecho ha sido más o menos ocultado, deformado, transformado, por ciento cincuenta años de interpretaciones formales, jurídicas, abogadísticas. Se ha pensado en lo que se dice en la Declaración de Virginia o en la Declaración de la Independencia, respecto de que todos los hombres son igualmente libres por naturaleza. Podía haberse pensado algo más en aquella otra declaración según la cual los gobernadores y magistrados no han de ser considerados sino como los servidores y depositarios de la comunidad. Pero todo esto es alejarnos del centro de la cuestión y de la esencia y razón de ser de la independencia norteamericana.
Los norteamericanos del siglo XVIII eran colonos, comerciantes, industriales, agricultores, banqueros, que veían abierto ante sus ojos un horizonte de posibilidades infinitas y que no querían que el Gobierno inglés, por medio de los recaudadores de contribuciones, pusieran en peligro aquel vasto porvenir de riqueza que se abría ante su vida.
Había un rey de Inglaterra —un rey Jorge— que se encontraba limitado por su Parlamento, que no podía cobrar las contribuciones que quería, porque el Parlamento era y es en Inglaterra el supremo poder. El rey Jorge imaginó que las podía cobrar en las colonias de América, y los americanos no las quisieron pagar, ni quisieron que su desarrollo capitalista se viese coartado por el Gobierno y mermado por el recaudador de impuestos, y este hecho, elemental y obvio, que lo pueden saber los estudiantes de instituto, es, sin embargo, el alfa y el omega y la razón de ser de los Estados Unidos de la América del Norte. Hecho suficiente para explicar que actualmente sean el pueblo más rico y poderoso de la tierra. Que esto es así se confirma con la lectura de los folletos de aquellos tiempos.
Hamilton y Jefferson advierten que aquella actitud de los colonos norteamericanos, negándose a pagar las contribuciones, era en realidad el motor y esencia de la independencia. Le faltaba, sin embargo, una cohesión superior, algo que pudiera hacer que se constituyese un estado de aquella rebeldía contra el impuesto, y los 85 artículos que componen la colección de El Federalista tratan de persuadirles de que es necesario formar la Unión y que, además, es necesario dar a la Unión el poder de cobrar impuestos, lo que llama Hamilton un poder general de imponer tributos. Hasta cierto punto, esta campaña tiene éxito. No cabe duda que ha llegado a constituirse una Unión norteamericana, sobre todo después de la Guerra de Secesión; pero de momento la resistencia de las colonias a esta unión fue tan grande, que ocho años después de la independencia el embajador mister John Adams fue a Inglaterra a negociar un tratado de comercio, encontrándose con que el Foreign Office le dijo que no tenía poder suficiente para negociar, pues se necesitaban trece embajadores representantes de los trece Estados constitutivos de la Unión, y mister Adams tuvo que pasar por la humillación de confesar ante el Foreign Office que, en efecto, sus facultades no eran suficientes para concertar un tratado de comercio.
De manera que podemos aseverar taxativamente que la razón de ser de los Estados Unidos de América del Norte consiste en que sus colonos eran señores capitalistas que no quisieron que su capital se viese mermado por las recaudaciones de impuestos.
Nada semejante encontramos en los documentos de declaración de independencia de las repúblicas hispanoamericanas. Por el contrario, yo he pasado la vista por muchos manifiestos de aquella época, he leído muchos discursos y publicaciones, y no encontré nunca expresado, en primer término, el motivo económico.
Por ejemplo, uno de los más antiguos fue el manifiesto de la Paz, del 27 de julio de 1809. En ese manifiesto encuentro que se dice: «Hemos sufrido con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido título cierto de humillación y ruina. Ya es tiempo de sacudir un yugo tan funesto a nuestra felicidad como favorable al orgullo español».
Motivo económico de la independencia no aparece para nada en esas páginas. Cuando se dice en ellas: «Ya es tiempo de organizar un sistema nuevo de gobierno, fundado en los intereses de nuestra patria», el concepto de los intereses se halla inmediatamente ligado al de Patria, que pierde, naturalmente, todo sentido económico para adquirir otro idealista. Si analizamos estos documentos, o los discursos y proclamas de Bolívar y otros caudillos con sensibilidad y buscamos entre los diversos móviles cuál es el más fuerte, el más poderoso, el más enérgico, el que lanzó a los americanos a la pelea por la independencia, yo creo que podremos decir sin vacilación que este motivo fue el orgullo. Se sentían hijos de una tierra grande; no ocupaban el primer puesto en ella y les era insoportable sufrir una humillación de precedencia y renunciar a ese primer puesto a que se sentían con derecho.
