México Insurgente
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John Reed, Alberto Gamón Carranza

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John Reed, Alberto Gamón Carranza

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En el centenario de la muerte de John Reed publicamos México insurgente, la mejor crónica de la Revolución mexicana.En 1910, Francisco Villa lideró la rebelión del norte de México contra los terratenientes ricos. Luchó para redistribuir la tierra entre los pobres que la trabajaban. Originalmente publicado como una serie de artículos periodísticos para la Metropolitan Magazine y el New York World, México insurgente es la crónica de la Revolución que John Reed vivió, junto a los rebeldes de la zona norte del país y cercano a Pancho Villa. El ilustrador Alberto Gamón nos acompaña con su genial trabajo gráfico al México de comienzos del siglo XX. México insurgente es la crónica de la Revolución que John Reed vivió, junto a los rebeldes de la zona norte del país y cercano a Pancho Villa.El ilustrador Alberto Gamón nos acompaña con su genial trabajo gráfico al México de comienzos del siglo XX. «El libro se lee como una novela; mejor dicho, con más interés, puesto que todo ha nacido de la vida misma».Revista de la Universidad de México

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PRIMERA PARTE
LA GUERRA DEL DESIERTO

1
LA REGIÓN DE URBINA
Un vendedor ambulante procedente de Parral entró en el pueblo con una mula cargada de macuche —se fuma macuche cuando no hay tabaco disponible—, así que fui a verlo con el resto de la población para enterarme de las noticias. Esto fue en Magistral, un pueblo en las montañas de Durango, a tres días a caballo del ferrocarril. Alguien compró un poco de macuche, el resto de nosotros le pedimos un poco y mandamos a un chico a por mazorcas de maíz. Todo el mundo encendió un cigarrillo y rodeó al vendedor formando tres filas, pues hacía semanas que el pueblo no tenía noticias de la revolución. El hombre traía rumores de lo más alarmantes: que los federales habían escapado de Torreón y venían de camino, quemando ranchos y matando a gente pacífica; que las tropas estadounidenses habían cruzado el río Bravo; que Huerta había dimitido y se dirigía hacia el norte para hacerse cargo en persona de las tropas federales; que habían matado a Pascual Orozco en Ojinaga; que Pascual Orozco marchaba hacia el sur con diez mil colorados. Pasaba estos informes con abundantes gestos dramáticos, pisoteando el suelo con fuerza hasta que su pesado sombrero entre marrón y dorado se bamboleaba sobre su cabeza, echándose el desvaído poncho azul sobre los hombros, disparando fusiles y desenvainando espadas imaginarias, mientras el público murmuraba: «¡Cielo santo!» y «¡Adiós!». Pero el rumor más interesante era que el general Urbina iba a salir para el frente dos días después.
Dio la casualidad de que un hosco árabe llamado Antonio Swayfeta iba a Parral a la mañana siguiente en un calesín, y me dejó acompañarlo hasta Las Nieves, donde vive el general. Por la tarde ya habíamos bajado las montañas hasta el gran altiplano en el norte de Durango y avanzábamos por las grandes olas de la amarillenta pradera, tan extensa que el ganado que pastaba quedaba reducido a meros puntos y acababa desapareciendo a los pies de las ásperas montañas púrpuras, que parecían estar a tiro de piedra. La hostilidad del árabe aflojó y me contó la historia de su vida, de la que no entendí palabra. No obstante, por lo que pude deducir, el meollo de aquello era en gran parte comercial. Había estado una vez en El Paso y le parecía la ciudad más bonita del mundo. Pero había más negocio en México. Dicen que hay pocos judíos en México porque no resisten la competencia de los árabes.
En todo ese día nos cruzamos con un solo ser humano, un anciano andrajoso a lomos de un burro, envuelto en un poncho rojinegro de cuadros, sin pantalones y aferrado a la rota culata de un rifle. Escupiendo, dijo ser un soldado que tras tres años de cavilaciones había decidido unirse a la Revolución y luchar por la libertad. No obstante, en su primera batalla dispararon un cañón, el primero que había oído en su vida, a resultas de lo cual se fue corriendo a su casa en El Oro, bajó a una mina y se quedó allí hasta que terminara la guerra.
