¿En qué espacio vivimos?
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¿En qué espacio vivimos?

Javier Bracho

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¿En qué espacio vivimos?

Javier Bracho

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Über dieses Buch

Javier Bracho desarrolla la noción más moderna que se tiene del espacio e invita al lector a vivir una serie de experiencias relacionadas con los distintos mundos posibles a partir de los diferentes espacios; experiencias que al principio nos parecen fantásticas y que nos hacen entrar en contacto con la geometría de finales del siglo XX.

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Information

Jahr
2012
ISBN
9786071603319

1. ¿EN QUÉ ESPACIO VIVIMOS?

(Donde el autor se hace una pregunta)
LA PREGUNTA ¿en qué espacio vivimos?, (con sus relativas: ¿qué forma tiene el mundo? o ¿de los posibles universos, cuál es el nuestro?) no encuentra respuesta en este libro, ni en ningún otro, aunque se trate en muchos. Es una pregunta profunda, humana y vigente desde el origen de la historia. Preguntárnosla, con cualquiera de sus posibles matices o acepciones y en alguno de sus niveles de generalidad, sin duda nos ayudó a abandonar la prehistoria. Y desde entonces, mucho se ha trabajado sobre ella con los enfoques y los resultados más diversos: harto se ha dicho. Con la atención suficiente, siempre es posible escuchar en las raíces de las culturas que hablan algún esbozo de esta misma pregunta; aunque venga en tono de respuesta.
Al preguntarnos ¿en qué espacio vivimos? se incluyen ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos? tras la reciente amalgama einsteiniana del espacio y el tiempo; cabe, incluso ¿qué somos? al dirigir la mirada a nuestro espacio orgánico, cognoscitivo, sensitivo, íntimo.
Pero en vez de pasmarnos al ampliar el espectro, o al rastrear en la cultura la fuerza motriz de esta inocua pregunta, enfrentémosla.
¿En qué espacio vivimos?
Si como buen lector, o como simple autor, le entramos al torito, se antoja de volón husmear en el morral de nuestra cultura personal a ver si aparece por ahí alguna latita que destapar, algún rollito prefabricado que soltar. Es grande la tentación de compendiar lo que sabemos sobre el tema. Pero sería, en cierta forma, evadir la pregunta, sepultarla bajo erudición al dejar que otros hablen por nosotros. No. Como simples seres humanos, transcurriendo cotidianamente en este universo, ¿qué podemos decir sobre él? Tenemos la asombrosa capacidad de conmovernos y hasta de angustiarnos u obsesionarnos con nuestra inmensa ignorancia sobre nuestro entorno: usémosla. Dudemos de todo lo que sabemos, pues gran parte de ello es un acto de fe; y si no lo fuera, sólo se afianzaría con el embate del cuestionamiento. Podemos enfrentarnos sin más herramientas que nuestra experiencia cotidiana y nuestra razón al problema de describir nuestro espacio. Intentémoslo.
Recordemos que son innumerables los modelos de universo que han sido fielmente creídos y apasionadamente defendidos por algún ser humano en alguna época. ¿Qué nos hace suponer que el nuestro, explícito o no, es mejor? ¿Qué es lo que hace a alguno de estos modelos más "realista" que otro? La mejor opción no tiene nada que ver con quienes sostienen el modelo en cuestión, o dónde, o cuándo lo sostienen (podemos suponer que somos nosotros), es simplemente la que resiste mejor el ataque crudo y descarnado del razonamiento, del sentido común, que, a su vez, varía conforme al tiempo y en relación directa con el uso que de él hagan las culturas: el destilado que va produciendo este proceso milenario es quizá lo que llamamos ciencia.
Pero recordemos también que en nuestros primeros meses de vida aprendimos a percibir nuestro espacio y que en los años subsecuentes empezamos a desplazarnos en él, a dominar, en pequeña escala y con torpezas, su materia, a convivir con sus imposiciones ineludibles: los cuerpos caen y duele, el día y la noche, las estaciones—de perdis: las vacaciones—, la Luna, el Sol y las estrellas. Aprendimos también a pensar. Los años se han ido acumulando. Algo debemos saber o suponer sobre el espacio en que transcurre nuestra vida. Qué podemos decir sobre ¿cómo es?
¿En qué espacio vivimos?
Esta es la pregunta que se plantea el autor en esta obra; abordándola en diversos tiempos, a través de variados personajes, con distintos enfoques, y con resultados parciales independientes. El formato es el de un libro de cuentos. Todos ellos giran en torno al mismo tema, la pregunta que los compendia, con el único afán de aproximarse a la geometría del Universo; es decir, de transmitirle al lector que empieza a hojearlos alguna idea, aunque sea vaga, de hacia dónde nos lleva, desde la humilde perspectiva de uno de sus trabajadores, la geometría de este siglo.

