Breve historia de la guerra con los Estados Unidos
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Breve historia de la guerra con los Estados Unidos

José C. Valadés

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Breve historia de la guerra con los Estados Unidos

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Breve historia de la guerra con Estados Unidos ofrece, al estilo de los historiadores de la antigüedad clásica, una relación pormenorizada de las intrigas políticas, los enredos diplomáticos y las batallas que llevaron a la derrota de México y a la pérdida del territorio norteño. Destaca la contribución de Antonio López de Santa Ana y los factores militares concretos que le dieron la victoria al bando estadunidense.

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VII. LAS BATALLAS

CUATRO meses transcurrieron sin que los soldados de México y los Estados Unidos se viesen las caras, después de los acaecimientos en Palo Alto y Resaca.
El general Gaines, al tener noticias del primer encuentro con los mexicanos, se apresuró a enviar al general Taylor 8 000 hombres de refuerzo, al paso que el Congreso norteamericano autorizó el reclutamiento de 50 000 voluntarios y 10 millones de dólares para los gastos de la guerra, fijando a continuación el pago de 12 dólares a todo individuo que sentara plaza de soldado, y un donativo de 160 acres de tierra o 100 dólares en bonos del Tesoro, a quien se retirara del ejército después de haberle servido un año.
Con los reclutas enviados por Gaines y los alistados en varios estados, el ejército del general Taylor creció a más de 12 000 soldados. Mas precavido como era, el comandante de las fuerzas de los Estados Unidos dejó que amainara la temporada de lluvias para proseguir sus operaciones, organizando entretanto nuevos cuerpos de caballería y artillería pero sin perder el hilo de los movimientos de los mexicanos, para lo cual contaba con un eficaz servicio de información extendido hasta el vientre de Monterrey.
Ninguna resistencia encontró el general Taylor para ocupar las plazas de Camargo y Reynosa, en donde estableció fuentes de abastecimiento, encaminando así sus planes para atacar la capital de Nuevo León.
Notorios eran así el desgano como la ignorancia del general Francisco Mejía en las disposiciones para las obras de defensa de la amenazada plaza. Grande, en cambio, el impulso que tomaron bajo la dirección del general Pedro Ampudia, nombrado por el gobierno nacional para remplazar a Mejía.
Ampudia —natural de Cuba—, aunque con mucho de amañado y vano, era diligente y atrevido, y sustituía su falta de conocimiento de la táctica militar con su inflamable activismo. No llevaba la contabilidad de sus arbitrios, tampoco la del enemigo. Por esto, al tener noticias de la cercanía de los norteamericanos quiso tomar la ofensiva saliendo a combatir a pecho descubierto, y se hicieron necesarios numerosos esfuerzos de sus oficiales para disuadirlo de ese plan.
La vanguardia del ejército de los Estados Unidos está a la puerta de Monterrey el 13 de septiembre. A la zaga vienen tres divisiones: la de Worth, la de Twiggs y la de Butler, con 6 000 hombres. Más atrás queda igual número de voluntarios, que forman la reserva de Taylor. Los mexicanos acantonados en Marín se retiran a Monterrey, no obstante que, como le advirtiera el capitán Luis Robles al general Ampudia, Marín constituía el punto fortificable más conveniente para resistir al general Taylor con grandes probabilidades de triunfo.
Caminan despacio las columnas del enemigo, puesto que el general en jefe sabe que la fatiga de sus soldados es más peligrosa a la hora del combate que las balas de los mexicanos.
Taylor no es de los que atosiga a sus hombres. Si cae la lluvia o llega la noche, ordena al alto, y a poco, todos están bajo el techo de las tiendas de campaña, en tanto que los trenes de abastecimiento y las ambulancias se apresuran a cumplir con sus servicios.
Visten los extranjeros, a excepción de los texanos, el uniforme azul de campaña del ejército de los Estados Unidos, y presentan magníficos conjuntos de los que dejó imperecederas láminas Carl Nebel (el mismo que enseñó al mundo, en admirables litografías, los tipos mexicanos del primer tercio del siglo XIX). Traen víveres para 10 días y 40 cartuchos por plaza, mientras que el jefe de los abastecimientos recorre rancherías y pueblos comprando, a precios de oro, forrajes, bestias y alimentos, por lo cual los extranjeros leen con desdén la invitación que les hace el general Ampudia para que deserten y se dediquen a colonizar las tierras mexicanas que les ofrece.
