El infinito en un junco
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El infinito en un junco

La invención de los libros en el mundo antiguo

Irene Vallejo

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El infinito en un junco

La invención de los libros en el mundo antiguo

Irene Vallejo

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PREMIO NACIONAL DE ENSAYO 2020De humo, de piedra, de arcilla, de seda, de piel, de árboles, de plástico y de luz...Un recorrido por la vida del libro y de quienes lo han salvaguardado durante casi treinta siglos.Este es un libro sobre la historia de los libros. Un recorrido por la vida de ese fascinante artefacto que inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo. La historia de su fabricación, de todos los tipos que hemos ensayado a lo largo de casi treinta siglos: libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz.Es, además, un libro de viajes. Una ruta con escalas en los campos de batalla de Alejandro y en la Villa de los Papiros bajo la erupción del Vesubio, en los palacios de Cleopatra y en el escenario del crimen de Hipatia, en las primeras librerías conocidas y en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, en el gulag, en la biblioteca de Sarajevo y en el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000. Un hilo que une a los clásicos con el vertiginoso mundo contemporáneo, conectándolos con debates actuales: Aristófanes y los procesos judiciales contra humoristas, Safo y la voz literaria de las mujeres, Tito Livio y el fenómeno fan, Séneca y la posverdad…Pero, sobre todo, esta es una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros: narradoras orales, escribas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, monjas, esclavos, aventureras… Lectores en paisajes de montaña y junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves más apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia, esos salvadores de libros que son los auténticos protagonistas de este ensayo.«Muy bien escrito, con páginas realmente admirables; el amor a los libros y a la lectura son la atmósfera en la que transcurren las páginas de esta obra maestra. Tengo la seguridad absoluta de que se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora estén ya en la otra vida». MARIO VARGAS LLOSA