2. EL CUENTO DE ESTE LIBRO

PARA un matemático, la pregunta "¿qué haces?" es difícil de responder con más precisión que un vago "matemáticas", "álgebra" o, en mi caso, "topología". Para el común de los mortales estos vocablos tienen muy poco contenido concreto, o bien, si llegan a tenerlo, con frecuencia dista mucho de lo que en realidad son los objetos de nuestro estudio o los motivos de nuestros desvelos y frecuentes divagaciones.
Hace ya algunos años enfrenté la pregunta "¿qué haces?" con un poco más de gallardía: "estudio espacios diversos", contesté, mordiéndome la lengua en el "topológicos" para no cortar de tajo la conversación. "¿Cómo?"—arremetió mi interlocutor—"¿qué no es éste el único espacio que hay?"… "Bueno, sí: es el espacio físico. Pero aún no sabemos cuál es él, dentro de las posibilidades matemáticas que hay. Es más, ni siquiera conocemos con precisión la lista de estas posibilidades." Para mis adentros pensaba en el gran problema de clasificar las variedades de dimensión tres. La sonrisa de escéptico reconocimiento que recibí me hizo sentir en buen camino. Con este enfoque, que me hacía aparecer como un científico con preocupaciones de gran envergadura y arraigo histórico, me aventuré a dar algunas pláticas de divulgación; a la estimulante respuesta que tuve de aquel público —ya de por sí ligado a la divulgación de la ciencia, para mi fortuna— se debe este libro. Aunque había algo de teatral en presentarme como alguien preocupado profesionalmente en la pregunta "¿en qué espacio vivimos?", daba con esto pie para hablar de bandas de Moëbius, Toros (donas), geometrías no euclidianas y espacios de múltiples o de infinitas dimensiones, en un contexto que los situaba más acá que meros, extravagantes o intrascendentes "divertimentos matemáticos". Me aproximaba al tema que trabajaba en aquella época, la noción de variedad y de sus estructuras, a la vez que rozaba un área que a lo largo de este siglo en agonía ha sido fundamental: la topología de dimensiones bajas; y le tiraba a este par de pájaros con uno de sus posibles subproductos para siglos venideros: "a los matemáticos nos gustaría"—decía yo—"entregarles a los físicos y a los astrónomos una lista completa, clara y racional de las posibles formas del Universo; al confrontarla con sus observaciones, quizás puedan decidir cuál es la buena". Y lo teatral, debo aclarar, derivaba del hecho de que ningún matemático piensa en esto cuando hace matemáticas. Nuestros móviles son mucho más concretos y mundanos, la belleza intrínseca de los entes que tratamos, la obsesión por entender lo que no entendemos, por afianzar lo efímero, o bien, la simple "gloria". Sin embargo, me convencí de que para la divulgación este enfoque era fértil.
Inclusive, me senté a escribir un articulillo. En él me lanzaba al ruedo contra el siguiente torito: "A ver: como simple matemático, es decir, sin necesidad de salir de este cuarto y con base en razonamientos precisos que parten de un mínimo de hipótesis —que, como parte del problema, también hay que establecer—, ¿puedes demostrar que la Tierra es redonda?" Ejercicio nada sencillo del que pretendía derivar la necesidad de formalizar la definición de variedad, en particular la de superficie y, ya entrados en gastos, dar su clasificación (uno de los teoremas más bellos y redondos de la topología, al que se asocian grandes nombres como Euler, Riemann y Poincaré); proyecto demasiado ambicioso que nunca pasó de un borrador inconcluso, inédito y perdedizo.
Pasaron los años, y un día un amigo irrumpió en mi cubículo: "Te invito a escribir un libro de divulgación, la serie ya está armada, pero todavía no hay nada de matemáticas, tú dices, ¿le entras?"
—¡Sale!
A la vuelta de la esquina tuvo título y un primer índice. Empezaría con lo que ya tenía, era cosa de desempolvar lo que llegó a ser conocido como "el de Colón", y trabajar lo que le faltaba (toda la parte técnica); seguiría con las bases matemáticas mínimas para poder introducir al lector a las 3-variedades y sus estructuras geométricas: con esto concluiría. Y para romper el miedo a "doblar" la tercera dimensión y a trabajar con dimensiones más altas, ¡qué mejor que Flatland! Reseñaría en el capítulo 5 el libro de Edwin Abott, clásico en la línea trazada casi contemporáneamente por Lewis Carroll (sí: el de Alicia en el país de las maravillas). Definitivamente tenía algo qué decir sobre Flatland; antes que nada, traducirlo "Planotitlán" en vez de "Planilandia". Con este índice como de diez capítulos firmé el contrato con el Fondo, para su serie "La Ciencia desde México".
Pasaron los meses, tuve que negociar un nuevo plazo de entrega, pues la parte técnica—la que faltaba—no lograba atarme a la máquina. Además, "el de Colón" y el rápido borrador de "Planotitlán" no tenían continuidad, o bien, necesitaban de un contrapeso literario más hacia el final del libro. Así, maduró la idea de hacerlo como libro de cuentos que trenzaran una malla, una trama literaria, en la cual la formalización matemática quedara entretejida, intercalada pero bien separada; de tal forma que al hojearlo con prisa, el lector aburrido o perdido pudiera regresar a la superficie, a la trama principal y empezar de nuevo, fresco y desde cero, con un cuento independiente.
