El arte de mantener la calma
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El arte de mantener la calma

Un manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira

Lucio Anneo Séneca, Jacinto Pariente

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El arte de mantener la calma

Un manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira

Lucio Anneo Séneca, Jacinto Pariente

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Un manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira escrito por Séneca, uno de los máximos representantes del estoicismo.

En su vehemente ensayo Sobre la ira, Séneca, célebre pensador romano del siglo I de nuestra era y una de las figuras más destacadas del estoicismo, argumenta que la ira es la pasión más destructiva para la raza humana. Su propia vida es una prueba de ello: apenas pudo conservarla bajo el reinado del colérico emperador Calígula y la perdió bajo el gobierno de Nerón.

Esta nueva traducción es una certera selección de la sabiduría esencial de Sobre la ira. Presentada con una introducción esclarecedora, ofrece a los lectores una guía atemporal para evitar y controlar la ira. Ilustra vívidamente por qué esta emoción es tan peligrosa y por qué saber gestionarla tiene grandes beneficios para las personas y para la sociedad.

Las reflexiones de Séneca sobre la ira nunca han sido más relevantes que hoy, cuando el discurso incivil contamina cada vez más el debate público. Ya sea que los lectores estén interesados en su propio desarrollo personal o anhelen una renovación de la esfera política, encontrarán en la sabiduría de Séneca un antídoto valioso para los males de una época iracunda.

