Sebastián Sichel. Sin privilegios
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Rodrigo Barría Reyes

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Sebastián Sichel. Sin privilegios

Rodrigo Barría Reyes

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Creció en una casa okupa sin agua, luz ni baño. Refugiado en la lectura y con una madre bipolar —que hizo lo que pudo para protegerlo—, destacó en el colegio por su desempeño y liderazgo. Estudió Derecho becado por la Universidad Católica, conoció a su padre biológico después de los 30 años y, tras nacer su primer hijo, decidió cambiarse el apellido para ser honesto con su propia historia.Intentó ser futbolista, fue democratacristiano, viró a la centroderecha y dice ser un agradecido de las derrotas electorales que ha tenido.Detalles inéditos de la vida de Sebastián Sichel (1977) quedan al descubierto, a través de estas páginas, que revelan los orígenes, los sueños y las ambiciones de quien ha ocupado tres altos cargos públicos en tres años. Un ascenso rápido que terminó con una dura y desconocida disputa al interior de La Moneda tras el estallido social.A través de un relato íntimo y revelador, el periodista Rodrigo Barría recorre la improbable trayectoria de un hombre que —en una mezcla de rebeldía y azar— supo esquivar un oscuro destino que parecía escrito de antemano. Esta es la bitácora de quien mira la política con recelo, pero que no termina de abandonarla.

