La Biblia desenterrada
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La Biblia desenterrada

Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados

Israel Finkelstein, Neil Asher Silberman, José Luis Gil Aristu

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Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados

Israel Finkelstein, Neil Asher Silberman, José Luis Gil Aristu

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Über dieses Buch

La estructura del libro, basada no en las fases arqueológicas sino en los grandes temas bíblicos, hace que su lectura sea atractiva para el no arqueólogo [...] una nueva óptica irresistiblemente iluminadora [...] una obra imprescindible y necesaria. Fernando Quesada, Revista de Libros. Da las claves para descubrir en la Biblia ni una verdad histórica literalista ni una mera ficción literaria [...] En este libro es tan importante el trabajo arqueológico como el conocimiento de las sociedades que dieron vida al texto bíblico. Joan Martínez Porcell, El Periódico de Catalunya.

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Information

Jahr
2014
ISBN
9788432316906
1. En busca de los patriarcas
Al principio había una sola familia con una relación especial con Dios. Con el paso del tiempo, aquella familia fue fecunda y se multiplicó considerablemente hasta convertirse en el pueblo de Israel. Ésta es la primera gran epopeya de la Biblia, un relato de sueños de inmigrantes y promesas divinas que sirve de vistosa y estimulante obertura para la siguiente historia de la nación de Israel. Abraham fue el primero de los patriarcas y el destinatario de una promesa divina de territorios y descendencia numerosa, promesa transmitida generación tras generación por su hijo Isaac y por el hijo de éste, Jacob, conocido también como Israel. Entre los doce hijos de Jacob, cada uno de los cuales acabaría siendo el patriarca de una tribu de Israel, Judá obtuvo el honor especial de gobernar sobre todos.
La descripción bíblica de la vida de los patriarcas es un brillante relato tanto familiar como nacional. Su fuerza emotiva le viene de ser el documento que registra los conflictos profundamente humanos de padres, madres, esposos, esposas, hijas e hijos. En cierto sentido es un relato típicamente familiar, con todas sus alegrías y tristezas, amor y odio, engaños y astucias, hambrunas y prosperidad. Es también un relato universal y filosófico acerca de la relación entre Dios y la humanidad; habla de devoción y obediencia, justicia e injusticia, fe, piedad e inmoralidad. Es la historia de Dios, que elige una nación; de la eterna promesa divina de tierra, prosperidad y engrandecimiento.
Las historias de los patriarcas constituyen un vigoroso logro literario desde casi cualquier punto de vista —histórico, psicológico o espiritual—. Pero ¿son unos anales fidedignos del nacimiento del pueblo de Israel? ¿Hay alguna prueba de que los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob —y las matriarcas Sara, Rebeca, Lía y Raquel— vivieron realmente?
Una epopeya de cuatro generaciones
El libro del Génesis describe a Abraham como el arquetipo de un hombre de fe y patriarca familiar, originario de Ur, en el sur de Mesopotamia, reasentado con su familia en la ciudad de Jarán, a orillas de uno de los afluentes del cauce superior del Éufrates (Figura 4). Allí es donde Dios se le apareció y le ordenó: «Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición» (Génesis 12:1-2). Obedeciendo las palabras de Dios, Abrán (como entonces se le llamaba) tomó a su mujer, Saray, y a su sobrino Lot y partió hacia Canaán. Recorrió con sus rebaños las serranías centrales desplazándose sobre todo entre Siquén, en el norte, Betel (cerca de Jerusalén) y Hebrón, en el sur, pero introduciéndose también en el Neguev, más al sur (Figura 5).
