La poética de la ensoñación
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La poética de la ensoñación

Gaston Bachelard, Ida Vitale, Ida Vitale

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La poética de la ensoñación

Gaston Bachelard, Ida Vitale, Ida Vitale

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Discutido y polémico, mas no fácil de objetar en sus proposiciones innovadoras, Bachelard emprende aquí un camino prometedor para todos aquellos que se hallen dispuestos a entrar en el territorio de lo inasible, cuya concreción permite el acceso a lo fecundo, abierto por la libre imaginación creadora.

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Information

III. LAS ENSOÑACIONES QUE TIENDEN
A LA INFANCIA

Solitude, ma mère, redites-moi ma vie.[*]
O. W. DE MILOSZ, L’amoureuse iniciation,
Grasset,…
Je n’ai vécu, en quelque sorte, que pour avoir à quoi survivre. En confiant au papier ces futiles remembrances, j’ai conscience d’accomplir l’acte le plus important de ma vie. J’étais prédestiné au Souvenir.[**]
O. W. DE MILOSZ, L’amoureuse iniciation,
Grasset, p. 2.
Je t’apporte d’une eau perdue dans ta mèmoire—
suis-moi jusqu’à la source et trouve son secret.[***]
PATRICE DE LA TOUR DU PIN, Le second jeu,
Gallimard, p. 106.

1

CUANDO, en la soledad, soñamos largamente, alejándonos del presente para revivir los tiempos de la vida primera, varios rostros de niños vienen a nuestro encuentro. Fuimos varios durante ese ensayo de nuestra vida, en nuestra vida primitiva. Sólo hemos conocido nuestra unidad por los cuentos de los demás. Siguiendo el hilo de nuestra historia contada por ellos, terminamos, año tras año, por parecernos. Reunimos nuestros seres en torno a la unidad de nuestro nombre.
Pero la ensoñación no cuenta. O al menos hay ensoñaciones tan profundas, ensoñaciones que nos ayudan a descender tan profundamente en nosotros que nos desembarazan de nuestra historia, nos liberan de nuestro nombre. Esas soledades de hoy nos devuelven a nuestras soledades primeras. Éstas, soledades de niño, dejan en algunas almas marcas imborrables. Toda la vida está sensibilizada por la ensoñación poética, por una ensoñación que sabe el precio de la soledad. La infancia conoce la desdicha gracias a los hombres. En la soledad puede distender sus penas. El niño se siente hijo del cosmos cuando el mundo de los hombres lo deja en paz. Y es así como en la soledad, cuando es señor de sus ensoñaciones, el niño conoce la dicha de soñar, que será más tarde la dicha de los poetas. ¿Cómo no sentir que hay una comunicación entre nuestra soledad de soñador y las soledades de la infancia? Por algo en la ensoñación sosegada seguimos con frecuencia la pendiente que nos devuelve a nuestras soledades infantiles.
Dejemos al psicoanálisis el cuidado de curar las infancias maltratadas, y los pueriles sufrimientos de una infancia indurada que oprime la psique de tantos adultos. Hay una tarea abierta a un poeticoanálisis que podría ayudarnos a reconstruir en nosotros el ser de las soledades liberadoras. El poeticoanálisis debe devolvernos todos lo privilegios de la imaginación. La memoria es un campo de ruinas psicológicas, un revoltijo de recuerdos. Toda nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo. Al reimaginarla tendremos la suerte de volver a encontrarla en la propia vida de nuestras ensoñaciones de niño solitario.
De ahí que las tesis que pretendemos defender en este capítulo terminen todas haciendo reconocer la permanencia en el alma humana de un núcleo de infancia, de una infancia inmóvil pero siempre viva, fuera de la historia escondida a los demás, disfrazada de historia cuando la contamos, pero que sólo podrá ser real en esos instantes de iluminación, es decir, en los instantes de su existencia poética.
Mientras soñaba en su soledad el niño conocía una existencia sin límites. Su ensoñación no es simplemente una ensoñación de huida. Es una ensoñación de expansión.
Hay ensoñaciones de infancia que surgen con el brillo de un fuego. El poeta vuelve a encontrar su infancia al decirla con verbo de fuego:
Verbe en feu. Je dirai ce que fut mon enfance.
On dénichait la lune rouge au fond des bois.[1]
[Verbo encendido. Diré lo que ha sido mi infancia. / Descubríamos la luna roja en el fondo de los bosques.]
Un exceso de infancia es un germen de poema. Nos burlaríamos de un padre que por amor a su hijo fuese a “descolgar la luna”. Pero el poeta no retrocede ante ese gesto cósmico. Sabe, en su ardiente memoria, que se trata de un gesto de infancia. El niño sabe bien que la luna, ese gran pájaro rubio, tiene su nido en alguna parte del bosque.
Así, las imágenes de la infancia, las que un niño ha podido crear, las que un poeta nos dice que un niño ha creado, son para nosotros manifestaciones de la infancia permanente. Son imágenes de la soledad. Hablan de la continuidad de las ensoñaciones de la gran infancia y de las ensoñaciones del poeta.

