Sacerdotes, amigos del Esposo
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Sacerdotes, amigos del Esposo

Para una visión renovada del celibato

Cardenal Marc Ouellet

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Para una visión renovada del celibato

Cardenal Marc Ouellet

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"¿Es posible recuperar el entusiasmo de la propia vocación en las condiciones presentes, e impulsar la misión de los sacerdotes de una manera que sea humanamente viable, espiritualmente significante y pastoralmente eficaz? ¿Cómo llevar a cabo la conversión misionera que el papa Francisco encarna en su persona, por medio de la creatividad y audacia que manifiesta en medio de las dificultades y resistencias, no menores que las que se viven en el ámbito de las diócesis y parroquias?".En Sacerdotes, amigos del Esposo, el Prefecto de la Congregación para los Obispos reflexiona sobre las claves para una renovación sacerdotal en unos tiempos en los que "los escándalos, las humillaciones y el desgaste han sumido al clero en un estado de vulnerabilidad, si no de desconcierto, que se reconoce en signos de cansancio, de tensiones, e incluso de desaliento y hasta en gestos desconsiderados".En los textos que recoge el libro se abordan el sacerdocio y el celibato desde un punto de vista novedoso, pero anclado en la Tradición, resituando la doctrina del sacerdocio en un contexto eclesiológico global, "desde una perspectiva sacramental y misionera, a la luz de un horizonte trinitario y de una visión pneumatológica". Partiendo así desde una visión fundamentalmente relacional, que interpreta en clave nupcial la relación de Cristo con la Iglesia, y profundizando en las razones tradicionales de la disciplina de la Iglesia latina, el cardenal Ouellet muestra la pertinencia del celibato sacerdotal en los contextos difíciles de hoy frente a quienes no cesan de cuestionarlo y pedir su abolición.