Durante sus viajes, Abrán construyó altares para Dios en varios lugares y fue descubriendo poco a poco la verdadera naturaleza de su destino. Dios prometió a Abrán y sus descendientes todas las tierras «desde el río de Egipto al Gran Río, el Éufrates» (Génesis 15:18). Y en señal de su cometido como patriarca de muchos pueblos, Dios le cambió su nombre, Abrán, por el de Abraham —«porque te hago padre de una multitud de pueblos» (Génesis 17:5)—. También cambió el nombre de su mujer, Saray, por el de Sara, para significar que su estado había experimentado igualmente una modificación.
La familia de Abraham fue el origen de todas las naciones de la región. Durante sus andanzas por Canaán, los pastores de Abraham y los de Lot comenzaron a pelearse. Para evitar más conflictos familiares, Abraham y Lot decidieron repartirse el país. Abraham y su gente se quedaron en las tierras altas occidentales, mientras Lot y su familia marcharon al este, al valle del Jordán, y se asentaron en Sodoma, cerca del mar Muerto. Los habitantes de Sodoma y la ciudad vecina de Gomorra resultaron ser malvados y traicioneros, pero Dios hizo llover azufre y fuego sobre aquellas ciudades pecadoras hasta arrasarlas. Lot marchó solo hacia las colinas orientales para convertirse en el antepasado de los pueblos transjordanos de Moab y Amón. También Abraham fue padre de varios pueblos antiguos. Como su mujer, Sara, no podía tener hijos por su avanzada edad, noventa años, Abraham tomó como concubina a Hagar, la esclava egipcia de Sara. Ambos tuvieron un hijo llamado Ismael, que con el tiempo sería el antepasado de todos los pueblos árabes de los desiertos meridionales.
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Figura 4. Yacimientos de Mesopotamia y otros lugares de Oriente Próximo relacionados con los relatos de los patriarcas
El dato más importante para el relato bíblico fue que Dios prometió otro hijo a Abraham; y cuando éste tenía cien años, su amada esposa, Sara, dio a luz milagrosamente un niño, Isaac. Una de las imágenes más vigorosas de la Biblia es aquella en que Dios pone a Abraham ante la prueba definitiva de su fe ordenándole sacrificar a su amado hijo Isaac en lo alto de una montaña del país de Moria. Dios impidió el sacrificio, pero recompensó la muestra de fe de Abraham renovando su pacto. Los descendientes de Abraham no llegarían a ser sólo una gran nación —tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena de las playas—, sino que, en el futuro, todas las naciones del mundo se considerarían benditas por ella.
Isaac alcanzó la madurez y vagó con sus propios rebaños por las proximidades de la ciudad meridional de Berseba y acabó casándose con Rebeca, una joven traída del país natal de su padre, mucho más al norte. Entre tanto, las raíces familiares en la tierra de promisión se habían ahondado. Abraham compró la cueva de Macpela, en Hebrón, en las serranías del sur, para sepultar a su amada esposa, Sara. También él sería enterrado allí más tarde.
Las generaciones continuaron. En su campamento del Neguev, Rebeca, la esposa de Isaac, dio a luz a dos gemelos de carácter y temperamento completamente distintos y cuyos respectivos descendientes lucharían entre sí durante cientos de años. Esaú, un fornido cazador, era el mayor y el favorito de Isaac, mientras que Jacob, el menor, más delicado y sensible, era el hijo predilecto de su madre. Y aunque Esaú era el primogénito y el heredero legítimo de la promesa divina, Rebeca disfrazó a su hijo Jacob cubriéndolo con una áspera piel de cabra y lo presentó ante el lecho del moribundo Isaac para que el patriarca, ciego y debilitado, lo confundiera con Esaú y le concediera involuntariamente la bendición de la primogenitura debida a su hijo mayor.
De vuelta al campamento, Esaú descubrió la treta y la bendición robada. Pero nada podía hacerse ya. Su anciano padre, Isaac, prometió únicamente a Esaú que sería el progenitor de los edomitas, moradores del desierto: «Sin feracidad de la tierra será tu morada» (Génesis 27:39). Así se establecía otro de los pueblos de la región, y con el tiempo, según nos revela Génesis 28:9, Esaú tomaría una mujer de la familia de su tío Ismael y engendraría otras tribus del desierto. Y esas tribus estarían siempre en conflicto con los israelitas —en concreto, con los descendientes de su hermano, Jacob, que le había arrebatado la divina primogenitura.