Son tan lentos los movimientos de Taylor que no es sino hasta el sexto día de que su vanguardia llega a la vista de los defensores de Monterrey, cuando hace acampar a sus soldados en el bosque de Santo Domingo, a cuatro kilómetros de la amagada ciudad. Y allí todavía les concede un día de descanso, en tanto que él, el general en jefe, seguido de sus principales subalternos, de sus ingenieros y de su escolta, recorre el que va a ser campo de batalla, para luego situarse a un kilómetro de la ciudadela, lugar que abandona a los primeros disparos que le hacen los mexicanos.
Éstos, en número de 7 000, esperan el momento del ataque. Poco menos de la mitad pertenece al ejército regular de la República; los más han sido reclutados violentamente en Guanajuato, Querétaro, Aguascalientes, San Luis Potosí y Nuevo León. Tienen 22 cartuchos por plaza, víveres para cinco días y 42 cañones viejos y de corto alcance, pero tanta es la escasez de metralla que Ampudia ordena la limitación de los tiros.
Hombre de pulso, aunque sin organización, el general Ampudia en la proximidad del combate da órdenes y contraórdenes. Exceptuando el punto llamado ciudadela, establecido en la nueva catedral, las otras fortificaciones son endebles, y siempre con la tentación de probar fortuna fuera de sus líneas, y seguro del patriotismo y ardimiento de sus soldados, que incesantemente piden salir a batir al enemigo, Ampudia descuida las alturas. Además, la línea de los atrincheramientos es tan reducida que por sí sola inhabilita los movimientos de la caballería.
Con el propósito de cortarlo, la división de Worth avanza, por fin, la tarde del día 20 hacia el camino de Saltillo, y al descubrir este movimiento, ordena Ampudia que una columna de caballería trate de impedirlo. Taylor, para distraer la atención de los defensores de la plaza, carga las divisiones de Butler y Twiggs sobre el norte de la ciudad, al mismo tiempo que auxilia a Worth con un cuerpo de dragones y otro de texanos. Al frente de éstos va el gobernador de Texas, Henderson.
Se da cuenta el general Ampudia, tras del primer ataque de los extranjeros, de la importancia que en la defensa de Monterrey puede tener el fortín de Tenería, cuya demolición había ordenado, por lo que manda al ingeniero Luis Robles a reconstruirlo, y como todo se hace de noche y de prisa, los parapetos quedan sin concluir y el foso sin “la anchura ni profundidad necesarias”. Luego, establece en el reducto una guarnición de 200 hombres. No se ha ocupado, en cambio, el general Ampudia en proporcionar más fuerza a las posiciones en el cerro del Obispado, que es punto dominante sobre la plaza.
Truenan, desde las primeras horas del 21, los cañones de un lado y del otro. Hacia el camino de Saltillo da una brillante carga la caballería de Guanajuato y, aunque a última hora intentan auxiliarla los lanceros de Jalisco a las órdenes del general Teófilo Romero, la superioridad numérica de los jinetes de Worth hace retroceder a los mexicanos, y con esto, los extranjeros quedan dueños del campo, en seguida de las lomas desde las que pueden dominar el fuerte del Obispado y, por fin, el reducto de la Federación.
Entretanto, y descubriendo que el propósito del enemigo es asaltar los parapetos de Tenería, Ampudia ordena al general Rafael Vázquez salir de la plaza con 600 jinetes para amenazar la espalda de los atacantes. Mas es tanta la precipitación con la que se lleva a cabo esta maniobra, que Vázquez deja en la ciudad las cajas de los cuerpos y los equipos de jefes y oficiales, aparte de que sus hombres sólo van armados de lanzas y sables.
Los soldados de Twiggs avanzan sobre el reducto de Tenería, que primero manda el general Mejía y después el coronel José María Carrasco, y creen envolver fácilmente a los mexicanos, pero ignorando la existencia de parapetos casi invisibles, caen en una trampa y pierden muchos hombres.
Efectúan dos feroces asaltos con funestos resultados. Cargan sobre ellos los lanceros de México y, desbandados, retroceden. Ante tal audacia y bravura, Taylor envía más tropas en auxilio de los atacantes y él mismo se presenta en el campo de la acción. Luego, dispone que la artillería de grueso calibre abra el fuego sobre el reducto mexicano, que continúa defendiéndose no obstante que a los patriotas se les han agotado las municiones. El enemigo está indeciso, ha sufrido fuertes bajas y ha caído su moral. Taylor ordena la retirada, pero en esos minutos, dos compañías de soldados norteamericanos, acosadas por las metrallas de la ciudadela, buscando refugio, penetran por casualidad en un cobertizo que era la entrada del baluarte. Los mexicanos quedan entre dos líneas enemigas y, como ya no tienen municiones, optan por evacuar la posición, aunque todavía quedan cinco valientes, que al fin se rinden.
Worth tenía puesta la mirada hacia la loma del Obispado, defendida por 200 hombres y, mediante una rápida y valiente operación, se hizo del punto. Los norteamericanos quedaron dueños de las alturas y con la ocupación de la Tenería, de hecho, terminaron dentro de la ciudad.
