Mujeres silenciadas en la Edad Media
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Mujeres silenciadas en la Edad Media

Sandra Ferrer

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Mujeres silenciadas en la Edad Media

Sandra Ferrer

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La Edad Media fue una época especialmente difícil para las mujeres, sin embargo nos regalaron un legado de sabiduría, conocimiento y grandeza del que poco a poco vamos descubriendo su profundidad e importancia. Cristina de Pizán, Hildegarda de Bingen, Sabine von Steinbach, Jacoba Félicié, Beatriz de Día, María de Francia, Matilde de Magdeburgo, Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Alice Kyteler o Gertrudis de Hefta son algunas de las protagonistas de este libro que nos acompañarán en un viaje al mundo de las catedrales, al nacimiento de las universidades y al crecimiento de las grandes ciudades europeas.

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Information

Jahr
2019
ISBN
9788416876730
1

La oscura Edad Media.
¿Más oscura para las mujeres?

La mujer es un hombre incompleto.
Aristóteles
En lo que se refiere a la naturaleza del individuo, la mujer es defectuosa y mal nacida.
Santo Tomás de Aquino
Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos a vituperar a las mujeres, criticándolas, bien de palabra, bien en escritos y tratados.
Cristina de Pizán
A lo largo de la Edad Media se forjó la raíz de la cultura cristiana que ha permanecido hasta nuestros días. Una sociedad basada en el cristianismo que bebió de las fuentes clásicas y las adaptó a sus propias necesidades e intereses y que marcó para siempre el devenir de la vieja Europa. Cuando Constantino hizo de la fe de Cristo el credo oficial, religión y poder fueron de la mano durante mucho tiempo.
Los padres de la Iglesia, que a lo largo de los siglos medievales fueron diseñando las formas de vivir de sus fieles, vivieron en un tiempo en el que la superstición, el miedo a lo desconocido y los mensajes apocalípticos sobrevolaban sus templos influyendo indefectiblemente en su modo de ver el mundo. Un mundo a menudo hostil, difícil de entender y controlar en el que razones sobrenaturales inspiradas en las Sagradas Escrituras debían dar una respuesta a sus angustiadas preguntas.
Las malas cosechas, las epidemias y las tormentas descontroladas tenían que ser fruto de algún mal ocasionado por los hombres y las mujeres, que desataban la ira divina.
En este escenario apocalíptico, la mujer dio la solución a muchas de las preguntas sin respuesta. Porque, si en muchos de sus aspectos la naturaleza era un universo desconocido para los hombres, la mujer también lo era. Era un ser que, según los clérigos eruditos, no estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, como ellos. Alguien que dentro de sí engendraba vida sin entender muy bien cómo lo hacía, que alimentaba después a sus vástagos con su propio cuerpo y, lo que es más importante, provocaba en los hombres sentimientos, instintos, que no siempre podían controlar. ¿Qué hacer, pues, con la mujer?
Las Sagradas Escrituras se lo pusieron fácil. El Génesis hablaba de Eva, a quien dedicaré un espacio específico, pues bien se lo merece. Eva fue la compañera de Adán —y no a la inversa—, creada por Dios para hacerle compañía en el paraíso. Fue ella y solo ella —y así se encargaron de repetir hasta la saciedad en púlpitos, capiteles y manuscritos— la que abocó al abismo a Adán, quien parece ser que no tuvo más opción que sufrir la maldad de la compañera dada por el Creador.
Pensemos por un momento en Marie, la artesana de Clermont, o en Jeanne, la campesina, en ellas y en sus particulares compañeros. Maridos con los que posiblemente se han casado por supervivencia, para crear una unidad familiar de producción y poder vivir así del trabajo y el esfuerzo mutuos. Marie y Jeanne han oído al párroco decir, domingo tras domingo, que Eva fue la pecadora, la que creó el pecado original y expulsó a la raza humana del paraíso. Por su culpa ahora deben trabajar y sufrir penurias. Sermón que también han oído sus maridos y que pronto escucharán sus hijos. Si pensamos que entre ellos existe un mínimo afecto matrimonial, filial o maternal, podemos imaginar también un conflicto interno de dimensiones considerables.
Pero ¿por qué el hombre odiaba a la mujer? Quiero pensar que no todos los hombres odiaban a las mujeres y que posiblemente algunos —¿los maridos de Marie o de Jeanne?— no entendían tampoco cómo sus esposas o, mejor, sus dulces madres, eran poco menos que la encarnación de Satán en la Tierra. Pensemos que en la Edad Media el poder de la palabra (lo que en el siglo XXI llamaríamos estrategias comunicativas) lo tenía la Iglesia. Y, ¿quién era la Iglesia? Era un grupo de hombres que había decidido vivir alejado de las mujeres, ajeno a su naturaleza y huyendo de ellas, sin interesarse lo más mínimo por lo que les sucediera. Y cuando lo hicieron, no salimos muy bien paradas. En primer lugar, porque cuando los monjes se ocuparon de pensar en las mujeres no se fijaron en las mujeres que tenían a su alrededor, pues estaban muy alejadas de sus muros; así que se las tuvieron que imaginar a partir de estereotipos basados, como veremos en el primer capítulo, en dos imágenes opuestas que aparecen en la Biblia: Eva y María. En segundo lugar, porque las mujeres no tenían salvación. Todas habían nacido pecadoras, todas eran hijas de Eva y nunca llegarían a ser como María por más virginales, piadosas y perfectas que fueran. Como mucho, la imitarían, pero nunca alcanzarían su perfección.
