Caminos de utopía
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Caminos de utopía

Martin Buber, J. Rovira Armengol, J. Rovira Armengol

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Caminos de utopía

Martin Buber, J. Rovira Armengol, J. Rovira Armengol

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El autor hace una revaloración de los socialistas llamados utópicos. Libro polémico, bien documentado y estrictamente objetivo, en el cual palpita la ansiedad de un pensador que se enfrenta a la pregunta acerca del destino próximo del hombre como ente social.

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IX

LENIN Y LA RENOVACIÓN DE LA SOCIEDAD

Así como el principio de una renovación de la sociedad desde su interior, mediante la renovación de su tejido celular, no encontró en la doctrina de Marx un sitio fijo que resultara de la idea misma, así tampoco lo encontró en el gran intento de nuestra época de realizar esta doctrina, esfuerzo admirable y profundamente problemático de la voluntad humana. Tanto en ese ensayo como en aquella doctrina, este hecho negativo se justifica para la época prerrevolucionaria, según vimos, diciendo que bajo el dominio del capitalismo no podía operarse ninguna regeneración, ni siquiera fragmentaria; en cambio, para la época posterior a la revolución, tanto aquella doctrina como ese intento explican que es utópico querer esbozar la forma que adoptará la sociedad. “La utopía —escribe Engels (1872)— surge cuando uno se atreve, ‘a base de la situación existente’, a trazar de antemano la forma en que puede resolverse tal o cual antagonismo de la sociedad existente.” “En Marx —dice Lenin— no se encuentra ni huella de utopismo en el sentido de que invente la ‘nueva sociedad’, de que la componga en la imaginación.” Mas aun cuando sean inútiles esos cuadros de la fantasía, es de importancia fundamental que la idea a que uno se adhiere ordene la dirección que tomará la acción. La idea socialista señala la necesidad, aun en Marx, aun en Lenin, de una estructura orgánica de la nueva sociedad a base de pequeñas sociedades, íntimamente unidas por una vida y un trabajo comunes, y de sus federaciones. Mas ni Marx ni Lenin deducen de esto una norma clara y unitaria para la actuación. En ambos, el elemento centralista de la política revolucionaria desplaza al elemento descentralizador de la nueva construcción. La norma de acción es para ambos la de que el éxito de la revolución depende de una acción fuertemente centralizada, y, como hemos dicho, eso encierra un contenido de verdad no desdeñable; lo que falta es que en cada momento se trace el límite entre los requisitos de esta acción y las obras posibles (que no redunden en detrimento de ella) de formación descentralizada de la sociedad, entre aquello que exige la realización de la idea y aquello que la idea misma exige, entre las pretensiones de la política de la revolución y los derechos de una vida socialista en ciernes. Por regla general, Marx y Lenin se deciden esencialmente a favor de la política, es decir, del centralismo; Marx, en la teoría y en sus directivas para el movimiento; Lenin, en la práctica revolucionaria y en la reordenación del Estado y la economía. Es verdad que eso puede atribuirse en buena parte a la situación, a las dificultades con que tuvo que enfrentarse el movimiento socialista y a las dificultades especiales que tuvo que vencer el régimen soviético; pero, ante todo, se manifestó ahí una concepción y una tendencia que encontramos en Marx y Engels, y que heredaron Lenin y Stalin: la concepción de un centro absoluto de la doctrina y de la acción, del cual parten las únicas tesis válidas y las únicas órdenes decisivas, la concepción de una dictadura de ese centro disfrazada de “dictadura del proletariado”, o, dicho con otras palabras: la tendencia a perpetuar la política centralista de la revolución a costas de las necesidades descentralistas del socialismo en vías de formación. A Lenin le resultó más fácil seguir esa tendencia gracias precisamente a aquella situación que indicaba notoriamente que la revolución no había llegado aún a su término. La contradicción que existe entre la demanda de Marx de que el principio político sea reemplazado por el social, por una parte, y la subsistencia de hecho del dominio del principio político, por otra, se encubre con la afirmación de que la revolución no ha terminado todavía; al decirlo así, evidentemente, se prescinde de que, para Marx, el socialismo abandona ya su envoltura política “cuando empieza su actividad organizadora”. Aquí encontramos