La calle y la casa
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La calle y la casa

Urbanismo de interiores

Xavier Monteys Roig

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La calle y la casa

Urbanismo de interiores

Xavier Monteys Roig

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"La calle es una habitación por consenso. Una habitación comunitaria cuyas paredes aportan los que allí viven, entregadas a la ciudad para uso colectivo." Estas palabras de Louis I. Kahn son quizás las que mejor expresan la intención de este libro, el tercero de una trilogía formada por Casa collage y La habitación en la que Xavier Monteys se propone reflexionar sobre nuestras formas de habitar el espacio.En esta nueva entrega, el autor nos regala una visión poliédrica, rica y compleja de la calle. Por ella desfilan espacios con nombre propio, situaciones, anomalías, recreaciones artísticas y un sinfín de miradas que nos llevan de los wésterns a Le Corbusier, de los juegos infantiles a los escaparates, de la comida en la calle a la lluvia, los árboles, el jardín… y nos proporcionan un mosaico infinito de lecturas posibles, muchas veces íntimamente ligadas al interior y a la casa. Un ensayo que no solo nos introduce en el espacio real, palpable, de la urbe en forma de vía, sino que va mucho más allá para revelarnos los entresijos de la calle como estado de ánimo y espacio mental.

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Introducción

La calle y la casa vistas a la vez, así, enunciado de la manera más llana, es el propósito de este libro. Este libro aspira a formar una trilogía sobre el espacio que habitamos —con mis anteriores libros Casa collage (2001, con Pere Fuertes) y La habitación (2014)— agrupando casos distintos: ejemplos de calles, las situaciones que se dan en ellas, anomalías, retratos de calles —bien en pinturas o en el cine—, géneros, descripciones tomadas prestadas de la literatura, etc., y también edificios de viviendas y sus interiores. El origen del texto procede de las ideas que han ido surgiendo al intentar explicar la casa desde todo aquello que la rodea y la condiciona en el contexto de las clases de algunas asignaturas que he ido impartiendo y que han acabado por sacar a flote lo que aquí se reúne.1 “Urbanismo de interiores” es una fórmula que debo a Carlos Dias Coelho, profesor de la Facultad de Arquitectura de Lisboa, a quien se le ocurrió este término en el contexto de la defensa del programa de una asignatura de proyectos arquitectónicos a la que asistíamos en aquella facultad. El interior, presente en los proyectos de vivienda, es omnipresente, como lo es el lugar mental que ocupa en la ciudad.
El propósito del libro es, pues, ayudar a hacer visible una dimensión poliédrica de la calle, pero con la atención puesta en todo aquello que la relaciona más intensamente con la casa; una relación explícita y condensada en el dibujo de Louis I. Kahn que aparece en la cubierta del libro y las palabras que lo acompañan: “La calle es una habitación por consenso. Una habitación comunitaria cuyas paredes aportan los que allí viven, entregadas a la ciudad para uso colectivo”.2 Tal vez estas palabras sean el mejor resumen de lo que este texto se propone. Podríamos decir que la intención es mostrar esta relación como algo físico, como un espacio. Un espacio real, pero también un espacio mental, un estado de ánimo. La casa y la calle se abrazan y se excluyen, se complementan y a veces se oponen; son contradictorias, pero no podemos razonar sobre la una sin la otra y, muy a menudo en tiempos recientes, hemos visto cómo la calle parece sustituir a la casa en ciertas actividades. Obviamente, la casa sale a la calle por la ventana o por el balcón, las ventanas se asoman a otras ventanas y al gran teatro de la ciudad; las casas urbanas se prolongan hacia la calle, que es su extensión vital, plástica y ambiental; y del mismo modo, la calle se mira en las ventanas y parece ganar sentido cuando está acompañada por las ventanas de la ciudad.
Tal vez sea útil precisar que mientras que la plaza, en cuanto que ágora —en sus distintas formas: corrala, patio de vecinos, foro, atrio o platea—, ha gozado durante tiempo de una fortuna crítica indiscutible como elemento capaz de dar sentido a los edificios residenciales de su alrededor, la calle parece no haber tenido la misma suerte, y aquí quisiéramos corregirlo. Aunque, claro está, hay excepciones destacadas, como el texto La ciudad no es una hoja en blanco,3 de Maria Rubert de Ventós y Josep Parcerisa, un texto construido sobre una inteligente reunión de elementos, entre los que destacan las calles y los textos escogidos sobre estas, con ejemplos que adquieren sentido por su reunión más que por las ciudades a las que pertenecen; un libro directo que habla sin filtros de las predilecciones de sus autores.
Habría que distinguir entre la calle como infraestructura y la calle como lugar, entre el proyecto de una vía urbana y el de un espacio urbano que incluye partes de los edificios que la forman. La calle no es el “resto”, no es el vacío que existe entre las sólidas edificaciones; por el contrario, en cuanto que espacio, la calle es la que mantiene juntos a los edificios, los sujeta y los mantiene en equilibrio. Esa calle es el objetivo y el elemento central de este texto. Las calles que se decoran para las celebraciones populares dejan entrever esta manera de concebirla, como algo sustantivo, aunque solo sea unos días al año. Reclamamos contemplar y pensar la calle como construcción, como edificio, ayudándonos de galerías cubiertas, ya sean de vocación urbana como en Milán, o galerías de palacios y pinacotecas, que con sus dimensiones hacen que a su lado algunas calles sean de tamaño casi doméstico. Vemos calles y edificios, y comenzamos mirando casos singulares, como la Galleria Vittorio Emanuele de Milán o el Ponte Vecchio de Florencia, y acabamos por ver también edificios en algunas perspectivas urbanas. Usando la terminología de Louis I. Kahn, y aun no estando exactamente de acuerdo con ella, proponemos ver también la calle como el espacio servido, no solo como el espacio servidor, un ejercicio que quizás contribuya a enderezar la situación.