Jacob huyó enseguida de la cólera de su agraviado hermano y marchó lejos, al norte, a la casa de su tío Labán, en Jarán, para encontrar esposa. De camino al norte, Dios confirmó la herencia de Jacob. En Betel, Jacob se detuvo a pernoctar y soñó con una escalera colocada sobre la tierra cuyo extremo superior llegaba al cielo y por la que subían y bajaban ángeles de Dios. En lo alto de la escalera, Dios, de pie, renovó la promesa hecha a Abraham:
Yo soy el Señor, Dios de Abraham, tu padre, y Dios de Isaac. La tierra en que yaces te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra; te extenderás a occidente y oriente, al norte y al sur. Por ti y por tu descendencia todos los pueblos del mundo serán benditos. Yo estoy contigo, te acompañaré a donde vayas, te haré volver a este país y no te abandonaré hasta cumplirte cuanto te he prometido. (Génesis 28:13-15)
Jacob siguió hacia el norte, hasta Jarán, permaneció con Labán varios años, desposó a sus dos hijas, Lía y Raquel, y engendró once hijos —Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón y José— de sus dos mujeres y dos criadas de ellas. Dios ordenó entonces a Jacob regresar a Canaán con su familia. Sin embargo, de camino, mientras cruzaba el río Yaboc, en Transjordania, fue obligado a pelear con un misterioso personaje. Aquella enigmática figura, ángel o Dios, cambió a Jacob su nombre por el de Israel (literalmente, «el que ha luchado con Dios»): «pues has luchado con Dios y con hombres y has podido» (Génesis 32:28). Jacob regresó entonces a Canaán, levantó un campamento cerca de Siquén y construyó un altar en Betel —en el mismo lugar donde Dios se le había revelado camino de Jarán—. Mientras se desplazaban más al sur, Raquel murió de sobreparto cerca de Belén al dar a luz a Benjamín, el último hijo de Jacob. Poco después falleció Isaac, padre de Jacob, y fue enterrado en la cueva de Macpela, en Hebrón.
La familia se iba convirtiendo poco a poco en un clan que acabaría transformándose en nación. Sin embargo, en esta fase, los hijos de Israel seguían siendo una familia de hermanos reñidos entre los que José, el hijo favorito de Jacob, era detestado por todos los demás debido a sus singulares sueños, que predecían que iba a reinar sobre su familia. Aunque la mayoría de los hermanos deseaba asesinarlo, Rubén y Judá les disuadieron. En vez de darle muerte, los hermanos lo vendieron a un grupo de mercaderes ismaelitas que marchaban a Egipto con una caravana de camellos. Los hermanos fingieron sentir un gran pesar y explicaron al patriarca Jacob que una fiera salvaje había devorado a José. Jacob lloró a su hijo amado.
Pero el gran destino de José no se vería impedido por los celos de sus hermanos. Tras afincarse en Egipto, prosperó rápidamente en riqueza y rango debido a sus extraordinarias capacidades. Después de haber interpretado un sueño del faraón que predecía siete años buenos seguidos de siete malos, fue nombrado gran visir del soberano egipcio. En aquel alto cargo, José reorganizó la economía del país almacenando los comestibles sobrantes de los años buenos para los futuros años malos. De hecho, cuando finalmente comenzaron los años malos, Egipto se hallaba bien preparado. En la vecina Canaán, Jacob y sus hijos padecían los efectos de la hambruna, por lo que éste envió a Egipto a diez de los hijos que le quedaban en busca de alimentos. Una vez allí, los hijos de Jacob fueron a hablar con el visir José, que era ya un adulto. Los hijos de Jacob no reconocieron a su hermano, perdido desde hacía tiempo, y José no les reveló su identidad en un primer momento. Luego, en una escena conmovedora, les dio a conocer que era el hermano despreciado a quien habían vendido como esclavo.
Los hijos de Israel acabaron, finalmente, reunidos, y el anciano patriarca Jacob marchó a vivir con toda su familia cerca de su importante hijo, en el territorio de Gosén. En su lecho de muerte, Jacob bendijo a sus hijos y a su dos nietos Manasés y Efraín, hijos de José. De entre todos los honores, Judá recibió la primogenitura real:
