VIDA EN
LOS CAMPOS CAVALLERIA RUSTICANA1
Turiddu Macca, el hijo de la señå Nunzia, acababa de regresar del ejĂ©rcito y todos los domingos se pavoneaba en pĂșblico con el uniforme de infanterĂa2 y la gorra roja, que parecĂa de esas que llevan los adivinos cuando montan su puesto con la jaula de canarios. Las muchachas se lo comĂan con los ojos, cuando iban a misa cubriĂ©ndose la nariz con la mantilla, rodeadas de pilluelos que les rondaban como moscas. Llevaba tambiĂ©n una pipa con el rey a caballo, que parecĂa vivo, y encendĂa las cerillas en la parte trasera de los pantalones, levantando la pierna, como si fuese a dar un puntapiĂ©.
Pero a pesar de todo, Lola, la hija de don Angelo, el aparcero, no se habĂa dejado ver ni en misa, ni en el balcĂłn, porque se habĂa casado con uno de Licodia, que era carretero y tenĂa cuatro mulos de Sortino en el establo. Turiddu, en cuanto se enterĂł, ÂĄsanto diablo!, sintiĂł ganas de destriparlo y sacarle los intestinos a ese tipo de Licodia, sĂ, ÂĄeso querĂa! Pero no hizo nada, y se desahogĂł yendo a cantar bajo la ventana de la hermosa muchacha todas las canciones de despecho que conocĂa.
âÂżEs que Turiddu, el hijo de la señå Nunzia, no tiene otra cosa que hacer âdecĂan los vecinosâ que pasar la noche cantando como un pĂĄjaro solitario?
Por fin se topĂł con Lola que regresaba de su peregrinaje a la Virgen de los Peligros y al verlo, lejos de palidecer o ruborizarse, hizo como si no fuera con ella.
âÂĄDichosos los ojos que la ven! âle dijo.
âÂĄAh! Compadre Turiddu, me dijeron que habĂa regresado a primeros de mes.
âÂĄA mĂ tambiĂ©n me han dicho ciertas cosas! ârespondiĂł Ă©lâ. ÂżEs verdad que se ha casado con compadre Alfio, el carretero?
âEsa fue la voluntad de Dios⊠ârespondiĂł Lola tirando de las dos puntas del pañuelo bajo el mentĂłn.
âÂĄLa voluntad de Dios la moldea usted con el tira y afloja segĂșn le conviene! ÂĄY la voluntad de Dios ha sido que yo regresara, desde tan lejos, para encontrarme con esta bonita noticia, señå Lola!
El pobre hombre trataba de sobreponerse, pero tenĂa la voz quebrada. Caminaba detrĂĄs de la muchacha bamboleĂĄndose, con la borla de la gorra bailando sobre sus hombros de un lado a otro. En conciencia, ella sentĂa verlo asĂ, con aquella cara larga, pero no tenĂa corazĂłn para halagarlo con palabras bonitas.
âEscuche, compadre Turiddu âle dijo al finâ, dĂ©jeme alcanzar a mis compañeras. ÂżQuĂ© dirĂan en el pueblo si me viesen con usted...?
âAsĂ debe ser ârespondiĂł Turidduâ, ahora que estĂĄ casada con compadre Alfio, que tiene cuatro mulos en el establo, no conviene dar que hablar a la gente. Sin embargo, mi madre, mientras estuve en el ejĂ©rcito, tuvo que vender nuestra mula baya y el pedacito de viña del camino. ÂĄQuĂ© tiempos aquellos3! Y usted ya no se acuerda de cuando nos hablĂĄbamos por la ventana del patio y me regalĂł aquel pañuelo antes de partir, en el que solo Dios sabe cuĂĄntas lĂĄgrimas derramĂ© al marcharme, tan lejos que hasta el nombre de nuestro pueblo era desconocido. Ahora adiĂłs, señå Lola, facemu cuntu ca chioppi e scampau, e la nostra amicizia finiu4.
La señå Lola se habĂa casado con el carretero y los domingos salĂa al balcĂłn con las manos apoyadas en su regazo, para que todos viesen los gruesos anillos de oro que le regalaba su marido. Turiddu pasaba, y volvĂa a pasar por la callejuela, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos, con aire de indiferencia y echando miradas a las muchachas, pero por dentro le corroĂa que el marido de Lola tuviese todo aquel oro y que ella hiciera como si no lo viese cuando Ă©l pasaba.
âÂĄSe la voy a jugar en sus propios ojos a esa perra! ârefunfuñaba.