Pero hay más. Podríamos decir que habitualmente todo aquello que ocurre en la calle no ocurre en casa y, al contrario, lo que hacemos en casa no lo hacemos en la calle, aunque no todos optemos por hacer o dejar de hacer exactamente las mismas cosas. Nos vestimos para salir a la calle y usamos ropa distinta, para “andar por casa”. Nuestro comportamiento es distinto en uno y otro sitio. Unas tiendas se ocupan de vestirnos y otras, muchas menos, de vestir la casa, algo que no ocurre exactamente igual en todos los lugares ni en todas las culturas. En este sentido, en El temperamento español,4 Victor S. Pritchett hace una aguda observación a propósito del Madrid de la década de 1950: “El Talgo llega a la hora prevista: la hora del paseo […]. Los españoles hacen poca vida social en casa, aunque una discreta vida social inspirada en la europea tiene lugar entre los más pudientes o europeizados […], pero la mayoría de los españoles considera la calle como su lugar de esparcimiento. A esta hora, las mujeres salen y se exhiben como si acabasen de entrar en un salón. La apariencia es importante para los españoles; gastan más en sí mismos que en sus hogares, en los que prescinden alegremente de esa obsesión por el mobiliario y la decoración de interiores que distingue a los norteños”. En la actualidad, esta separación de usos y papeles se ha matizado y hoy podríamos decir que hay cosas que hacemos en casa y que “también” hacemos en la calle.
Tal vez por eso algunas ciudades parecen tener dos caras: la calle sería la cara A y el patio la B. El balcón para mirar, para celebrar o para la protesta, y el patio para colgar la ropa; una cara para la expresión colectiva y otra para la vida privada. Es sorprendente cuántas cosas definimos casi mejor por no pertenecer a un lado que por pertenecer al otro. Aunque no todas las culturas se comporten igual, y el disciplinado norte siempre mira sorprendido —atraído unas veces y casi horrorizado otras— al ver cuántas cosas propias de la casa hacemos en las calles de los países del sur.
Illustration
La Rue de Rivoli desde el Hôtel de la Marine, París, Francia, 2013.
Todo ello se encuentra en las antípodas de las calles descritas en las ciudades del siglo XV o XVI, retratadas como lodazales inseguros y poco higiénicos en las que había que estar atento al grito “¡Agua va!”, tal como hace un tiempo recogía Witold Rybczynski, quien insistía en la idea de casas limpias frente a calles sucias. En su explicación sobre el número de personas que se encontraban en una casa en muchas pinturas de aquella época, Rybczynski sugería que la casa acababa por comportarse como un lugar público y el confort se asociaba a la casa en detrimento de la calle: “Me da igual que hiele en la calle”. “La gente no vivía tanto en sus casas como acampaba en ellas”. Para Rybczynski las calles holandesas eran una excepción por su limpieza, limpieza que también coincidía con la de sus casas y que era quizás atribuible a que la suciedad circulaba por los canales, o que tal vez se debiera simplemente a la cultura doméstica de los holandeses.5
La relación entre estos dos espacios —el de la calle y el de la casa— parece sujeta a ciertos vaivenes que retratan distintas situaciones en ambos lugares, siendo unas veces lo privado lo que parece contaminar la calle y otras las actividades públicas las que ocupan la casa. Esta oscilación pendular contribuye a difuminar cualquier separación tajante y da lugar a unos espacios ambiguos que parecen completar los que inequívocamente pertenecen a la esfera privada y a la pública y que poseen un innegable interés en la actualidad. Algunas veces la historia nos obsequia con ejemplos que brindan una excepcional relación entre la calle y la casa, como es el caso del palacio de Diocleciano de Split.6 El vínculo que existe entre las calles y las plazas del Split actual con las salas, los corredores y las galerías del antiguo palacio —convertidos unos en casas y otros en el espacio público de la ciudad— constituye una elocuente imagen de esta mezcla tan difícil de deshacer entre la casa y la calle.
De entre los vaivenes de esta relación merece especial mención el que experimentaron la vivienda y la ciudad en el contexto de la arquitectura moderna. Como atestiguan algunos de sus ejemplos más conocidos, la arquitectura moderna incorporó en los edificios ciertos conceptos e imaginería propios de la ciudad. La arquitectura residencial moderna miró al urbanismo como un ejemplo de una sistemática científica para abordar la construcción de la ciudad que podría traducirse a la arquitectura. En el caso de Le Corbusier, la fascinación por el urbanismo se tradujo en el domismo,7 la ciencia de la casa, para poder equiparase con el urbanismo, la ciencia de la ciudad. De entre las ideas que la vivienda parece adoptar con entusiasmo, tal vez sea la de la circulación la más ilustrativa de esta admiración no disimulada.
La circulación expresa con exactitud y claridad algo que reclamamos para la ciudad en cuanto que organización compleja. A la ciudad moderna no le parecen interesar tanto los trazados como los elementos de división y parcelación, de expresión de conexión, y su eficacia. El plan de Ildefons Cerdà para el Eixample de Barcelona tiene en el trazado de los chaflanes una componente innegable vinculada a la circulación de vehículos de transporte. La circulación de una ciudad no puede dejar de abordarse como un sistema complejo y jerarquizado, y no es casual que Colin D. Buchanan recurra a la organización de la circulación en un hospital moderno como ejemplo de selección y división de las circulaciones en la ciudad.8 La circulación es el lugar donde la idea de la arquitectura y el urbanismo como hechos científicos encuentra la mejor forma de hacerse visible.
Del mismo modo que Buchanan recurre al hospital para hacer comprensible la idea de clasificación de las circulaciones, Alexander Klein en...

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