Me gustaba esta idea, pues asemejaba la forma en que se atacan los textos matemáticos: primero pasa uno a grandes zancadas en busca de las ideas principales, luego escudriña por los huecos y los va rellenando, más tarde se miran con lupa los detalles para ir reconstruyendo lo que está detrás del texto, las matemáticas a las que alude, para, finalmente, tratar de ir más allá de lo que está escrito. En este proceso uno se ayuda de lápiz y papel, de otros textos o de lo que pueda; cada lector sigue su itinerario, no tiene por qué seguir el orden arriba establecido, inclusive el orden lineal del texto; y se dedica a este objetivo el tiempo-pensamiento que puede ir desde cero hasta toda una vida productiva.
El plan de trabajo se aclaraba. Había que terminar primero la trama literaria, esqueleto del libro. El nombre mágico y liberador de "cuento", junto con fraternales palmaditas de "síguele", me encerraron contra el capítulo 8, pariendo así, tras largos meses arreando el teclado, lo que acabó por llamarse la "Sonata".
Ésta exigió de mi parte mucho más de lo matemático que tengo, que lo que hubiera yo esperado en un principio. De tal manera que al concluir, meses después, con los "Apuntes del escenógrafo", me di por bien servido en cuanto al entretejido técnico del libro, que acabó por concentrarse en dos cúmulos, uno de física y otro de geometría, que, amenizando sus intermedios, hacen referencia únicamente a la Sonata, en búsqueda de la autocontención.
Este enfoque definido me hacía ver el material geométrico que había yo usado en una nueva perspectiva; asaltándome entonces problemas a la vuelta de cada esquina. Algunos los resolví, otros más quedaron como ejercicios o imprecisiones, y otros, no menos difíciles, los resolví en silencio.
Decidí, para sacar del silencio un problema relevante, que la terminología debe estar al servicio de las ideas, y nunca a la inversa, dejando así que los bautizos de los términos que debía nombrar corrieran a cargo del contexto. Se produjeron choques con los términos que en la matemática actual se usan para el mismo objeto, por ejemplo, "universito" vs "3-variedad riemanniana compacta" o "espacio perceptivo" vs "espacio tangente". Si llego a confundir a los estudiantes por esta decisión, tómenlo como un reto. Aunque, a decir verdad, esta lucha terminológica nunca fue desigual debido a mi formación matemática.
Engordó el manuscrito. Había pasado ya mi segunda fecha de entrega, y quedaban aún grandes huecos en el índice. Pero éstos habían perdido su relevancia pues pretendían llenar generalidades, mientras que la Sonata me había concentrado en ejemplos concretísimos. Decidí entonces que era más importante dejar al lector con esas vivencias mínimas que atiborrarlo de "conocimiento"; además, el fin de esta aventura quedaba al alcance de la mano. Con un brochazo "al de Colón", que se sacudió en "el oso de Fernando", un retoque a la introducción y una pintadita de fachadas en Planotitlán en unos meses entregué una versión completa a mis editoras y cuates. El comité se tomó su tiempo, fundamental para que yo pudiera ver el libro en perspectiva. Y a la voz de ¡újule! concluí con esto.
Este cuento, aunque de la narrativa parezca, no es de un solo personaje; en distintos tiempos y a distintas frecuencias, intervinieron en él muchísimas personas, más de las que voy a mencionar. Marisela, las Alicias, Gerardo, Lucy y Antonio en el arranque. Irene, Julio, Pilar, Ana Teresa y Juan al meter segunda, con los acentos, eses, ces y zetas. No faltaron estímulos como los de Andrea, Jaime, Roberto y Mario. Felipe, desprendiéndose con cariño de un epígrafe básico. Héctor Manjarrez, Marcelo Uribe y mi Coral dándome seguridad y aliento en momentos precisos. Eduardo Sepúlveda con su asentado oficio fotográfico. Y tuvo también, además de mi estudio itinerante, otros escenarios. El Instituto de Matemáticas de la UNAM, que me ha dado la libertad de perseguir mis sueños para concretarlos. Ahí, guiaban Alberto Barajas y Víctor Neumann sin percatarse; acompañaban Luis Montejano —trabajando duro en el hermano que balancea la imagen de las matemáticas en esta serie—, Peter Greenberg, Hamish Short, y El Irracional en pleno, Isabel Puga y Socorro Soberón, opinando con vara alta en la empresa, así como Irene Cruz González y Alfonso Serrano, desde el Instituto vecino. Además, empujaban Lucero y Concha con la nube de moscos que las persigue y nos motiva con su ebullición. Y por otro lado estuvo el Fondo, a través de sus dos encantadoras editoras, María del Carmen Farías y Alejandra Jaidar, y el amigo que irumpió en mi cubículo: Juan José Rivaud, quien acaba de dar la voz de ¡újule! Y colorín colorado, lo que trataba este cuento, no se ha acabado.
Junio de 1988