Frente a compadre Alfio, vivĂa don Cola, un viticultor, rico como un cerdo, que tenĂa una hija todavĂa en casa. Turiddu, tanto se desviviĂł y tanto insistiĂł que consiguiĂł que Cola lo cogiera de guardĂ©s, y empezĂł a pulular por la casa y a decirle palabras dulces a la muchacha.
âÂżPor quĂ© no va usted a decirle estas cosas bonitas a la señå Lola? ârespondĂa Santa.
âÂĄLa señå Lola es una señorona! ÂĄLa señå Lola ya se ha casado con un rey de corona!
âYo no me merezco reyes coronados.
âUsted vale por cien Lolas, y yo me sĂ© de uno que no mirarĂa a la señå Lola, ni a su santo, teniĂ©ndole a usted delante, pues la señå Lola no le llega a usted ni a la suela de los zapatos, ÂĄquĂ© le va a llegar!
âLa zorra cuando no puede alcanzar la uva...
âDijo: ÂĄquĂ© guapa eres, uvita mĂa!
âÂĄEh! ÂĄEsas manos, compadre Turiddu!
âÂżTiene usted miedo de que la coma?
âMiedo no le tengo ni a usted, ni a su Dios.
âÂĄEh! ÂĄSu madre era de Licodia, ya sĂ©! ÂĄTiene usted la sangre caliente! ÂĄAy! ÂĄMe la comerĂa con los ojos!
âCĂłmame con los ojos si quiere, que migas no van a quedar, pero mientras tanto levĂĄnteme ese fajo.
âÂĄPor usted levantarĂa la casa entera! ÂĄVaya que si la levantarĂa!
Ella, para no ruborizarse, le lanzĂł un palo que tenĂa a mano, y no le alcanzĂł de puro milagro.
âVamos a darnos prisa, que a base de chĂĄcharas no se hacinan sarmientos.
âSi fuera rico, me gustarĂa encontrar una mujer como usted, señå Santa.
âYo no me casarĂ© con un rey coronado como señå Lola, pero mi dote la tengo tambiĂ©n, para cuando el Señor me mande a alguien.
âÂĄYa sĂ©! ÂĄYa sĂ© que es rica!
âSi lo sabe dese prisa, que mi padre estĂĄ al llegar, y no quisiera que me encontrase en la era.
Su padre empezaba a torcer el morro, pero la muchacha hacĂa como si no se diera cuenta, porque la borla de la gorra del soldado le habĂa hecho cosquillas en el corazĂłn y le bailaba siempre ante sus ojos. En cuanto el padre cerraba la puerta al marcharse Turiddu, la hija le abrĂa la ventana y charlaba con Ă©l todas las noches, hasta el punto de que en el vecindario no se hablaba de otra cosa.
âEstoy loco por ti âdecĂa Turidduâ, y he perdido el sueño y el apetito.
âPalabrerĂas.
âÂĄMe gustarĂa ser hijo de Vittorio Emanuele para casarme contigo!
âPalabrerĂas.
âÂĄTe juro por la Virgen que te comerĂa como al pan!
âÂĄPalabrerĂas!
âÂĄNo! ÂĄPor mi honor!
âÂĄOh! ÂĄDios mĂo!
Lola, que escuchaba cada noche escondida tras la maceta de albahaca, palidecĂa y se ruborizaba, hasta que un dĂa llamĂł a Turiddu.
âCompadre Turiddu, Âżes que los viejos amigos ya no se saludan?
âÂĄVaya! âsuspirĂł el jovenzueloâ ÂĄQuĂ© alegrĂa poderla saludar!
âÂĄSi tiene intenciĂłn de saludarme, ya sabe dĂłnde vivo!
ârespondiĂł Lola.
Turiddu iba a saludarla con tanta frecuencia, que Santa se dio cuenta y le dio con la ventana en las narices. Los vecinos se sonreĂan y hacĂan ademanes con la cabeza cuando pasaba el soldado. El marido de Lola andaba por las ferias con sus mulas.
âEl domingo quiero ir a confesarme, pues esta noche he tenido un mal presagio, he soñado con uvas negras âdijo Lola.
âÂĄDĂ©jelo! ÂĄDĂ©jelo! âsuplicaba Turiddu.
âNo, ahora que se acerca la Pascua, mi marido se preguntarĂa por quĂ© no he ido a confesarme.