Ampudia, ante esos acontecimientos, ordenó que sus tropas fuesen concentradas, reduciendo así la superficie defendida. El combate, pues, siguió en las calles y en las casas. Los norteamericanos perforaban muros y avanzaban. Escasas eran las municiones de los patriotas. El enemigo se había apoderado de los abastecimientos de boca reunidos por Ampudia. Éste intentó varias cargas de caballería, que sólo se prestaron al blanco de los extranjeros, por lo cual, y sintiéndose perdido, envió un parlamentario al general Taylor, quien en respuesta pidió que los mexicanos hicieran un juramento de no volver a tomar las armas contra el ejército de los Estados Unidos, a lo cual contestó Ampudia, indignado, que ni él ni sus soldados estaban dispuestos a aceptar una deshonrosa capitulación. Mas debido a la mediación del general Worth, Taylor minoró sus exigencias, y el 24 de septiembre se firmó un convenio conforme al cual los mexicanos se retiraban de la plaza llevando los “oficiales sus espadas, la infantería sus armas y equipos, y la artillería una batería de campaña” que no excediera de seis piezas con 24 tiros cada una.
Se concertó también en el acta de capitulación un armisticio de siete semanas, durante las cuales el ejército norteamericano se comprometía a no trasponer una línea que, partiendo de Matamoros y siguiendo a Linares y Ciudad Victoria, terminase en Monterrey, con la “esperanza de que con esa suspensión de hostilidades” se pudiese hacer “un arreglo de paz honroso para las dos naciones”.
Con mucha dignidad salieron los mexicanos de la capital de Nuevo León, que otra hubiese sido su suerte si Ampudia, con un poco de talento militar, hubiera elegido otro sitio, y no su casco, para defenderla.
Entretanto llega a su término el armisticio firmado entre los combatientes en el norte de la República, y el comodoro S. Conner opera con su escuadra, hábil —y piráticamente también— sobre los puertos mexicanos del Golfo.
Con cuatro fragatas y ocho buques menores se presenta el comodoro frente a la barra de Alvarado, con intenciones de llevar a cabo un desembarco el 16 de octubre de 1846. La plaza está defendida por los patriotas de Acayucan, Tlacotalpan, Cosamaloapan y Alvarado.
Empieza el comodoro bombardeando los atrincheramientos mexicanos y, en seguida, envía numerosas lanchas para forzar el paso de la barra. Por ser de poco alcance, los cañones de los mexicanos no causan daño alguno al enemigo, pero conforme los barcos norteamericanos se acercan a las baterías de los patriotas empiezan a sufrir perjuicios, principalmente el buque insignia.
Conner no persevera, y como ve la inutilidad de los proyectiles que lanzan sus embarcaciones, suspende sus fuegos, y con averías en su propia nave abandona la empresa.
Menos desafortunada es la expedición que manda a las playas de Tabasco bajo las órdenes del comodoro Perry. Éste cae inesperadamente sobre el puerto de Frontera el 23 de octubre y se apodera de la población y de dos buques mercantes; al siguiente día sigue por las aguas del Grijalva y llega a San Juan Bautista (Villahermosa), “intimando rendición a la ciudad”; pero, como los patriotas tabasqueños se niegan a entregarse y se disponen a la defensa, abren el fuego los barcos norteamericanos sobre la población, al paso que desembarcan los marinos extranjeros. No se arredran los mexicanos y combaten. Deja Perry que termine el día, y por la noche leva anclas, no sin llevarse un buen botín: cinco buques mercantes.
Pero si en Tabasco y Veracruz se hizo resistencia a la armada de Conner, no así en Tampico. Este puerto se encontraba preparado para la defensa, por lo cual pocos fueron los daños sufridos al ser bombardeado por Conner en el mes de junio. Lo guarnecían 4 000 soldados con 25 piezas de artillería, a las órdenes del general Anastasio Parrodi; mas el general Santa Anna, al tener noticias del plan del gobierno de los Estados Unidos de atacar la plaza simultáneamente con fuerzas de mar y tierra, ordenó a Parrodi la evacuación de Tampico por no creerle punto defendible.
Precipitada fue la maniobra. Se perdió una parte de la artillería y, faltando carros para la transportación, el equipo de las tropas mexicanas quedó diseminado, y como muchas eran las órdenes, cundió el desaliento y, con esto, la deserción de los soldados y de los defensores de Tampico, que abandonaron la plaza el 27 de octubre. Sólo pudieron reunirse en Tula, punto de concentración dispuesto por Santa Anna, 2 500 hombres, que luego marcharon a San Luis Potosí a embarnecer el ejército de operaciones sobre Saltillo.
Aunque no sin mover la salida de una columna, con el general Wool a la cabeza, de San Antonio (Texas) hacia el norte de Coahuila y con el propósito de hacerla penetrar más tarde en el estado de Chihuahua, el general Taylor permaneció en Monterrey dando composic...

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