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Information

Jahr
2021
ISBN
9788490559932
Capítulo 1: Para una renovación sacerdotal en nuestro tiempo12
Con motivo de la concesión de un Doctorado honoris causa en Divinity por Saint Mary’s Seminary and University of Baltimore (Estados Unidos), tuve el privilegio de ofrecer una meditación teológica en homenaje a la Compañía de San Sulpicio por sus doscientos veinticinco años de servicio en la formación sacerdotal en Estados Unidos. Monseñor Sylvain Bataille y la Société Saint Jean-Marie Vianney me han invitado a compartir esta meditación con vosotros aquí en Ars, en este lugar profundamente simbólico de la santidad sacerdotal, por lo que os estoy agradecido y me encomiendo a vuestras oraciones y a la intercesión de san Juan María Vianney.
Me permitieron elegir el tema de mi intervención. Al principio, pensé en hablar acerca de la reflexión que ha hecho la Iglesia sobre la familia en estos últimos años, y la profunda necesidad de una efusión nupcial del Espíritu Santo en la cultura actual. Como este tema ha sido extensamente tratado en la Exhortación apostólica Amoris laetitia, me vino a la mente que, para su adecuada aplicación pastoral, se requiere una efusión nupcial del Espíritu Santo sobre los demás estados de vida, a fin de garantizar la convergencia y la coherencia del testimonio de la Iglesia.
He elegido, pues, hablar del tema del sacerdocio, que sigue siendo central en la actual reforma de la Iglesia; y querría abordarlo no de forma aislada, sino en el marco de la eclesiología trinitaria, eucarística y nupcial, puesta en marcha por el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución dogmática Lumen gentium afirma que «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo»13.
Desde hace más de veinticinco años he estado reflexionando detenidamente sobre esta diferencia esencial y esta ordenación mutua de los dos modos de participación en el único sacerdocio de Cristo, constatando una falta de integración sistemática de esta doctrina en la eclesiología conciliar y postconciliar. En efecto, esta afirmación del concilio aparece al final de la sección sobre el sacerdocio común —tratado prioritariamente en el capítulo segundo sobre el pueblo de Dios—, al parecer con el fin de salvaguardar la especificidad del sacerdocio ministerial. Se trata de una afirmación cargada de implicaciones teológicas, pastorales y ecuménicas, que los teólogos aún no han terminado de desentrañar a pesar de la abundante literatura postconciliar en eclesiología.
Esta diferencia esencial, y no solo de grado, ha hecho correr mucha tinta, tanto para defenderla como para cuestionarla. Afecta íntimamente a la concepción católica del sacerdocio, que, desde el Concilio de Trento, se preocupa por refutar la negación protestante del ministerio ordenado, a veces incluso en detrimento del sacerdocio común. El Concilio Vaticano II restableció un cierto equilibrio restaurando la dignidad del sacerdocio común y salvaguardando, al mismo tiempo, la irreductibilidad del sacerdocio ministerial. Este reequilibrio corre parejo con la expansión del apostolado de los laicos, con la llamada universal a la santidad y con la nueva conciencia misionera de la Iglesia. Está asimismo en armonía con la amplia visión de la Iglesia, sacramento de salvación, que, desde las primeras líneas de la Constitución, relaciona la participación en la comunión trinitaria y la unidad del género humano. Sin embargo, tal renovación del horizonte eclesiológico reclama, a mi modo de ver, un esfuerzo sistemático por mostrar que la misión sacramental universal de la Iglesia coincide con su participación diferenciada y bien articulada en el único sacerdocio de Cristo. Esta integración sistemática exige un enfoque pneumatológico y trinitario, que será el objeto de mi intervención.
Hablaré, en primer lugar, de la relación del Espíritu Santo con el sacerdocio de Cristo en la economía trinitaria de la encarnación y del misterio pascual; a continuación, de la relación del Espíritu Santo y del sacerdocio en la Iglesia en clave nupcial; finalmente, hablaré del fundamento último de la diferencia esencial y de la correlación de los dos modos de participación en el único sacerdocio de Cristo en la Iglesia14.
Reconozco, de entrada, que este tema no abarca toda la actualidad candente de la Iglesia, y podría parecer un tanto abstracto y desconectado de los dramas políticos actuales (!). Sin embargo, sigo convencido de que, a largo plazo, profundizar en el sacerdocio en su doble acepción tiene toda su importancia para el testimonio de la comunión eclesial, la promoción de las vocaciones, la formación inicial y permanente de los sacerdotes, el ecumenismo y la conversión pastoral y misionera que el papa Francisco promueve vigorosamente para la reforma de la Iglesia.
El Espíritu Santo y el sacerdocio de Jesucristo
Me parece importante introducir la reflexión recordando la secuencia trinitaria con la que se abre la Constitución dogmática Lumen gentium, que describe a los Actores y las etapas del designio de Dios: «El Padre Eterno [...] creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina»15. Con este fin, envió a su Hijo que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura (Col 1,15), en quien hemos sido predestinados a reproducir su imagen (cf. Rm 8,29) en la comunión de la Iglesia, manifestada ya «por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos»16.
Cristo, por tanto, vino para cumplir la voluntad del Padre y hacernos hijos suyos mediante su obediencia hasta la muerte de cruz, que realizó la redención e inauguró el Reino de Dios por su resurrección de entre los muertos. Este Reino se manifiesta «cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, [...] el sacramento del pan eucarístico representa y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor 10,17)»17.
«Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu. [...] El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3,16; 6,19); en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26). […] Unifica a la Iglesia en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Cor 12,4; Ga 5,22), [...] y la conduce, finalmente, como una esposa, a la unión consumada con su Esposo. [...] Y así toda la Iglesia aparece como ‘un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’»18.
Esta secuencia trinitaria del designio de Dios, el Padre que envía a su Hijo, cuya muerte y resurrección inauguran el don del Espíritu, conduce a una notable síntesis pneumatológica, sólidamente enraizada en la Sagrada Escritura. Se pone de manifiesto que la humanidad, creada por el Padre, redimida por Cristo y santificada por el Espíritu, participa ya y está destinada a gozar plenamente de la comunión de las Personas divinas. El sacerdocio de Cristo se inscribe en este designio trinitario como la mediación central de esta comunión que constituye a la Iglesia y la presenta ante las naciones como «signo» e «instrumento» de salvación. Antes de profundizar en la relación que existe entre los dos modos de participación de la Iglesia en el sacerdocio de Cristo, reflexionemos en primer lugar, a partir de este trasfondo trinitario, acerca de la profunda naturaleza del sacerdocio de Cristo y su relación con el don del Espíritu Santo.
Comencemos, pues, con una premisa fundamental que parece obvia, pero cuyas implicaciones no siempre se perciben. El sacerdocio de Jesucristo es su mismo ser, humano-divino, en cuanto misterio de Alianza (Connubium) en su proceso total de encarnación del Amor trinitario, que culmina en el misterio pascual y en la Eucaristía. El sacerdocio de Jesucristo no es una actividad particular, entre otras, del Hijo de Dios venido en carne. Es la mediación redentora de su Persona encarnada, cuya obediencia de Amor hasta la muerte y descenso a los infiernos conduce a la resurrección y al don del Espíritu Santo. Su sacerdocio no es dinástico, levítico o institucional, en el sentido de las religiones o de la tradición de Israel, por el hecho de pertenecer a una casta o ejercer una responsabilidad cultual cualquiera. Jesús no pertenecía a la tribu de Leví; en los evangelios nunca se le designa como sacerdote, aunque el significado de su misión, plenamente sacerdotal, sea recapitulado más adelante en la carta a los Hebreos. Jesús es un laico de la tradición profética, que sufre la suerte de los profetas, pero cuyo destino trágico acaba en victoria escatológica mediante su resurrección de entre los muertos.
El evangelio de Dios —afirma solemnemente san Pablo a los Romanos— se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor19. Jesucristo, nuestro Señor, es, pues, confirmado por el Espíritu Santo como Hijo de Dios con poder, vencedor de la muerte y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. El Espíritu confirma, al mismo tiempo, el valor de su sacrificio como ofrenda de su propia Sangre de una vez para siempre para una liberación y purificación definitivas20. En resumen, el sacerdocio de Cristo, coronado por el don del Espíritu, es por lo tanto, por naturaleza, una mediación humano-divina existencial, que reconcilia al mundo con Dios y nos da acceso a la comunión trinitaria. Este don es comunicado a la Iglesia precisamente por el don del Espíritu de vida y de verdad. Por consiguiente, habiendo culminado el Hijo su obra redentora, es la hora de que el Espíritu entre en escena como Santificador, de hacer memoria del don del Padre y del Hijo, que anima la fe y la vida de la Iglesia, como Agente fundamental de su participación en el sacerdocio de Cristo.
Notemos desde ahora, sin embargo, una particularidad de la relación entre Cristo y el Espíritu. Según las etapas de la vida de Jesús, esta relación de íntimo connubium y colaboración, activo-pasiva, se invierte dejando vislumbrar la diversidad y la unidad de la vida trinitaria. La primera fase de la vida de Jesús deja entrever un papel más activo del Espíritu, al cual se somete voluntariamente en obediencia al Padre a medida que camina hacia su hora. Los evangelios, en efecto, dan testimonio de que Jesús fue «concebido por obra del Espíritu Santo», fue llevado al desierto por el Espíritu, guiado e inspirado por Él en su predicación y milagros, con su ayuda fue sometido a la prueba suprema de la obediencia redentora hasta la muerte en la cruz. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu21.
Esta pasividad o receptividad activa del Verbo encarnado con respecto al Espíritu, se torna, al término de su recorrido terreno, en posesión y disposición activa del mismo Espíritu, a partir de su resurrección de entre los muertos. La noche de Pascua, irrumpiendo en medio de sus discípulos reunidos en el Cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»22. En su vida terrena, Cristo pasa de ser Sujeto «receptivo» a «activo» que dispone del Espíritu, porque el acontecimiento de la resurrección ha colmado su humanidad de la plenitud del Espíritu23.
La secuencia pre y postpascual de su relación con el Espíritu no es, por tanto, de poca importancia para su sacerdocio, puesto que este no tiene otro sentido y finalidad sino glorificar al Padre, derramando el Espíritu de vida eterna sobre toda carne24. Por esta razón, Cristo se encarna dejándose mover por Él y lo acoge ...

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