de nuevo una problemática encubierta nada menos que por la concepción materialista de la historia: para ésta, la política es simplemente evaluación y expresión de la lucha de clases, y al suprimirse el Estado de clases se queda sin base el principio político. La lucha a muerte de la única doctrina y acción vigente contra cualquier otra concepción del socialismo no puede calificarse de no política, pero tiene que presentar como espúreo a todo otro socialismo, estigmatizándolo de residuo de ideologías burguesas; mientras exista aún otra concepción del socialismo, la revolución no ha terminado aún, y el principio político no podrá ser reemplazado todavía por el social, a pesar de que haya empezado ya la actividad organizadora. El poder político “en sentido impropio” puede llegar a ser, en su pretensión centralista, más vasto, más radical, más totalitario de lo que jamás fue el poder político “propiamente dicho”. Eso, como dijimos, no equivale a afirmar que Lenin fuera sencillamente centralista: en cierto aspecto lo era menos que Marx y en eso estaba más cerca de Engels que de éste; pero en su pensamiento y en su voluntad dominaba, como en Marx y Engels, el motivo de la política de la revolución y reprimía el motivo vital y social, el que reclamaba una vida comunal descentralizada, de suerte que éste sólo tuvo una preponderancia episódica. El resultado de todo eso fue que en el nuevo orden político no se incluyó ninguna fuerza enderezada a disminuir paulatinamente el centralismo político y la acumulación de poder. No se colige cómo sin una fuerza que actúe en este sentido pueda llegarse gradualmente a la descentralización. Lenin declaró en una ocasión (1918): “No sabemos qué forma adoptará el socialismo. ¿Cuándo comenzó ya a extinguirse cualquier Estado?” En efecto, en la historia no hay un solo ejemplo, por modestas que sean sus proporciones, que quepa invocar a este respecto. Para lograrlo por vez primera en la historia universal, habría sido necesario poner en juego una formidable energía descentralizadora, apoyada en la idea y en la vida. No sucedió así. Que en estas condiciones se operara una autorrenuncia del poder acumulado, una disminución del centralismo por sí mismo, se ha calificado (por parte del socialismo) de creencia en milagros, y no sin razón.
La doctrina de la “extinción” del Estado después de la revolución social fue elaborada por Engels a base de alusiones de Marx, las más veces muy parcas. No deja de ser de utilidad que reunamos por orden cronológico sus principales manifestaciones sobre el objeto. En 1874 declaró que el Estado desaparecerá “a causa de la revolución social futura” porque las funciones públicas ya no serán políticas, sino simplemente administrativas, y en 1877 concreta que el proletariado, al transformar en propiedad del Estado los medios de producción, suprimirá el Estado como tal, y que precisamente esa toma de posesión de los medios de producción será “al propio tiempo su último acto autónomo como Estado”, y que luego se “aletargará” o “extinguirá por sí mismo”. En 1882 sigue la interpretación escatológica de ése “al propio tiempo”: ocurrirá “el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad”; con esa afirmación se ha dicho todo. Pero entonces se produce un extraño retroceso. Después de la muerte de Marx ya no oímos de labios de Engels aquel “al propio tiempo”. Cuando en 1884 proclama que toda la máquina del Estado se colocará en el Museo de Antigüedades, el momento de este importante proceso ya no lo sitúa en la hora en que se nacionalicen los medios de producción, sino para después, y evidentemente se trata aquí de un proceso más largo, puesto que el poder que relega al museo esa maquinaria es “la sociedad, que organiza de nuevo la producción sobre la base de la asociación libre e igual de los productores”, obra que, naturalmente, sólo se inicia por el acto único de la nacionalización. Eso corresponde a la fórmula del Manifiesto comunista del “curso de la evolución”, fórmula a la cual vuelve Engels en este caso, con la sola particularidad de que allí se presenta ya la concentración de la producción “en manos de los individuos asociados” como resultado de un desarrollo que tendría como consecuencia que el poder público perdiera su carácter político. En 1891, Engels retrocede más aún, tanto que ya no es necesario ni posible otro retroceso: el proletariado vencedor en la lucha de clases —según dice— no podrá menos que “extirpar lo antes posible” “los peores lados” del Estado, “hasta que una generación, educada en un ambiente social nuevo, libre, esté en