3. RELATIVIDAD EN LA CORTE DE LOS REYES CATÓLICOS

Colónrepresentando a todos aquellos valientes y visionarios que lucharon en pos de la total redondez de la Tierrahizo con nuestra idea de mundo lo que Einstein con la de Universo: nos la curveó. Pasaronambosde la plana rigidez euclidiana a nuevas geometrías. En este episodio nos tomamos la libertad de fantasear sobre el tema.
VAYAMOS quinientos años atrás. Pero quedémonos aquí, en la Gran Tenochtitlán, la región más transparente del aire, extendiéndose infinita en sus pequeñas ramificaciones urbanas. ¿Qué responderíamos, siendo alguno de sus habitantes, a la pregunta: qué forma tiene el mundo?
Diríamos, por supuesto, que la Tierra es plana. Vivimos en nuestras casas, transitamos por las calzadas, y cuando el diario trajinar por la ciudad nos permite echar un vistazo al horizonte, más allá del mercado, vemos una planicie inmensa rodeada de montañas, su volcán y su volcana. Para salir de ese valle usaríamos los mismos recursos que para movernos en nuestra casa o en nuestro barrio, caminar hacia adelante girando al gusto. Esto se continúa y se continúa, y luego, dicen los viajados, llega el mar. Así es la Tierra, plana. Aunque en lo pequeño, como nosotros, haya una tercera dimensión que nos permite mover objetos, vivir y ver que todo lo material está pegado a la Tierra, que se extiende como un gran manto arrugado. Y además están los dioses: pero que de ellos hablen los que dicen saber.
Esta visión del mundo no difiere en nada de la que tienen, como cultura, los europeos; ni de la que aún usamos para lidiar con el mundo cotidiano: la Tierra es un plano que nos tiene agarrados, pegados cuan pesados somos, al piso de este cuarto que se continúa en un lago de asfalto y luego, dicen los viajados, lejos, muy lejos, están el campo y el mar. La idea de una tierra redonda es antinatural o, mejor dicho, choca con nuestra experiencia cotidiana, requiere de mucha elaboración y lucubración, de saber y de pensar, de entrar en un mundo abstracto que no es el de este cuarto. Recordemos que enfrentarnos a esa idea nos causó risa de chiquillos —los chinos quedaban de cabeza, porque nosotros: ¿cómo? Concedámosle esa ingenuidad añeja y terrenal a la voz de Fernando, rey de Castilla, quien en este mismo tiempo, pero del otro lado del mar y enfundado en sus bombachos calzones, está a punto de enfrentar el punto central del proyecto que le presenta… "el tío éste ¡hombre!, viajero de ideas estrafalarias".
COLÓN.—. . .porque la Tierra, Su Majestad, es redonda.
FERNANDO.—¡Joder! (sacudiendo una mano para ayudarse a pensar) ¿Cómo dijo?
COLÓN.—Sí, Señor, la tierra es redonda. Como esta naranja, pero a lo bestia.
FERNANDO.—¿Ah, sí?. . . (mira la naranja que sostiene Colón con dos dedos en los huecos del eje horizontalizado)... ¿Y yo, dónde estaría?
(Colón señala con pomposo índice vertical el casco superior de la naranja.)
FERNANDO (sonriendo).—¿Y los de. ..? ¿el reino éste a dónde va? ¿Cómo dijo que se llamaba?
COLÓN.—El Oriente.
FERNANDO.—Sí: ¿ésos?
COLÓN.—(Baja el índice rodeando un lado.)
FERNANDO.—¡Hostia! Ahora entiendo, es por eso que dice mi cartógrafo que son amarillos ¿Se marean por estar de costado?
COLÓN.—Bueno, no exactamente, Su Señoría…
FERNANDO.—¿Y entonces, cómo?
COLÓN.—¿…?
FERNANDO...

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