2

Parece natural que si nos ayudamos con las imágenes de los poetas, la infancia se revele como psicológicamente bella. No podemos menos que hablar de belleza psicológica ante un acontecimiento atrayente de nuestra vida íntima. Esta belleza está en nosotros, en el fondo de nuestra memoria. Su belleza es la de un vuelo que nos reanima, que pone en nosotros el dinamismo de una belleza viva. En nuestra infancia el ensueño nos daba la libertad. Y llama la atención que el dominio más favorable para recibir la conciencia de la libertad sea precisamente el ensueño. Captar esta libertad cuando interviene en una ensoñación infantil sólo resulta una paradoja cuando se olvida que seguimos soñando con la libertad como cuando éramos niños. Fuera de la libertad de soñar, ¿qué otra libertad psicológica tenemos? Psicológicamente, sólo en la ensoñación somos seres libres.
Guardamos en nosotros una infancia potencial. Cuando vamos tras ella en nuestras ensoñaciones, la revivimos en sus posibilidades, más que en la realidad. Soñamos con todo lo que podría haber llegado a ser, soñamos en el límite de la historia y de la leyenda. Para alcanzar los recuerdos de nuestras soledades, idealizamos los mundos en los que fuimos niños solitarios. Darse cuenta de la idealización real de los recuerdos de infancia, del interés personal que tomamos en ellos, es, pues, un problema de psicología positiva. Así, hay comunicación entre un poeta de la infancia y su lector mediante la infancia que dura en nosotros. Esta infancia permanece como una simpatía de apertura a la vida, permitiéndonos comprender y amar a los niños como si fuésemos sus iguales en primera vida.
Un poeta nos habla y nos sentimos agua viva, fuente nueva. Oigamos a Charles Plisnier:
Ah! Pourvu que j’y consente
mon enfance te voici
aussi vive, aussi présente
Firmament de verre bleu
arbre de feuille et de neige
rivière qui court, où vais-je?[2]
[¡Ah! Siempre que yo lo admita / aquí estás infancia mía / tan viva, tan presente / Firmamento de vidrio azul / árbol de hoja y nieve / río que corre, ¿dónde voy?]
Al leer estos versos veo el cielo azul por encima de mi río en los veranos del siglo pasado.
El ser del río atraviesa sin envejecer todas las edades del hombre, de la infancia a la vejez. Y por ello, experimentamos como una especie de duplicación de ensoñación cuando, ya tarde en la vida, intentamos revivir nuestras ensoñaciones de infancia.
Esa duplicación de ensoñación, esa profundización que sentimos cuando soñamos con nuestra infancia, explica que en toda ensoñación, incluso en esa en que nos sume la contemplación de una gran belleza del mundo, en seguida nos encontremos en la pendiente de los recuerdos; insensiblemente nos vemos arrastrados a antiguas ensoñaciones, a veces tan antiguas que no cabe pensar en fecharlas. Un resplandor de eternidad desciende sobre la belleza del mundo. Estamos frente a un gran lago cuyo nombre saben los geógrafos, en medio de altas montañas, y de pronto retrocedemos hacia un lejanísimo pasado. Soñamos mientras recordamos. Recordamos mientras soñamos. Nuestros recuerdos nos vuelven a dar un simple río que refleja un cielo apoyado en las colinas. Pero la colina crece, la curva del río se ensancha. Lo pequeño se vuelve grande. El mundo de la ensoñación de infancia es también grande, mayor que el mundo ofrecido a la ensoñación actual. Existe comercio de grandeza entre la ensoñación poética ante un gran espectáculo del mundo y la ensoñación de infancia. De este modo, la infancia está en los orígenes de los mayores paisajes. Nuestras soledades de infancia nos han dado las inmensidades primitivas.