condiciones de anularlo por completo”. Así lo dice Engels en su preámbulo a la nueva edición de la obra de Marx La guerra civil en Francia, en la cual Marx había escrito hacía veinte años que la clase obrera tenía que “pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, a través de los cuales se transformarán totalmente lo mismo los hombres que las circunstancias”. En su preámbulo, Engels traslada esa concepción a la época post-revolucionaria. Pero con ello se merma enormemente el peso de aquél “al propio tiempo”, puesto que ahora ya no se considera que, al nacionalizar los medios de producción, el proletariado suprimirá el Estado como Estado, sino que se limitará al principio a extirpar los peores lados del Estado hasta que se haya formado esa “nueva generación”. Y, sin embargo, precisamente en aquella obra había dicho Marx de la organización comunal de los parisienses que si la Comuna hubiese triunfado, habrían vuelto al cuerpo social todas las fuerzas que hasta entonces había devorado la monstruosidad parasitaria del “Estado”, poniendo así el acento en la transformación operada gracias a la comunalización, o sea, en el “al propio tiempo”; pues bien, Engels, en su preámbulo, retrocedió mucho más. Se puede achacar la culpa a experiencias históricas; pero si Engels se dejó influir tan profundamente por ellas, era precisamente porque ni él ni Marx tenían una línea conceptual uniforme y consecuente, enderezada a la reestructuración de la sociedad, ni una voluntad firme y constante hacia la acción descentralizadora. La herencia espiritual dividida por Lenin llevaba en su seno la discordia: política socialista de revolución sin vitalidad socialista.
Como se sabe, Lenin trató de vencer esa problemática de la doctrina de Engels insistiendo del modo más enérgico en que la “supresión” se refiere al Estado burgués, y la “extinción”, en cambio, a los “residuos del régimen proletario después de la revolución socialista”: el Estado como “poder especial de represión” es indispensable, según la definición de Engels, para la represión de la burguesía, o sea como dictadura del proletariado, como organización centralizada de su poder. Es indiscutible que en eso concuerda Lenin con la intención de Marx (y Engels); con razón invoca la frase en que Marx (1852) dice que esa dictadura es el paso a una sociedad sin clases. Pero para el Marx de 1871, para el entusiasta de la Comuna, era seguro que en medio del centralismo necesario para la acción revolucionaria se preparaba la descentralización, y cuando Engels decía que la nacionalización de los medios de producción significaba la supresión del Estado “como Estado”, aludía con eso al proceso decisivo cuyos resultados inmediatos comenzarían inmediatamente después de consumarse la acción revolucionaria.
Lenin ensalza en Marx “que en 1852 todavía no pregunte concretamente qué debe ponerse en vez de la maquinaria del Estado que se pretende demoler”. Como luego expone Lenin, se lo enseñó por vez primera la Comuna de París. Pero la Comuna de París era la realización de ideas de hombres que se habían planteado esta cuestión muy concretamente. Lenin ensalza en Marx “que se atenga estrictamente a la base objetiva de la experiencia histórica”. Pero la experiencia histórica de la Comuna resultó posible precisamente por el hecho de que en los espíritus de apasionados revolucionarios vivía la imagen de una sociedad descentralizada, desestatizada en grado muy avanzado, y que ellos se propusieron convertir en realidad. Los padres espirituales de la Comuna tenían precisamente aquella línea conceptual enderezada a la descentralización que echamos de menos en Marx y Engels, y los jefes de la revolución de 1871 intentaron, aunque con medios insuficientes, empezar a realizarla en medio de la revolución.
Lenin elude el verdadero problema de la acción con una fórmula dialéctica: “Mientras haya Estado, no hay libertad. Cuando haya libertad, ya no habrá Estado”. La dialéctica oscurece aquí el problema esencial: Examinar día a día cuál es el máximo de libertad que hoy pueda y deba realizarse, investigar cuánto “Estado” es necesario hoy todavía, y volver a sacar siempre las consecuencias prácticas. Es de suponer que mientras el hombre sea como es, no habrá nunca “libertad” en absoluto y habrá durante todo ese tiempo “Estado”, es decir, coacción; lo que importa es, día por día: no más Estado que el necesario, no menos libertad que la admisible. Y libertad significa, socialmente considerada, sobre todo libertad para la comunidad, para la comunidad libre, independiente de la coacción del Estado.
