Las aves en la poesía castellana
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Salvador Novo

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Salvador Novo

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Leído por Salvador Novo el día de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1953 -mismo año en que fue publicado por vez primera por el FCE-, este ensayo hace una revisión deliciosa y amplia de cómo las aves eran una imagen recurrente en la poesía castellana de los siglos de oro. Con la ironía y el humor que caracterizan la escritura de Novo, se insertan en cada capítulo reflexiones sobre el abandono actual de los antiguos símbolos y sobre cómo la civilización industrial ha limitado casi hasta su extinción nuestro testimonio de la naturaleza.

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LAS AVES EN LA POESÍA MEXICANA

—Abuela ¿qué son aves?
—Pajarillos.
—Ah, sí, tienes razón: ya lo sabía.
JUAN DE DIOS PEZA
NADA TAN CONMOVEDOR COMO EL ESPECTÁCULO, CADA VEZ MÁS raro, de aquellos gorriones domesticados que en los mercados públicos, a pequeños saltos, sacan con el pico un papel entre muchos, con el horóscopo de la sirviente que ha pagado cinco centavos por anticiparse a un destino sólo sujeto al sentido de selección del pajarillo; ni queda ya quizá entre nosotros más supervivencia supersticiosa relativa a los pájaros, que la preocupación de que si el saltaparedes cantaba en las nuestras con la cola hacia el patio, nos sobrevendría una desgracia, en vez de lo cual era excelente que gargarizara con el pico hacia adentro de la casa.
Buena prueba del sitio predilecto que en el corazón popular ocuparon siempre los pájaros son aquellas deliciosas tarjetas postales con que solía felicitarse por el año nuevo o por el onomástico. Las palomitas con una carta en el pico, el nido feliz, prometedor de un hogar igualmente gárrulo, con que los novios declaraban su amor en frases aprendidas del Secretario universal de los amantes —“desde el primer momento en que la vi”—, la azul golondrina, como una flecha entre las enredaderas. Suplantados en las tarjetas postales por los rostros de las estrellas cinematográficas, volvían a las canciones, y perduran en ellas, los pájaros que también la tipografía sobria y a veces sosa de nuestros días desterró para siempre.
En ellas vuelan a su sabor. Cuando se entonan Las mañanitas, como todavía suele hacerse,
Ya los pajarillos cantan, ya la luna se metió…
y en la vieja Canción del prisionero, que nos recuerda el romance español del mismo nombre, la víctima recibe una grata visita:
era mi madre en figura de ave…
Dulzona, tristemente, las personas se comparan a pájaros:
Yo soy pajarillo errante, que busca el nido,
que busca el ni - i - do.
Conforme avanzamos —a grandes saltos, lo sé— hacia el especializado presente, las menciones genéricas de los pájaros tienden a objetivarse a tiempo que se hacen más concretamente:
Ya lo sabes que soy pajarera
y en los campos me vivo cantando,
disfrutando de la primavera,
de las aves sus púlidos cantos,
dice ya con más alegre ritmo una canción moderna, y en La Joaquinita, norteña, de 1917, hija tardía y ágil de La Adelita:
Los pajarillos en las ramas se encaraman.
Ya es luego el Pajarillo barranqueño, el Pájaro carpintero, el Gavilán, el Tecolote de guadaña, pájaro madrugador, el Gavilán pollero, o la proliferada Paloma, desde aquélla:
Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!,
o la que el rápsoda convoca en los corridos para confiarle un urgente mensaje:
Vuela, vuela, palomita,
vuela si sabes volar,
hasta ésta, de sentido tan medieval:
Ando en busca
de una blanca palomita,
de señas traigo
un dolor dentro del alma…
y la lamentablemente ukranianizada:
Paloma blanca
blanca paloma
quién tuviera tus alas
tus alas quien tuviera
para volar
y volar para
donde están mis amores
mis amores donde están
tómale y llévale
llévale y tómale…
La Revolución ha visto caer algunos pájaros, si bien es cierto, por una parte, que por medio de la deforestación, y por la otra que en realidad no eran pájaros propiamente dichos:
Ya se cayó el arbolito
donde dormía el pavo real,
ahora dormirá en el suelo
como cualquier animal.
Éste, el Pavito real, pavito real que todavía suelen servirnos por radio, y el hastío que se aburre de luz en la tarde, no son sino otras tantas pruebas del riesgo que se corre siempre de tomar el pájaro por las plumas.
Pero el mejor ejemplo de un tema avícola recurrido con siempre grata frecuencia en aquella música que hemos de llamar popular como don Ramón Menéndez Pidal da ese nombre a los romances que lo devienen sin ser tradicionales, anónimos; es decir, en una música que es literariamente romántica y por añadidura firmada, lo dan las golondrinas; primero aquellas a cuyas notas lánguidas se despide a la gente:
Adiós, adiós, hermosa golondri - i - i - i - na;
luego las yucatecas:
Vinieron en tardes serenas de estío
cruzando los aires con vuelo veloz;
la de Guty Cárdenas:
Golondrina viajera
de mirar dulce y triste;
y por fin la del músico poeta:
Golondrina
de vuelo ligero,
golondrina
que busca su alero…
Golondrina de vuelo trashumante…
Y a vuelo de pájaro concluyamos estas evocaciones con las ardientes Gaviotas:
Ya las gaviotas tienden su vuelo
ya abren sus alas para volar…