Soñando con la infancia, volvemos a la cueva de las ensoñaciones, a las ensoñaciones que nos han abierto el mundo. La ensoñación nos convierte en el primer habitante del mundo de la soledad. Y habitamos tanto más el mundo cuanto que lo habitamos como el niño solitario habita las imágenes. En el ensueño del niño, la imagen prevalece sobre todo. Las experiencias sólo vienen después. Van a contraviento de todas las ensoñaciones de vuelo. El niño ve mucho y bien. La ensoñación hacia la infancia nos entrega a la belleza de las imágenes primeras.
¿Puede ser el mundo tan bello ahora? Nuestra adhesión a la belleza primera fue tan fuerte que si la ensoñación nos devuelve a nuestros más queridos recuerdos, el mundo actual resulta totalmente descolorido. Un poeta que escribe un libro de poemas bajo el título: Jour de béton [Días de cemento] puede decir:
…Le monde chancelle
lorsque je tiens de mon passé
de quoi vivre au fond de moi-même.[3]
[El mundo vacila / cuando recibo de mi pasado / de qué vivir en el fondo de mí mismo.]
¡Ah! ¡Qué sólidos seríamos dentro de nosotros mismos si pudiéramos vivir, revivir, sin nostalgia, ardorosamente en nuestro mundo primitivo!
En suma, esta apertura hacia el mundo de la que se valen los filósofos no es sino una reapertura al mundo prestigioso de las primeras contemplaciones. Dicho de otro modo, esta intuición del mundo, esta Weltanschauung, no es otra cosa que una infancia que no se atreve a decir su nombre. Las raíces de la grandeza del mundo se unen en una infancia. El mundo comienza para el hombre por una revolución de alma que a menudo se remonta a una infancia. Una página de Villiers de L’Isle-Adam nos dará un ejemplo. En su libro Isis, escribió, en 1862, de su heroína, la mujer dominadora:[4]
El carácter de su espíritu se determinó solo, y fue por oscuras transiciones que alcanzó las proporciones inmanentes en que el yo se afirma. En cuanto a la hora sin nombre, la hora eterna en la que los niños dejan de mirar vagamente el cielo y la tierra, para ella sonó en su noveno año. Lo que en los ojos de esta jovencita soñaba confusamente, desde ese momento quedó con una luz más fija: se hubiese dicho que experimentaba el sentido de sí misma despertándose dentro de nuestras tinieblas.
Así, “en una hora sin nombre”, “el mundo se afirma para lo que es” y el alma que sueña es una conciencia de soledad. Al final del relato de Villiers de L’Isle-Adam (p. 225), la heroína podrá decir: “Mi memoria abismada de pronto en los profundos dominios del sueño, experimentaba inconcebibles recuerdos”. El alma y el mundo, juntos, están, así, abiertos a lo inmemorial.
De este modo en nosotros, como un fuego olvidado, siempre una infancia puede volver a despertar. El fuego de antes y el fuego de hoy se tocan en un gran poema de Vicente Huidobro:
En mi infancia nace una infancia ardiente como un alcohol
Me sentaba en los caminos de la noche
A escuchar la elocuencia de las estrellas
Y la oratoria del árbol
Ahora la indiferencia nieva en la tarde de mi alma.[5]
Esas infancias que sobrevienen del fondo de la infancia no son de verdad recuerdos. Para medir toda su vitalidad, un filósofo tendría que poder desarrollar todas las dialécticas demasiado pronto resumidas por esas dos palabras, imaginación y memoria. Vamos a co...

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