“Es evidente —dice Lenin— que no puede determinarse de ningún modo el momento a partir del cual empezará la extinción.” Eso dista mucho de ser evidente. Cuando Engels dice que, al apoderarse de los medios de producción, el Estado se convierte de hecho en representante de toda la sociedad y con ello resulta superfluo, se entiende que ése es precisamente el momento en que tendría que empezar la extinción del Estado. Si no empieza ahí, se demuestra que la tendencia a suprimir el Estado no está incluida realmente como factor determinante en la acción revolucionaria. Y, en consecuencia, no hay que esperar en absoluto de esa revolución y sus consecuencias una extinción o tan siquiera una reducción del Estado. El poder no abdica, como no lo obligue a ello un poder contrario.
En septiembre de 1917, Lenin declara que “la cuestión más apremiante y actual de la política de nuestros días” es “la transformación de todos los ciudadanos en obreros y empleados de un solo gran ‘sindicato’, a saber, de todo el Estado”. “Toda la sociedad —sigue diciendo— se convierte en una oficina y una fábrica con el mismo trabajo y el mismo salario.” Mas ¿no hace pensar eso en aquellas palabras de Engels, que ya hemos citado, sobre el carácter tiránico del mecanismo automático de una gran fábrica sobre cuya entrada podría figurar el rótulo: Lasciate ogni autonomia, voi ch’entrate? Es verdad que Lenin considera que esta disciplina de fábrica es sólo una “etapa necesaria para la depuración radical de la sociedad”; él cree que se dejará atrás tan pronto “todos hayan aprendido a dirigir autónomamente la producción social”, pues desde ese instante empezará a desaparecer la necesidad de cualquier gobierno. Sólo que Lenin no tiene en cuenta la eventualidad de que no todos tengan la capacidad para dirigir la producción y de que una misma preparación no sea capaz de suplir esa deficiencia natural. Pero la tarea que estaría más de acuerdo con la realidad humana sería más bien sustraer a la política, en la medida más amplia posible, todas las funciones del dirigir, es decir, quitarles la posibilidad de degenerar en acumulación de poder. Lo que importa no es que sólo haya directores y ya no dirigidos —eso es más utópico que cualquier utopía—, sino que la dirección siga siendo dirección y no se convierta en dominación, más exactamente: que no acepte más elemento de dominación de lo que en cada momento exijan absolutamente las circunstancias (naturalmente, esta decisión no se puede dejar en manos de los dominadores mismos).
No obstante, hubo una transformación profunda que Lenin quería efectuar “en seguida”: inmediatamente después de conquistar el poder político, los trabajadores debían “destrozar el antiguo aparato burocrático, destruirlo hasta los fundamentos, no dejar piedra sobre piedra” y reemplazarlo por una organización nueva, formada precisamente a base de esos obreros. Una y más veces repite Lenin la palabra “en seguida”. Tal como hizo la Comuna de París, es preciso tomar “en seguida” las medidas necesarias para impedir que el nuevo aparato degenere en una nueva burocracia, para lo cual figura como condición primordial la posibilidad de elegir y destituir (en el lenguaje de Marx: la “severa responsabilidad”) a los funcionarios. Esta transformación radical, a diferencia de otras, no la confía Lenin al desarrollo, sino que la incorpora a la acción revolucionaria misma, y ciertamente como una de sus acciones decididamente importantes. Es preciso crear en seguida un “nuevo tipo de aparato del Estado, inmensamente superior, incomparablemente más democrático”.
Por consiguiente, Lenin consideraba en este punto que era necesaria una modificación inmediata de la estructura social. Comprendía que sin ella, a pesar de las intervenciones de gran alcance, de las nuevas instituciones, de las nuevas leyes y de la nueva situación del poder, nada habría cambiado en la entraña de la vida pública. De ahí que, sin ser partidario de una tendencia totalmente descentralizadora, sustentara con tanta energía esa aspiración que para la Comuna de París había sido parte orgánica de una imagen descentralizada de la sociedad, y que sólo puede efectuarse cuando se tienda a realizar semejante imagen. Como exigencia aislada, no se cumplió nunca en la Rusia soviética. Del propio Lenin se refiere en una fase posterior la amarga sentencia: “Nos hemos convertido en una utopía burocrática.”
Y, sin embargo, existía un germen de transformación que, si bien no provenía de la iniciativa de Lenin, éste reconocía su importancia, aunque no su valor estructural en potencia, germen que, aun siendo autóctono, era afín a los proyectos de la Comuna de París y encerraba enormes posibilidades: los soviets. Hasta ahora, toda la historia del régimen soviético es también, además de sus otros aspectos, la historia de la aniquilación de estas posibilidades.