Quedan, por supuesto, flotando en la altura inmarcesible de las frases oratorias aves tales como las águilas y los cóndores, que poca gente ha visto, pero no son sino símbolos que no responden a una experiencia. Morand descubría, para asombro de su traductor chileno del Air Indien, que el de América está lleno de pájaros maravillosos, inmortalizados en las lábaros-banderas.
¡Nuestro tranquilo siglo XIX! A él hemos de volver los ojos en busca de una idiosincrasia nacional que hizo posibles nuestras actuales rutas. En su panteón reposan las alfareras golondrinas del padre Hidalgo, la alondra de la libertad, los aguiluchos de Chapultepec, el cóndor Benemérito de las Américas, el sacrificio de la audaz águila austriaca, la paloma de la paz. Ni la historia ni los poetas se desdeñaban entonces de utilizar toda clase de pájaros en sus elaboraciones. Nosotros ya prácticamente desde 1810, nos complacíamos en examinar una vastísima y rica patria y en describirla con una que otra licencia poética en boga entonces. El temperamento personal, por supuesto, entraba en juego y prefería ya la ciudad, ya el campo, y en su dilema ya la golondrina, ya el ruiseñor, ya el jilguero, la tórtola, la torcaz, el zenzontle. Es, si no más, curioso seguir la trayectoria de las aves en las descripciones poéticas de nuestro siglo XIX, si elegimos a los mejores poetas.
Tímidos primero, Navarrete menciona en su Mañana, muy en general,… las voces
de las cantoras inocentes aves,
mientras
corren las fieras a sus cuevas hondas,
brincan las cabras, los corderos balan,
llaman las vacas a sus corderillos,
mugen los toros…
y su “zenzontle” no es más que un
pajarillo
que suave
con mil voces
variantes
sabio rige
el volante
coro alegre
de las aves.
Vive, empero, más contento en el campo que don Anastasio de Ochoa, traductor de Ovidio, que en una Carta a una persona de confianza le comunica su desesperación:
No hay quien hable conmigo,
y te suplico
si no quieres que muera
que para hablar me mandes un perico…
Primera entrada triunfal del perico en nuestra poesía. Y luego:
Oye el sumario: seis chozas, siete bueyes
tres milpas, una plaza no sin lodo
y un millón de magueyes.
He aquí muy pormenor el pueblo todo…
Le satisface más el paseo llamado de las Cabras, en San Ángel, pero en él no encontramos pájaros.
En el relativamente completo inventario universal que Lizardi titula Himno a la Divina Providencia no falta su ocasional mención de las aves. Pero no nos detengamos en este fabulista, tan hablador —y tan aburrido— como su Periquillo. Sea nuestro paseo por el XIX circunscrito por la poesía de los buenos y escoja de ella sola la fauna, en la que elija nada más los pájaros. Por dicha no requieren sino un paisaje muy general; carecen de arraigo en el sentido en que lo necesitan, por ejemplo, los limoneros, sobre los que fincan un nido provisional como un apartamiento. Su encanto es ése, frente a la muelle, renovada, inmóvil longevidad de los ahuehuetes; ni es tampoco preciso que yo me esfuerce, en prosa vil, por daros la imagen que en pulidos versos nos dejaron los poetas, cuando eran cultos y los medían:
El campo, todo trinos y ambrosía,
convida a meditar en sus senderos;
vibra el dulce laúd de los jilgueros,
arrulla el corazón tanta armonía.
Aceptemos, Vicente Daniel Llorente, vuestra invitación, pero con cierto método. Situémonos primero frente al México de don Manuel Carpio, de adjetivos tan tibios como los exigía la época, pero tan apasionadamente patriótico sin embargo. No voy a recordaros el blanco globo de la luna fría (¿por qué volvéis a la memoria mía, inmediatamente, la mesa de pintado pino, sobre la que melancólica luz lanza un quinqué? Se diría que los románticos usaban los verbos como adjetivos. Esta luz que se lanza…), sino que vamos a oír, y a ver, a los pájaros:
Hermoso es ver en la estación florida
altos naranjos exhalando aromas;
allí descansan tímidas palomas
y la sencilla tórtola se anida.
En las selvas revuelan los zarzales,
mirlos, tucanes de plumajes gayos,
encarnados y verdes papagayos,
tordos azules, rojos cardenales…
colibrís mil de bullicioso vuelo,
de azules plumas, verdes y doradas…
Mil pájaros acuáticos azotan
con sus alas la espléndida laguna,
y a la luz apacible de la luna
nadan tranquilos o en el agua flotan…
La triste garza estólida se para
junto a la blanca flor de la ninfea,
y posada en un pie, no se menea,
cual si fuera de mármol de Carrara.
De los numerosos paisajes de Altamirano prefiramos el que bordea el Atoyac. Un lector exigente pasaría por alto el muy interesante detalle de que el alejandrino sugiere mejor la sensualidad tropical que el poeta busca pintar, que el patriótico endecasílabo de Carpio, y afirmaría que no difieren gran cosa; tendríamos que explicarle que se trata del mismo paisaje y que no está en nuestras manos cambiarlo:
Se dobla en tus orillas, cimbreándose, el papayo;
el mango con sus pompas de oro y de carmín;
y en los ilamos saltan gozoso el papagayo,
el ronco carpintero y el dulce colorín.
Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares
y en tu salvaje templo comienza a oscurecer;
del ave te saludan los últimos cantares
que lleva de los vientos el vuelo postrimer.
No falta, ciertamente,
… ni el huaco vigilante,
pero, junto a la hamaca, la joven escucha música, en lánguido vaivén; la zamba que entris...

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