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TERCERA PARTE
ADULTEZ Y NUEVOS RUMBOS
Por favor que no sea pelado
El hombre estaba de regreso en sus labores como abogado en una oficina en el centro de Santiago cuando fue contactado por un grupo de dirigente DC liderados por Mariana Aylwin, Carlos Portales y Juan José Santa Cruz, quienes le pidieron que se hiciera cargo de Giro País, un centro de estudios en donde coincidían empresarios y personajes ligados a la falange. La entidad, un think tank de espíritu digital, se encargaba de promocionar causas liberales y sociales, tales como el matrimonio igualitario o la inscripción automática.
Giro País tenía una página web que querían potenciar. Fue cuando el asumido director ejecutivo propuso crear un medio electrónico para expandir las ideas de la organización. Entonces, se contactó con varios periodistas para pedir asesoría, comenzó a investigar casos de éxito y terminó concretando una idea que se basó en la experiencia del Huffington Post, el exitoso medio digital que sacudió la tradicional forma de hacer periodismo en Estados Unidos.
Así nació El Dínamo, proyecto que, con tal de atomizar la propiedad, la distribuyeron en 86 accionistas-aportadores.
Sebastián Iglesias fue un maestro chasquilla en los inicios: ayudó a poner el piso de la casa que arrendaron, armó la estructura contable y hasta debió dar una batalla judicial por un programa en televisión que tenía el mismo nombre. También fue mandamás editorial.
Durante un tiempo largo El Dínamo navegó por aguas de cierta indiferencia y anonimato entre el público, hasta que dieron un paso clave: dejar de hablarle a elite y enfilar hacia una vocación de mayor masividad. La fórmula fue sencilla: convertir el medio en una suerte de máquina expendedora con opción de diversas temáticas para que el público consumiera la que más se le antojara. Gracias a esa decisión el proyecto despegó y por fin pudo autosustentarse.
Fue con el trabajo desarrollado en ese medio electrónico que Sichel se relacionó de manera indisoluble con uno de los temas que hoy lo obsesiona: la masividad. Él mismo se encarga de explicar esta manía por alejarse de las conversaciones de elite y acercarse al lenguaje de las masas: «Es raro estar en un país en donde los que lo dirigen no tienen idea del país en que viven y tampoco les interesa hablarles a las mayorías, sino que insisten en conversarle a una elite. Pero ojo, que esa masividad de la que hablo y de la que me siento cercano no es sinónimo de popularidad ni populismo, sino entender de una vez que la responsabilidad de quienes tienen cargos de poder es conectarse y responder a las inquietudes y demandas de las mayorías».
Estaba en El Dínamo cuando lo contactaron de la agencia de comunicaciones estratégicas Burson-Marsteller. Hasta entonces, Sebastián Iglesias nunca había trabajado de manera profesional en el sector privado.
Cuando recibió la llamada pensó que lo buscaban para hacer labores de cabildeo, pero la propuesta tenía que ver con investigar y escudriñar la mirada que los ciudadanos tenían de las empresas que estaban en la cartera de clientes de la agencia. Básicamente, el trabajo de Sebastián era leer y comprender escenarios sociales. Así, a través de la elaboración de «documentos madre», el hombre se encargaba de construir nuevos relatos corporativos para las empresas. Todo, eso sí, a través de la toma de decisiones y acciones basadas en evidencia.
Su trabajo en la agencia se evaluaba de manera sencilla: tenía éxito si es que las compañías mejoraban su reputación corporativa.
Mucho antes del estallido social, él escudriñaba en el divorcio y malestar de las personas con empresas que no parecían comprender las razones del descontento ciudadano y la lejanía con ellas. Fue en este trabajo en donde, el entonces ejecutivo con cargo de director, se sorprendió con la frialdad y el abuso de algunas corporaciones que parecían vivir en una realidad paralela. Por eso, alguna vez, incluso recomendó a los ejecutivos internacionales de una corporación que debían cambiar el nombre de la empresa y sacar a toda la plana mayor de la oficina chilena si es que querían recomponer las dañadas confianzas que mantenían con sus clientes e intentar eliminar de una vez, las malas prácticas que habían estado llevando adelante desde hacía años.
Este paso por Burson-Marsteller (del 2011 al 2013) marcó el matrimonio definitivo de Sichel con la construcción de relatos e historias que convoquen, enseñanza a la cual ha echado mano y que ha sido un elemento clave que lo ha ayudado a encumbrarse durante los últimos años en el mundo de la política y la percepción ciudadana.
Sin embargo, hasta entonces el relato personal de Sichel no tenía mucho que ver con lo que verdaderamente era y pensaba. Esta enorme contradicción quedó en evidencia cuando conoció a Bárbara Encina, su esposa desde hace catorce años.
Fue un día de semana de enero en el bar El Ciudadano. Cuando ella lo vio, él era un treintañero de corbata, creyente, con facha de funcionario público que tomaba un trago en un bar ondero. Sin embargo, cuando la mujer le habló apareció otra persona: un tipo lejano de la ñoñería que parecía aparentar a la distancia. Un personaje dicharachero, con una historia personal no resuelta y al que le gustaba el rock y la literatura.
Algo andaba mal en esa disonancia entre el personaje que mostraba y el verdadero Sebastián. Fue cuando decidió dar un giro y comenzar a armar un nuevo relato de vida, una biografía personal que, por fin, coincidiera con quien verdaderamente era y quería ser.