Los primeros soviets nacieron en la revolución de 1905 primordialmente como “organizaciones de lucha para el logro de determinados fines”, como Lenin decía entonces: primero como órganos huelguísticos, luego como cuerpos representativos para la dirección de toda la acción revolucionaria. Surgieron más espontáneamente que las instituciones de la Comuna, no a base de principios, sino como frutos imprevistos de una situación. Lenin insistía entonces frente a los anarquistas en que un consejo de obreros no es un Parlamento de obreros ni un órgano de administración autónoma. Todavía diez años después declara que los Consejos de obreros y otras instituciones análogas deben considerarse “órganos de la sublevación”, que “sólo en conexión con la sublevación” pueden ser de utilidad duradera. Sólo en marzo de 1917, después que, como dijo Trotski, la forma soviética “había renacido casi automáticamente” en Rusia y Lenin recibía en Suiza los primeros informes sobre el triunfo de la revolución, reconoce que el Soviet de San Petersburgo es “la célula germinal de un gobierno obrero” y los consejos en general fruto de las experiencias de la Comuna de París. Naturalmente, aun ahora se refiere principalmente a “la organización de la revolución”, o sea a la “segunda verdadera revolución”, o bien “al poder organizado contra la contrarrevolución”, del mismo modo que Marx consideraba que las instituciones de la Comuna eran, sobre todo, órganos de la acción revolucionaria. De todos modos, Lenin presentaba también ya a los consejos, de esencia igual a la Comuna, como “el Estado que necesitamos”, es decir, como “el Estado que el proletariado necesita” o por lo menos como “el fundamento sobre el que tenemos que seguir edificando”. Lo que pide inmediatamente después de su llegada a Rusia, contra la opinión predominante en el mismo Consejo de obreros, es “una república de consejos de diputados de obreros, trabajadores del campo y campesinos en todo el país, de abajo hasta arriba”. En ese sentido, el soviet actual es, para él, “un paso hacia el socialismo”, como para Marx lo había sido la Comuna de París, claro que sólo un paso político, de política revolucionaria, como aquella lo había sido para Marx: precisamente la institución en que cristaliza la idea revolucionaria, la “dictadura revolucionaria, es decir, un poder que se apoya inmediatamente en la iniciativa directa de las masas populares desde abajo y no en la ley decretada por un poder político centralizado”, la “‘usurpación’ directa”. Todavía ahora, la distribución del poder entre los soviets no sólo no significa para Lenin una descentralización auténtica, sino ni siquiera el comienzo para obtenerla, puesto que su función política no se incorpora al planeamiento de un vasto engranaje vital que incluya la economía y la sociedad. Lenin incluye los Consejos en un programa de acción, no en una idea de estructura.
Es característica una manifestación de Lenin que al día siguiente a su llegada hizo en una asamblea de los miembros bolcheviques de la Conferencia de Consejos Pan-rusa: “Todos nos hemos asido a los Consejos, pero no los hemos comprendido”. Por consiguiente, los Consejos ya tenían para él una significación histórica objetiva, independientemente de como ellos mismos se interpretaran, de como los interpretaran sus propios miembros. Para los mencheviques y social-revolucionarios, los Consejos eran lo que para los primeros habían sido ya en 1905 y lo que de hecho eran más o menos al llegar Lenin a Rusia: órganos para controlar el gobierno, garantía de democracia. Para Lenin y aquellos bolcheviques que lo seguían eran muchísimo más: eran ya el verdadero gobierno, la “única forma posible de gobierno revolucionario”, y hasta el nuevo Estado en ciernes, pero tampoco más que eso. Y si la forma descentralista de ese Estado in statu nascendi no estorbaba a Lenin era porque lo que en esta fase puramente dinámica de la revolución se ponía de manifiesto en el movimiento de los Consejos, era la voluntad revolucionaria unida.
El ejemplo de la Comuna de París era de importancia fundamental para Lenin, tanto porque Marx había expuesto en él —y únicamente en él— los rasgos esenciales de un nuevo orden político, como también porque el espíritu de Lenin, como en general el de los más destacados revolucionarios rusos, estaba bajo la co...

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