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Information

EL ARTE DE MANTENER LA CALMA

Lucio Anneo Séneca presenta al lector un ensayo sobre la ira disfrazado de diálogo ficticio. El interlocutor es Novato, su hermano mayor, que además ocupaba un escaño en el Senado. Más adelante, un prominente patricio llamado Galión adoptaría a Novato, que tomó su nombre. Novato es ese Galión que el libro de los Hechos de Apóstoles menciona como gobernador romano de Corinto y juez del caso de san Pablo. Aunque aparentemente el destinatario del tratado sea Novato, el autor se dirige en realidad a los miembros de la élite romana a la que él mismo pertenecía. Hoy en día los destinatarios somos muchos más.
Novato, me has pedido muchas veces que escriba sobre las formas de gestionar la ira. Es normal que te preocupe el tema, pues hablamos de la más terrible e ingobernable de las emociones. En las demás es posible hallar cierta mesura, la ira en cambio es pura agitación, violencia, deseo de agredir, de herir, de atormentar, de dañar al prójimo, incluso a expensas del bien propio. El que la padece busca una venganza que irremediablemente acarreará su propia destrucción. Los sabios de antaño la definen como una locura breve, pues como el demente, el iracundo es incapaz de controlarse, olvida lo que le conviene, ignora los afectos, se obstina en alcanzar sus fines, no escucha consejos ni atiende a razones, se ofende por nimiedades y no distingue lo justo de lo injusto ni lo verdadero de lo falso. Se parece a un edificio que, al derrumbarse, se hace pedazos sobre aquello mismo que sepulta.
El aspecto de una persona que sufre una crisis de ira te convencerá más allá de toda duda de que ha perdido la razón, pues observarás en ella los mismos síntomas que en el demente: ojos inflamados, rostro enrojecido, labios temblorosos, mandíbula encajada, cabello erizado, respiración forzada y jadeante, espasmos violentos y gestos vehementes. Además las articulaciones le crujen, su discurso es torpe y entrecortado de rugidos y quejas, choca las manos con frecuencia, golpea el suelo con los pies y, presa de la turbación, «blande las desmedidas amenazas de la ira».1 No sé si calificarla de horrible o de vergonzosa.
Hay emociones que se pueden ocultar y alimentar en secreto, pero la ira se revela en el rostro y se hace más patente a medida que aumenta en intensidad. ¿Has visto cómo a los animales los abandona su natural placidez cuando se enfurecen y dan señales de que están a punto de atacar? A los jabalíes les sale espuma por la boca y se afilan los colmillos, los toros cornean al aire y escarban el suelo con las pezuñas, los leones rugen, las serpientes hinchan el cuello y los perros adquieren un aspecto amenazante. El animal más feroz y peligroso se vuelve aún más aterrador cuando lo posee la ira.
El deseo, el miedo o la arrogancia son también difíciles de ocultar y presentan síntomas inequívocos. En realidad, todas las emociones nos alteran el semblante de una forma u otra. La diferencia estriba en que, mientras las otras simplemente llaman la atención, la ira salta a la vista.
(1.2) Si examinas detenidamente los estragos que produce, verás que es la plaga más perjudicial que ha azotado al género humano. Por su causa ha habido asesinatos, envenenamientos, calumnias, razas exterminadas, príncipes vendidos como esclavos,2 ciudades rodeadas por las hogueras de un ejército enemigo,3 edificios incendiados. A causa de la ira, famosas ciudades son hoy montañas de escombros. A causa de la ira, antiguos países son hoy eriales desiertos. A causa de la ira, hombres ilustres que la historia nos presenta como ejemplos de un destino aciago fueron apuñalados en su propio lecho, derribados en plena celebración de los ritos sagrados de un banquete, asesinados en el foro ante los ojos de las leyes y del pueblo, obligados a entregar su sangre a un hijo parricida, a ofrecer el real cuello al puñal de un esclavo o a extender los miembros en una cruz.4 Y que conste que solo he mencionado desgracias individuales, no te olvides del sufrimiento colectivo: las asambleas masacradas a espadazos, las multitudes pasadas a cuchillo o los pueblos enteros condenados al exterminio.
Aquí falta un fragmento de texto en el que sabemos por ciertas fuentes que Séneca define la ira como el deseo de castigar una ofensa real o percibida. Esta definición cobrará importancia más adelante, cuando el autor se ocupe de la manera de prevenir o moderar la ira.
(1.7)5 No obstante, es innegable que, a pesar de no ser una emoción natural, la ira resulta útil en ocasiones, por eso cabe preguntarse si merece la pena beneficiarse de ella. Y es que, en el fondo, la ira nos exalta, nos da alas, y se diría que sin ella, sin su fuego, sin ese impulso que hace al valiente despreciar el peligro, es imposible salir victorioso de un conflicto. Eso explica que haya quien crea que, en lugar de reprimirla, lo ideal es dominarla, es decir, contenerla dentro de unos límites que nos ayuden a evitar sus excesos, y al mismo tiempo aprovechar esa fuerza, esa energía sin la cual las acciones se debilitan y las ideas se disipan. Sin embargo, a este respecto hay que tener en cuenta que las pasiones son más fáciles de reprimir que de gobernar; en otras palabras, es más sencillo cortarles el paso que intentar moderarlas una vez se adueñan de nosotros. Si se les da entrada siempre se hacen más poderosas que su anfitrión6 y