En ese empeño, claro, había que partir por una cuestión básica y reconocer que Iglesias, el apellido que lo había acompañado desde pequeño, era una farsa.
Cuando cumplió las tres décadas, Sebastián era un tipo que había ascendido de manera rápida, había tenido buenos trabajos, ampliaba de manera expedita su red de contactos y era considerado una carta política promisoria. Pero también a los 30 años el hombre se había convertido en un tipo algo arrogante, un personaje convencido de que todos los escalones subidos se explicaban única y exclusivamente por el empeño personal y a quienes había visto quedarse en el camino era solo por falta de voluntad personal. Por entonces, era un creyente acérrimo de la meritocracia en estado puro y un reticente de las circunstancias e imponderables que rodean la vida de las personas. Incluso, de la decisión personal de quienes simplemente prefieren no escalar de manera ininterrumpida.
El hombre estaba desorientado y disconforme con su propia vida y no sabía bien la dirección que quería tomar en los próximos años. En lo personal, además, justo había terminado una larga relación sentimental de siete años y en lo profesional tenía dos ofertas municipales de escritorio, las cuales le aseguraban continuidad laboral y hasta un probable salto electoral en un futuro próximo, pero que le aterraban como opción de desarrollo personal.
Sebastián tenía decidido reordenar y reorientar su vida. Un paso clave para ello fue un café que se tomó con su amigo Andrés Venegas, un coach al que le explicó el momento bisagra en que estaba y que, aunque confundido, sí tenía algunas cuestiones claras: no quería depender ni amarrarse a la política; su camino debía tener como eje central su libertad de pensamiento, y no quería pasar sus próximos años en un estudio jurídico dedicado a tramitar causas legales menores.
Hasta el día de hoy, él le da una importancia enorme a ese encuentro con el coach. De hecho, dibuja con nitidez cómo habría sido su vida sin esa conversación: saltando entre diversos cargos municipales, aferrado a un partido político y negociando por alguna opción electoral con tal de hacer carrera pública y asegurarse un sueldo.
«Me aterraba la idea de estar en un partido político solo para poder pagar el dividendo a fin de mes», suele lanzar como sentencia respecto de la vida partidaria que muchos de su generación siguieron.
Pero junto al dilema profesional, había una cuestión que se había instalado como el gran quiste emocional de su vida: ¿quién era su padre biológico? Desde esa confesión impulsiva que su madre le había hecho en un consultorio de Concón, la inquietud por conocer a su verdadero padre se había convertido en una silenciosa obsesión por resolver para poder seguir adelante con su vida. Una necesidad que, además, se había acelerado tras conocer a Bárbara.
Seguro que se casaría con ella, fue ahí cuando se cansó de seguir mintiendo respecto de su historia personal relacionada con su papá. Sí, porque hasta entonces cuando le preguntaban por su progenitor, él respondía que era Saúl Iglesias y que el hombre simplemente los había abandonado. No tenía ganas ni ánimo de empezar a relatar la verdadera historia que, por lo demás, tampoco conocía de manera completa.
Así, después de pedirle matrimonio a Bárbara, se decidió a ir en búsqueda de su padre biológico e intentar cerrar —y abrir— un nuevo capítulo de su vida. Hasta ese momento no era mucha la información que tenía. Sí sabía que se llamaba Antonio, que vivía en la Región del Biobío y que se le había muerto un hijo de 4 años ahogado en un lago. Pero no tenía ni una fotografía del padre y, extrañamente, nunca se había animado a buscar información de él ni en internet ni en redes sociales.
Para comenzar la búsqueda nuevamente hizo alianza con su tía Andrea. En realidad, fue ella la que realizó el contacto y dio con el número telefónico del verdadero padre. Andrea marcó y le dijo al hombre que estaba al otro lado de la línea que su hijo lo estaba buscando y, que si le interesaba, se comunicara con él al siguiente número fijo. Fue una llamada breve y colgó. Apenas un rato después el teléfono del departamento de Sebastián sonó. Él escuchó el llamado justo cuando iba bajando por las escaleras del departamento que vivía en el sector de Plaza Las Lilas. Entonces, paró en seco en una de las escalinatas, volvió rápido, abrió la puerta y tomó el teléfono:
—Hola, soy Antonio Sichel. Voy a viajar a Santiago —dijo el padre de manera escueta desde el otro lado de la línea telefónica.
El hombre se vino en bus a la capital. Habían acordado encontrarse por la tarde. Sebastián lo pasaría a buscar en su auto en la esquina de Vespucio con Isabel La Católica.
Mientras iba rumbo a la intersección, de manera inexplicable una duda lo comenzó a angustiar de manera especial: que el padre fuera pelado. Nada de otras preocupaciones tras una vida sin conocerse: por alguna razón la fisonomía de un padre sin cabello lo incomodaba de manera especial.
Cuando el auto llegó a la esquina y el hombre subió, Sebastián quedó impactado con el parecido físico que tenían y tras un momento de tenso silencio, puso su mano sobre la pierna del padre y le habló por primera vez en su vida: «Antonio, tranquilo, que no te voy a pedir ninguna explicación. Solo quiero conocer mis orígenes y ojalá tener un amigo».
Fueron a un restaurante, pidieron cordero y tuvieron una velada inesperadamente relajada y cercana en donde el hijo quedó impactado al verse reflejado de manera idéntica en su padre en la forma como caminaba, tomaba los cubiertos y comía. Conversaron de todo. De hecho...

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