A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu madre. Judá es un león agazapado: has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreverá a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que le traigan tributo y le rindan homenaje los pueblos. (Génesis 49:8-10).
Y, tras la muerte de Jacob, su cuerpo fue llevado de vuelta a Canaán —al territorio que sería algún día la herencia tribal de Judá— y fue sepultado por sus hijos en la cueva de Macpela, en Hebrón. José murió también, y los hijos de Israel permanecieron en Egipto, donde se desarrollaría el siguiente capítulo de su historia como nación.
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Figura 5. Lugares y principales pueblos de Canaán mencionadosen los relatos de los patriarcas.
La búsqueda fallida del Abraham histórico
Antes de describir el momento y las circunstancias históricas probables en que se tejió la trama del relato patriarcal de la Biblia a partir de fuentes anteriores, es importante explicar por qué tantos estudiosos de los últimos cien años han estado convencidos de que las crónicas de los patriarcas eran históricamente ciertas, al menos en sus líneas principales. El estilo de vida pastoril de los patriarcas parecía cuadrar bien, en términos generales, con lo que los arqueólogos de los primeros años del siglo xx habían observado en la vida beduina contemporánea de Oriente Próximo. La idea académica de que el modo de vida beduino se había mantenido en esencia sin cambios durante milenios prestaba cierto aire de verosimilitud a las descripciones bíblicas de una riqueza calculada en ovejas y cabras (Génesis 30:30-43), conflictos de clanes con aldeanos asentados por los pozos de agua (Génesis 21:25-33) y disputas por las tierras de pasto (Génesis 13:5-12). Además, las referencias notorias a localidades de Mesopotamia y Siria, como Ur, lugar de nacimiento de Abraham, y Jarán, a la orilla de un afluente del Éufrates (donde la mayoría de su familia siguió viviendo tras haber emigrado él a Canaán), parecían corresponderse con los hallazgos de las excavaciones arqueológicas en el arco oriental del Creciente Fértil, donde se habían encontrado algunos de los primeros centros de la antigua civilización de Oriente Próximo.
Sin embargo, había algo mucho más profundo, mucho más íntimamente ligado a la moderna creencia religiosa, que impulsaba a los estudiosos a buscar a los patriarcas «históricos». Muchos de los primeros arqueólogos bíblicos habían recibido una formación clerical o teológica. Estaban convencidos por su fe de que la promesa de Dios a Abraham, Isaac y Jacob —la primogenitura del pueblo judío, transmitida a los cristianos, según explicaba el apóstol Pablo en su carta a los gálatas— era real. Y, si lo era, había sido hecha, probablemente, a unas personas reales y no a creaciones imaginarias de la pluma de algún antiguo escriba anónimo.
El dominico francés Roland de Vaux, biblista y arqueólogo, escribía, por ejemplo: «Si la fe histórica de Israel no está fundada en la historia, será errónea, y por tanto, también lo será nuestra fe». Y el decano norteamericano de la arqueología bíblica, William F. Albright, se hacía eco de este sentimiento insistiendo en que, «en conjunto, el cuadro pintado por el Génesis es histórico, y no hay razón para dudar de la exactitud general de los detalles biográficos». De hecho, desde las primeras décadas del siglo xx, con los grandes descubrimientos realizados en Mesopotamia y la intensificación de la actividad arqueológica en Palestina, muchos historiadores y arqueólogos bíblicos tenían la convicción de que nuevos descubrimientos mostrarían con probabilidad —si es que no lo confirmaban del todo— que los patriarcas habían sido personajes históricos. Argumentaban que, a pesar de haberse compilado en una fecha tan relativamente tardía como el periodo de la monarquía unificada, los relatos bíblicos preservaban al menos las líneas generales de una realidad histórica auténtica y antigua...

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