Por ejemplo, el 21 de septiembre de 1808 la ciudad de Montevideo fue la primera en constituirse en cabildo abierto, y para excusarse el doctor Pérez Castellanos ante su obispo, que era el de Buenos Aires, le escribió una carta en que decía: «Si se tiene a mal que Montevideo haya sido la primera ciudad de América que manifestase el noble y enérgico sentimiento de igualarse con las ciudades de su madre patria».
Este orgullo es lo fundamental, lo esencial de la independencia, e insisto en señalarlo porque, por otra parte, me atrevo a esperar que este mismo orgullo será, en último término, el resorte de la salvación, el bienestar y el esplendor de los pueblos de América. Pero es un hecho indiscutible que el motivo económico no aparece en el primer momento de la declaración de la independencia.
Así es que hay un contraste capital, fundamental, entre la independencia de los Estados Unidos del Norte y la de los países hispanoamericanos. Éstos pelean por la dignidad, por la precedencia; los Estados Unidos, por el libre desarrollo de sus intereses y de sus capitales.
El norteamericano no quiere pagar contribución; lo que pague por este concepto ha de ser él quien lo imponga; no tiene idea del Estado; llega a constituir Estado al cabo de unos años porque sin Estado no se puede vivir, porque sin Estado no puede presentarse colectivamente en el concierto de los pueblos, pero llega a él paganamente, obligado por la fuerza de las circunstancias. El sudamericano, por el contrario, en lo primero que piensa es en el Estado porque ve en el Estado la premisa de la sociedad, la primera columna social. Y a propósito de este contraste capital entre el modo de ser de los norteamericanos y los sudamericanos, si me permitís la frase os diré que los norteamericanos pelean por el poder del dinero, y los hispanoamericanos, en cuanto tienen alguna preocupación económica, no pelean sino por el dinero del Poder.
El contraste, como veis, es total.
Ahora bien; si se quiere comprender igualmente cómo este orgullo hispanoamericano, que llevó a aquellos pueblos a la independencia, pudo y puede llevar a los pueblos de nuestra raza, de nuestra habla y de nuestra cultura a un grado de esplendor más alto del que jamás soñaron, no he de hacer sino recordar el ejemplo de un pueblecillo remoto y perdido, pueblecillo mejicano enclavado actualmente en el corazón de los Estados Unidos. Este pueblecillo se llama La Vega y está situado en las montañas Rocosas, no muy lejos del Colorado, a unos doscientos kilómetros.
Pues bien: este pueblo, como todo aquel territorio, fue anexado a los Estados Unidos en el año 1847, pero los mejicanos de La Vega continuaron viviendo de la misma manera que antes. Pasaron los años y los Estados Unidos se desarrollaron al punto que pudieron tender ferrocarriles, de Este a Oeste, por la parte sur del territorio, y cuando el ferrocarril se acercó a La Vega, un grupo de familias norteamericanas se fue a establecer allí cerca. Vivieron las dos poblaciones separadas por algún tiempo, uniéndose después, para constituir lo que llamaríamos los españoles un municipio; pero los mejicanos pronto se dieron cuenta de que la vida de municipio en Norteamérica era muy costosa. Los norteamericanos tenían unas escuelas muy ricas que, naturalmente, había que pagar; buen servicio de agua y limpieza, con alcantarillado por las calles; una ley de pobres para socorrer y amparar a los necesitados; en fin, multitud de comodidades, que significaban grandes tributos, que los mejicanos no estaban dispuestos a pagar, por lo que deshicieron la incorporación y siguieron viviendo su vida antigua, y los norteamericanos, la suya.
Pasaron los años y la ciudad norteamericana creció en esplendor. Mientras tanto, los mejicanos siguieron viviendo su vida antigua hasta que, en un momento dado, cambió de dirección el orgullo de los mejicanos, cambió de Norte a Sur aquel orgullo de antes, que consistía en prescindir de todas aquellas comodidades y lujos que los ...

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