ya no hay manera de protegerse de ellas ni de ponerles coto. Ese es el motivo por el que la Razón, que es la herramienta con la que pretendemos dominarlas, solo funciona cuando media una distancia entre ella y las pasiones, pues de lo contrario se vuelve incapaz de contener lo que al principio habría podido reprimir. La Razón perturbada y destronada se convierte en esclava. Quizá haya emociones que sean controlables al nacer, pero, si permitimos que crezcan, nos arrastran consigo y llega un momento en que ya no podemos dar marcha atrás. El que se lanza al vacío deja de ser dueño de sí mismo y no puede frenar, detenerse ni evitar llegar a donde podría no haber llegado, ya que la inercia de la caída anula su voluntad y le impide retroceder. De la misma forma, el espíritu poseído por las pasiones, ya sea la ira, el amor o cualquier otra, pierde el control y se ve arrastrado al abismo, tanto por su propio peso como por la naturaleza de dichas pasiones.
(1.8) Lo mejor es, por tanto, cortarla de raíz, aplastar sus semillas y no dejarnos enredar por ella, pues no es fácil recuperar el equilibrio cuando se pierde el rumbo por su causa. La Razón de nada sirve cuando la dominan las pasiones. A partir de ese momento, serán ellas quienes lleven las riendas y no obedecerán a nada. No hay que darles cuartel, pues si logran derribar nuestras defensas nos aprisionarán y no habrá forma de liberarse. La Razón ya no será capaz de mantener la distancia necesaria para observarlas y controlarlas desde fuera y entonces, vencida y debilitada, se identificará con ellas y se volverá enfermiza e inútil.
(1.12) «¿Es que acaso una buena persona no puede encolerizarse ni siquiera cuando ve que agreden a su padre o ultrajan a su madre?», preguntarán algunos.7 La respuesta es no. Debe defenderlos o hacerles justicia, sí, pero sin ira. ¿Crees acaso que el sentido del deber por sí solo es poca motivación? En otras palabras, ¿no sufre o se entristece un buen hombre que es testigo del asesinato de su padre o de su hijo? ¿No pierde la cabeza...?8
El buen hombre cumple con su obligación decidida y calmadamente, ateniéndose, además, a los principios de la bondad y de la hombría. Defenderá a su padre si intentan asesinarlo y le hará justicia si lo han asesinado, pero lo hará porque es lo correcto, no por resentimiento. Encolerizarse a causa de los agravios contra los seres queridos no es signo de lealtad, sino de falta de carácter. Lo digno y lo decoroso es defenderlos movidos por sentido del deber, con voluntad, buen juicio y prudencia, no con ira.
No hay pasión más sedienta de venganza que la ira y, precisamente por eso, es la menos adecuada para ejercerla. Precipitada e irreflexiva como cualquier otro ávido deseo, se impide a sí misma conseguir sus propósitos.
(1.15) Nada peor que la ira para el que ha de administrar un castigo. Los castigos cumplen mejor su función correctiva cuanto más sólido sea el juicio del que los impone.9 Por eso le dijo Sócrates a su esclavo: «Si no fuera porque me embarga la ira, te azotaría». Esa vez supo contenerse, se corrigió a sí mismo y pospuso el castigo del esclavo hasta recuperar la templanza. ¿Quién puede presumir de controlar sus pasiones cuando el propio Sócrates no se atrevía a dar rienda suelta a su ira? Como dice Platón: «El sabio no castiga porque se haya cometido un crimen, sino para evitar que vuelva a cometerse. El pasado es irreparable, pero el futuro es prevenible. Y cuando el sabio cree necesario aplicar un castigo ejemplar y condena a alguien a morir públicamente, no lo hace para quitarle la vida a ese criminal en particular, sino para salvar vidas futuras». Como verás, aquel cuya misión es ejercer el poder que exige más rectitud de todos, es decir, el poder sobre la vida y la muerte de los semejantes, debe estar completamente libre de toda pasión. Por eso, la espada de la justicia no debe jamás caer en manos de un iracundo.
(1.20) No creas ni por un momento que la ira es uno de los rasgos de la grandeza de espíritu, porque no es grandeza lo que produce, sino que más bien provoca inflamación. Es como esos cuerpos que aumentan de volumen a causa del exceso de fluidos insalubres. Eso no es crecimiento, sino hinchazón perniciosa. Los que, llevados por una mente enferma, trascienden la Razón siempre creen haber alcanzado un estado excelso y sublime, pero en realidad carecen de toda solidez. Lo que no tiene cimientos está condenado a la ruina, y la ira no se apoya en nada firme ni duradero, sino que es puro humo y capricho, y precisamente por eso, está tan lejos de la grandeza de espíritu como la temeridad del valor, el orgullo de la confianza, la tristeza de la austeridad o la crueldad de la severidad. Quizá te preguntes si las personas iracundas son capaces de expresar grandes ideas. Al contrario. Las palabras de los iracundos son propias de gentes que ignoran en qué consiste la verdadera grandeza, como aquel antiguo y horrible refrán: «no me importa que me odien con tal de que me teman».10 No te confundas; eso no es grandeza, sino desmesura.
Que no te engañen las palabras de los iracundos, pues son espíritus cobardes que se escudan tras gritos y amenazas. Y tampoco creas al por lo demás docto Tito Livio cuando dice «Un hombre temperamental vale más que uno bondadoso»,11 porque el temperamento no se puede separar de la bondad. El ser humano o es bondadoso...

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