âÂĄAh! âmurmuraba Santa, la hija de don Cola, esperando de rodillas su turno ante el confesionario donde Lola estaba lavando sus pecadosâ ÂĄPor mis muertos que tĂș no vas a tener que ir a Roma para cumplir tu penitencia!
Compadre Alfio regresĂł con sus mulas cargado de dinero y le trajo de regalo a su mujer un bonito vestido nuevo para las fiestas.
âHace bien en traerle regalos âle dijo la vecina Santaâ, porque mientras usted estĂĄ fuera, su mujer le adorna la casaâŠ
Compadre Alfio era de esos carreteros que llevan la gorra en la oreja5, y al oĂr hablar asĂ de su mujer le cambiĂł el color, como si lo hubiesen acuchillado. «¥Santo diablo! âexclamĂłâ ÂĄComo no haya visto usted bien, no le van a quedar ojos para llorar, ni a usted ni a toda su parentela!».
âÂĄNo suelo llorar! ârespondiĂł Santaâ. No llorĂ© ni siquiera cuando vi con estos ojos a Turiddu, el hijo de la señå Nunzia, entrar por la noche en casa de su mujer.
âEstĂĄ bien ârespondiĂł compadre Alfioâ, muchas gracias.
Turiddu, ahora que habĂa regresado el gato, ya no pululaba de dĂa por la callejuela y mataba el aburrimiento en la taberna con los amigos. Era la vigilia de Pascua y tenĂan en la mesa un plato de salchichas. SegĂșn entrĂł compadre Alfio, solo por la manera de clavarle los ojos encima, Turiddu comprendiĂł que habĂa venido por aquel asunto y posĂł el tenedor en el plato.
âÂżTiene algo que decirme, compadre Alfio? âle dijo.
âDĂ©jese de cumplidos, compadre Turiddu, hacĂa mucho que no le veĂa y querĂa hablarle de lo que usted ya sabe.
Turiddu lo primero que hizo fue ofrecerle el vaso, pero compadre Alfio lo apartĂł con la mano. Entonces Turiddu se levantĂł y le dijo:
âAquĂ me tiene, compadre Alfio.
El carretero le echĂł los brazos al cuello.
âSi mañana por la mañana quiere venir a la chumbera de la Canziria, podemos hablar de ese asunto, compadre.
âEspĂ©reme en la carretera a la salida del sol y vamos juntos.
Con estas palabras intercambiaron el beso del desafĂo a duelo. Turiddu agarrĂł entre los dientes la oreja del carretero, sellando asĂ la promesa solemne de no faltar.
Los amigos habĂan dejado la salchicha callados como muertos y acompañaron a Turiddu hasta su casa. La pobre señå Nunzia lo esperaba todos los dĂas hasta bien entrada la tarde.
âMadre âle dijo Turidduâ, Âżse acuerda de cuando partĂ a la guerra, que usted pensĂł que no iba a regresar nunca? Deme un buen beso como aquel dĂa, porque mañana al alba voy a partir lejos.
Antes del amanecer, cogiĂł la navaja que habĂa escondido bajo el heno cuando lo reclutaron y se encaminĂł hacia la chumbera de la Canziria.
âÂĄAy! ÂĄJesĂșs, MarĂa, JosĂ©! ÂżAdĂłnde va con esa ira? âlloriÂqueaba Lola espantada, mientras su marido se disponĂa a salir.
âVoy aquĂ cerca ârespondiĂł compadre Alfioâ, pero para ti serĂa mejor que no regresara jamĂĄs.
Lola, en camisĂłn, rezaba a los pies de la cama, apretando entre los labios el rosario que le habĂa traĂdo fray Bernardino de Tierra Santa, y recitaba todas las avemarĂas que cabĂan en las cuentas.
âCompadre Alfio âempezĂł Turiddu, despuĂ©s de hacer un trecho de camino junto a su compañero, que iba callado con la gorra sobre los ojosâ, como hay Dios, sĂ© que me he equivocado y me dejarĂa matar, pero antes de salir he visto a mi anciana madre que se ha levantado para verme partir, con el pretexto de arreglar el gallinero, como si el corazĂłn le hablase, y le juro por Dios que le voy a matar como a un perro por no hacer llorar a mi pobre madre.
âYa basta ârespondiĂł compadre Alfio despojĂĄndose del farsetoâ, pelearemos duro los dos.
Ambos eran buenos tiradores. Turiddu recibiĂł el primer golpe, pero llegĂł a tiempo de pararlo con el brazo. Lo devolviĂł inmediatamente y lo hizo con una buena clavada atacando la ingle.
âÂĄAh! ÂĄ...