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Information

Verlag
Siruela
Jahr
2019
ISBN
9788417860868

I

GRECIA IMAGINA EL FUTURO

La ciudad de los placeres y los libros

1
La mujer del mercader, joven y aburrida, duerme sola. Hace diez meses que él zarpó de la isla mediterránea de Cos rumbo a Egipto y desde entonces no ha llegado ni una carta desde el país del Nilo. Ella tiene diecisiete años, todavía no ha dado a luz y no soporta la monotonía de la vida apartada en el gineceo, esperando acontecimientos, sin salir de casa para evitar murmuraciones. No hay mucho que hacer. Tiranizar a las esclavas parecía divertido al principio, pero no es suficiente para llenar sus días. Por eso le alegra recibir visitas de otras mujeres. No importa quién llame a la puerta, necesita desesperadamente distraerse para aligerar el peso de plomo de las horas.
Una esclava anuncia la llegada de la anciana Gílide. La mujer del mercader se promete un rato de diversión: su vieja nodriza Gílide es deslenguada y dice obscenidades con mucha gracia.
—¡Mamita Gílide! Hace meses que no vienes a mi casa.
—Sabes que vivo lejos, hija, y tengo ya menos fuerzas que una mosca.
—Bueno bueno —dice la mujer del mercader—, a ti aún te quedan fuerzas para darle un buen achuchón a más de uno.
—¡Búrlate! —contesta Gílide—, pero eso queda para vosotras las jovencitas.
Con una sonrisa maliciosa, con astutos preámbulos, la anciana desembucha por fin lo que ha venido a contar. Un joven fuerte y guapo que ha ganado dos veces el premio de lucha en los Juegos Olímpicos se ha fijado en la mujer del mercader, se muere de deseo y quiere ser su amante.
—No te enfades y escucha su propuesta. Lleva el aguijón de la pasión clavado en la carne. Concédete una alegría con él. ¿Te vas a quedar aquí, calentando la silla? —pregunta Gílide, tentadora—. Cuando quieras darte cuenta, te habrás hecho vieja y las cenizas se habrán zampado tu lozanía.
—Calla calla…
—¿Y a qué se dedica tu marido en Egipto? No te escribe, te tiene olvidada, y seguro que ya ha mojado los labios en otra copa.
Para vencer la última resistencia de la chica, Gílide describe con labia todo lo que Egipto, y especialmente Alejandría, ofrecen al marido lejano e ingrato: riquezas, el encanto de un clima siempre cálido y sensual, gimnasios, espectáculos, manadas de filósofos, libros, oro, vino, adolescentes y tantas mujeres atractivas como estrellas brillan en el cielo.
He traducido libremente el principio de una breve pieza teatral griega escrita en el siglo III a. C. con un intenso aroma de vida cotidiana. Pequeñas obras como esta seguramente no se representaban, salvo algún tipo de lectura dramatizada. Humorísticas, a veces picarescas, abren ventanas a un mundo proscrito de esclavos azotados y amos crueles, proxenetas, madres al borde de la desesperación a causa de sus hijos adolescentes, o mujeres sexualmente insatisfechas. Gílide es una de las primeras celestinas de la historia de la literatura, una alcahueta profesional que conoce los secretos del oficio y apunta, sin dudar, al resquicio más frágil de sus víctimas: el miedo universal a envejecer. Sin embargo, a pesar de su talento cruel, Gílide fracasa esta vez. El diálogo acaba con los insultos cariñosos de la chica, que es fiel a su marido ausente, o tal vez no quiere correr los terribles riesgos del adulterio. ¿Se te ha reblandecido la mollera?, le pregunta la mujer del mercader a Gílide, pero, por otra parte, la consuela ofreciéndole un trago de vino.
Junto al humor y el tono fresco, el texto es interesante porque nos descubre la visión que la gente común y corriente tenía de la Alejandría de su época: la ciudad de los placeres y de los libros; la capital del sexo y la palabra.
2
La leyenda de Alejandría no dejó de crecer. Dos siglos después de que se escribiera el diálogo de Gílide y la chica tentada, Alejandría fue el escenario de uno de los grandes mitos eróticos de todos los tiempos: la historia de amor de Cleopatra y Marco Antonio.
Roma, que para entonces se había convertido en el centro del mayor imperio mediterráneo, era todavía un laberinto de calles tortuosas, oscuras y embarradas cuando Marco Antonio desembarcó por primera vez en Alejandría. De pronto, se vio transportado a una ciudad embriagadora cuyos palacios, templos, amplias avenidas y monumentos irradiaban grandeza. Los romanos se sentían seguros de su poder militar y dueños del futuro, pero no podían competir con la seducción de un pasado dorado y del lujo decadente. Con una mezcla de excitación, orgullo y cálculos tácticos, el poderoso general y la última reina de Egipto construyeron una alianza política y sexual que escandalizó a los romanos tradicionales. Para mayor provocación, se decía que Marco Antonio iba a trasladar la capital del imperio de Roma a Alejandría. Si la pareja hubiera ganado la guerra por el control del Imperio romano, hoy tal vez los turistas acudiríamos en manadas a Egipto para fotografiarnos en la Ciudad Eterna, con su Coliseo y sus foros.
Al igual que su ciudad, Cleopatra encarna esa peculiar fusión de cultura y sensualidad alejandrina. Dice Plutarco que en realidad Cleopatra no era una gran belleza. La gente no se paraba en seco a mirarla por la calle. Pero a cambio rebosaba atractivo, inteligencia y labia. El timbre de su voz poseía tal dulzura que dejaba clavado un aguijón en todo aquel que la escuchara. Y su lengua, continúa el historiador, se acomodaba al idioma que quisiese como un instrumento musical de muchas cuerdas. Era capaz de hablar sin intérpretes con etíopes, hebreos, árabes, sirios, medos y partos. Astuta, bien informada, ganó varios asaltos en el combate por el poder dentro y fuera de su país, aunque perdió la batalla decisiva. Su problema es que solo han hablado de ella desde el bando enemigo.
También en esta historia tempestuosa juegan un papel importante los libros. Cuando Marco Antonio se creía a punto de gobernar el mundo, quiso deslumbrar a Cleopatra con un gran regalo. Sabía que el oro, las joyas o los banquetes no conseguirían encender una luz de asombro en los ojos de su amante, porque se había acostumbrado a derrocharlos a diario. Cierta vez, durante una madrugada alcohólica, en un gesto de provocativa ostentación, ella disolvió en vinagre una perla de tamaño fabuloso y se la bebió. Por eso, Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca. En Alejandría, los libros eran combustible para las pasiones.
Dos escritores muertos durante el siglo XX se han convertido en nuestros guías por los entresijos de la ciudad, añadiendo capas de pátina al mito de Alejandría. Constantino Cavafis era un oscuro funcionario de origen griego que trabajó, sin ascender nunca, para la Administración británica en Egipto, en la sección de Riegos del Ministerio de Obras Públicas. Por las noches se sumergía en un mundo de placeres, gentes cosmopolitas y mala vida internacional. Conocía como la palma de su mano el dédalo de burdeles alejandrinos, único refugio para su homosexualidad «prohibida y severamente despreciada por todos», como él mismo escribió. Cavafis era un lector apasionado de los clásicos y poeta casi en secreto.
En sus poemas hoy más conocidos reviven los personajes reales y ficticios que poblaban Ítaca, Troya, Atenas o Bizancio. En apariencia más personales, otros poemas escarban, entre la ironía y el desgarro, en su propia experiencia de madurez: la nostalgia de su juventud, el aprendizaje del placer o la angustia por el paso del tiempo. La diferenciación temática es en realidad artificial. El pasado leído e imaginado emocionaba a Cavafis tanto como sus recuerdos. Cuando merodeaba por Alejandría, veía la ciudad ausente latir bajo la ciudad real. Aunque la Gran Biblioteca había desaparecido, sus ecos, susurros y bisbiseos seguían vibrando en la atmósfera. Para Cavafis, aquella gran comunidad de fantasmas volvía habitables las frías calles por donde rondan, solitarios y atormentados, los vivos.
Los personajes de El cuarteto de Alejandría, Justine, Darley y sobre todo Balthazar, que dice haberlo conocido, recuerdan constantemente a Cavafis, «el viejo poeta de la ciudad». A su vez, las cuatro novelas de Lawrence Durrell, uno de esos ingleses asfixiados por el puritanismo y el clima de su país, amplían la resonancia erótica y literaria del mito alejandrino. Durrell conoció la ciudad en los años turbulentos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Egipto estaba ocupado por tropas británicas y era un nido de espionaje, conspiraciones y, como siempre, placeres. Nadie ha descrito con más precisión los colores y las sensaciones físicas que despertaba Alejandría. El silencio aplastante y el cielo alto del verano. Los días calcinados. El luminoso azul del mar, las escolleras, la ribera amarilla. En el interior, el lago Mareotis, que a veces aparece borroso como un espejismo. Entre las aguas del puerto y del lago, calles innumerables donde se arremolinan el polvo, los mendigos y las moscas. Palmeras, hoteles lujosos, hachís, embriaguez. El aire seco cargado de electricidad. Atardeceres de color limón y violeta. Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones, el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta. En Alejandría, escribe Durrell, la carne despierta y siente los barrotes de la prisión.
La Segunda Guerra Mundial arrasó la ciudad. En la última novela del Cuarteto, Clea describe un melancólico paisaje. Los tanques varados en las playas como esqueletos de dinosaurios, los grandes cañones como árboles caídos de un bosque petrificado, los beduinos extraviados entre las minas explosivas. La ciudad, que siempre fue perversa, ahora parece un enorme orinal público —concluye—. Lawrence Durrell nunca volvió a Alejandría después de 1952. Las milenarias comunidades judía y griega huyeron después de la guerra del canal de Suez, el fin de una época en el Medio Oriente. Viajeros que regresan de la ciudad me cuentan que la ciudad cosmopolita y sensual ha emigrado a la memoria de los libros.