Sorprende ver este panorama oscuro para las mujeres medievales, cuando Jesús, el hacedor del cristianismo, no fue precisamente un hombre misógino. Tanto en vida de Jesús como en los primeros siglos en los que permanecieron sus enseñanzas, las mujeres se situaron en igualdad de condiciones con los hombres. Jesús defendió a las mujeres, se rodeó de ellas y les ofreció el honor de que una de ellas, María Magdalena, fuera quien descubriera que había resucitado.
En los primeros pasos de un recién instaurado cristianismo encontramos a mujeres ejerciendo de diaconisas y sacerdotisas. En los siglos en los que el Imperio romano persiguió a los cristianos de manera sangrienta, fueron muchas las mujeres cristianas que perecieron bajo martirio y se convirtieron en heroínas para futuras generaciones de creyentes. Fueron ellas, en aquellos siglos de prohibición, las que mantuvieron la llama del cristianismo encendida en el silencio y anonimato de los hogares. Una llama que extendieron hasta tronos como los de Constantino, por mediación de su madre, santa Helena, o el de Clodoveo I, rey de los francos, quien se convirtió al cristianismo guiado por su esposa, santa Clotilde.
Pero fue precisamente en este proceso de institucionalización del cristianismo cuando las mujeres empezaron a molestar a los padres de la Iglesia. Mientras que Jesús no vio con malos ojos tenerlas cerca y hacerlas participar de su mensaje, los que sentaron las bases del cristianismo medieval decidieron adoptar las ideas misóginas y de sometimiento antes que buscarles un lugar activo en su nuevo orden universal.
Así, desgraciadamente, la misoginia que recorrió como una epidemia la Edad Media en Europa —y no se extinguió, por desgracia, en siglos posteriores— puso a la mujer en una situación complicada. Porque, si era un ser incompleto, imperfecto, pecador y fuente de todo mal, además de analfabeto e inculto, ¿cómo iba a aspirar a algo más que a lo que la naturaleza y Dios le habían deparado?
«Parirás con dolor», nos dice el Génesis, mientras que santo Tomás de Aquino dejó escrito en su Summa Theologica: «Tal y como dicen las escrituras, fue necesario crear a la hembra como compañera del hombre; pero como compañera en la única tarea de la procreación, ya que para el resto el hombre encontrará ayudantes más válidos en otros hombres, y a ella solo la necesita para ayudarle en la procreación». En definitiva, la mujer era, como dijo Aulo Gelio, un mal necesario.
Pero Aulo Gelio no era monje ni vivió en la Edad Media. Fue un escritor romano del siglo II. No vayamos a echar toda la culpa de la misoginia medieval a los monjes, abades o cardenales. La imagen negativa de la mujer fue una imagen heredada de la Antigüedad. Si nos remontamos unos cuantos siglos, hasta el VIII a. C., encontramos a Hesíodo, poeta griego que relató el nacimiento de Pandora, «la ruina de la humanidad», creada por Zeus para castigar a Prometeo, quien ha robado el don del fuego. Pandora lleva consigo una caja en la que esconde, por poco tiempo, todos los males y desdichas del mundo. Muchas similitudes con nuestra Eva cristiana.
En la Grecia de los filósofos y en el glorioso Imperio romano encontramos una gran cantidad de referencias misóginas que no dejan nada bien paradas a las mujeres.
Ante semejante panorama, no es de extrañar que mujeres como Marie o Jeanne, nuestras pecadoras habitantes de Clermont, sintieran miedo de sí mismas, rechazo incluso, y deseos de haber nacido hombres.
Después de ver cómo los hombres forjaron la imagen de Eva y la esculpieron en capiteles, claustros y portaladas de las más hermosas iglesias junto a la serpiente y la manzana, para dejar constancia de lo que era, nos podemos imaginar que cualquier mujer que quisiera romper con esa imagen era algo más que valiente.
Aun así, algunas llegaron a ser reverenciadas por aquellos mismos hombres que las consideraban el mal. Esto lo comprobaremos cuando nos adentremos en el fascinante mundo de Hildegarda de Bingen. Efectivamente, algunas mujeres pudieron tener una vida un poco más enriquecedora que permanecer a la sombra y bajo la voluntad total de los hombres de su familia. Porque existieron algunas hijas de Eva que se rebelaron alzando un grito silenciado y osaron convertirse en médicas, escritoras, compositoras o incluso asesoras políticas.
Es cierto que nos han llegado muy pocas historias sobre mujeres excepcionales en la Edad Media. Las preguntas clave son: ¿no existieron?, ¿no fueron tomadas en consideración por los cronistas? Lo que está claro es que las mujeres no alcanzaron más cimas sociales porque se las ató en corto tras la puerta de su casa. Solo unas pocas se liberaron, dejando un largo camino de sufrimiento y, por supuesto, escuchando voces incriminatorias a diestro y siniestro. Ya lo decía la propia Cristina de Pizán: «la excelencia o la inferioridad de los seres no residen en sus cuerpos según el sexo, sino en la perfección de sus conductas y sus virtudes». Tendrían que pasar muchos siglos para que Mary Wollstonecraft dijera algo tan obvio como que las mujeres no habían conseguido más cosas en el mundo de la ciencia, la política o el arte porque se les había vetado el acceso a la educación. Pero esta es ya otra historia.
2