Antonio y yo avanzábamos en silencio. De vez en cuando él se dirigía a la mula en perfecto castellano. En cierto momento me dijo que aquella mula era «puro corazón». El sol se detuvo un instante sobre la cresta de las montañas de pórfido rojo, y después se ocultó tras ellas. La turquesa bóveda celeste se tiñó del polvo anaranjado de las nubes. Las leguas de desierto ondulado brillaban y se acercaban bajo la suave luz. De pronto se alzó ante nosotros la sólida fortaleza de un gran rancho, como los que uno se encuentra una vez al día en aquella vasta tierra, un cuadrado imponente de paredes blancas, con torres provistas de aspilleras en las esquinas y una puerta tachonada de hierro. Se erguía sombrío y adusto sobre una pequeña colina desnuda, como cualquier castillo, rodeado de corrales de adobe. Debajo, en lo que había sido un arroyo seco durante todo el día, el río subterráneo emergía en una poza y desaparecía de nuevo en la arena. Finas hileras de humo procedentes del interior se elevaban en lo alto hacia el último sol de la tarde. Desde el río a la puerta pululaban las pequeñas figuras negras de las mujeres con jarros de agua sobre la cabeza, y dos jinetes llevaban el ganado hacia los corrales. Ahora las montañas al oeste eran de terciopelo azul y el pálido cielo, una bóveda sanguinolenta de seda acuosa. Pero cuando llegamos al gran portón del rancho, en lo alto solo había una lluvia de estrellas.
Antonio preguntó por don Jesús. Siempre se acierta preguntando por don Jesús en un rancho, porque ese es indefectiblemente el nombre del administrador. Al fin apareció un hombre de una altura imponente, con pantalones ajustados, camiseta de seda púrpura y un sombrero gris adornado con un cordón de plata, que nos invitó a entrar. El interior del muro estaba ocupado por casas de un extremo a otro. A lo largo de las paredes y sobre las puertas colgaban tiras de carne seca, junto a ristras de pimientos y ropa tendida. Tres muchachas cruzaron la plaza en fila con jarros de agua bamboleando sobre sus cabezas, hablando a gritos con la voz chillona de las mujeres mexicanas. En una casa, una mujer inclinada amamantaba a su bebé. En la puerta de al lado, otra se afanaba de rodillas en la interminable labor de moler el maíz en un batán de piedra. Los hombres, acuclillados ante pequeñas fogatas hechas con hojas de maíz y envueltos en sus ponchos desvaídos, fumaban sus hojas mientras veían trabajar a las mujeres. Mientras desensillábamos nuestros caballos, se levantaron y, rodeándonos, nos lanzaron un «buenas noches» en tono suave, curioso y amigable. ¿De dónde veníamos? ¿Adónde íbamos? ¿Qué noticias teníamos? ¿Los maderistas ya habían tomado Ojinaga? ¿Era cierto que Orozco venía a matar a los pacíficos? ¿Conocíamos a Pánfilo Silveyra? Era un sargento, uno de los hombres de Urbina. Provenía de aquella casa, y era primo de este hombre. ¡Ah, había demasiada guerra!
Antonio fue a agenciarse maíz para la mula.
—Solo un poquito de maíz —rogaba—. Seguro que don Jesús no le cobraría nada… Solamente lo que puede comer una mula…
En una de las casas negocié nuestra cena.
—Ahora somos muy pobres —dijo una mujer, extendiendo las manos—. Un poco de agua, frijoles, tortillas… Es todo lo que comemos en esta casa. ¿Leche? No. ¿Huevos? No. ¿Carne? No. ¿Café? ¡Válgame Dios, no!
Le sugerí que con ese dinero podía comprar esos productos en alguna otra casa.
—¿Quién sabe? —respondió vagamente.
En ese momento llegó el marido y le regañó por su falta de hospitalidad.
—Mi casa está a su disposición —dijo con aire espléndido, y me pidió un cigarrillo.
Luego se sentó en cuclillas mientras la mujer traía las dos sillas familiares y nos invitaba a sentarnos. El cuarto era de buen tamaño, con el suelo de tierra y un techo de pesadas vigas que dejaban entrever el adobe. Las paredes y el techo estaban encalados y, a simple vista, inmaculados. En un rincón había una gran cama de hierro, y en el otro una máquina de coser Singer, como en el resto de las casas que vi en México. Había también una mesa de patas largas y finas, sobre la...

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