Alejandro: el mundo nunca es suficiente

3
Alejandría no hay solo una. Un reguero de ciudades con ese nombre señalan la ruta de Alejandro Magno desde Turquía hasta el río Indo. Los distintos idiomas han desfigurado el sonido original, pero a veces se distingue todavía la lejana melodía. Alejandreta, Iskenderun en turco. Alejandría de Carmania, actual Kermán, en Irán. Alejandría de Margiana, ahora Merv, en Turkmenistán. Alejandría Eschate, que se podría traducir como Alejandría en el Fin del Mundo, hoy Juyand en Tayikistán. Alejandría Bucéfala, la ciudad fundada en recuerdo del caballo que había acompañado a Alejandro desde niño, después llamada Jelapur, en Pakistán. La guerra de Afganistán nos ha familiarizado con otras antiguas Alejandrías: Bagram, Herāt, Kandahar.
Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos («Yo estuve aquí». «Yo vencí aquí»). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo.
El impulso que movía a Alejandro, la razón de su energía desbordante, capaz de lanzarlo a una expedición de conquista de 25.000 kilómetros, era la sed de fama y de admiración. Creía profundamente en las leyendas de los héroes; es más, vivía y competía con ellos. Tenía un vínculo obsesivo con el personaje de Aquiles, el guerrero más poderoso y temido de la mitología griega. Lo había elegido de niño, cuando su maestro Aristóteles le enseñó los poemas homéricos, y soñaba con parecerse a él. Sentía la misma admiración apasionada por él que los chicos de hoy en día por sus ídolos deportivos. Cuentan que Alejandro dormía siempre con su ejemplar de la Ilíada y una daga debajo de la almohada. La imagen nos hace sonreír, pensamos en el chaval que se queda dormido con el álbum de cromos abierto en la cama y sueña que gana un campeonato entre los aullidos enfervorizados del público.
Solo que Alejandro hizo realidad sus fantasías de éxito más desenfrenadas. El historial de sus conquistas, logradas en solo ocho años —Anatolia, Persia, Egipto, Asia Central, la India—, lo catapulta a la cumbre de las hazañas bélicas. En comparación con él, Aquiles, que se dejó la vida en el asedio de una sola ciudad que duró diez años, parece un vulgar principiante.
La Alejandría de Egipto nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico. Estando dormido, Alejandro sintió acercarse a un anciano de pelo cano. Al llegar a su lado, el misterioso desconocido recitó unos versos de la Odisea que hablan de una isla llamada Faro, rodeada por el sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia. La isla existía, estaba situada en las cercanías de la llanura aluvial donde el delta del Nilo se funde con las aguas del Mediterráneo. Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada.
Le pareció un sitio hermoso. Allí, el desierto de arena tocaba el desierto de agua, dos paisajes solitarios, inmensos, cambiantes, esculpidos por el viento. Él mismo dibujó con harina el trazado exterior en forma de rectángulo casi perfecto, mostrando dónde debería construirse la pl...

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