Lo que dejaron ser a las mujeres.
Modelos establecidos

Las hijas de Eva

Dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él.
Génesis
Adán fue tentado por Eva, no ella por él.
Graciano
En una sociedad mayoritariamente analfabeta como la medieval, fueron necesarios medios visuales y orales para transmitir los valores que la Iglesia quería sembrar en sus fieles. Con un analfabetismo que no fue combatido hasta el siglo XVI y con la reforma protestante, en ese entonces, leer las Sagradas Escrituras suponía una herejía para hombres y mujeres laicos. Eran los curas de las parroquias, los abades y los obispos en las grandes catedrales los intermediarios de Dios en la Tierra y, como tales, eran ellos, y solo ellos, los encargados de transmitir la palabra divina a sus rebaños de pecadores.
El púlpito fue el principal medio de transmisión, pero hubo otros también muy efectivos: las esculturas, relieves y vitrales de las iglesias románicas y góticas. Las imágenes representadas en capiteles o portaladas tenían una doble función: eran ornamentales y, sobre todo, pedagógicas.
Antes de que la imagen de María se extendiera por todas las hermosas catedrales consagradas a ella, otra mujer aparece de manera reiterada en las piedras de las iglesias medievales. Esa mujer es, sin duda, Eva.
La imagen más recurrente es la que recrea la escena del pecado original. Adán y Eva, dispuestos uno a cada lado del árbol de la ciencia, aparecen sin embargo en posturas distintas. A Adán se le esculpió tapándose la desnudez, o con la mano en el cuello como muestra de su atragantamiento al probar la fruta prohibida que le ha ofrecido Eva, a la que, en ocasiones, señala acusatorio. Al otro lado, la primer...

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