Morirás por Cartagena
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Morirás por Cartagena

Víctor San Juan

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Morirás por Cartagena

Víctor San Juan

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Novela histórica que trata del drama vivido por la ciudad de Cartagena de Indias, en la actual Colombia caribeña, cuando en 1741 sufrió la invasión de la Inglaterra militarista de Jorge II materializada en la gigantesca escuadra del almirante Vernon, a la que tuvo que oponerse la figura universal del marino y teniente general Blas de Lezo, entre otros.Cartagena de Indias fue el punto designado por el gigantesco plan que se fraguó en las más altas instancias del gobierno británico para conquistar toda la América de habla hispana y poner su comercio bajo la férula de la Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII. A ello se opuso la decidida voluntad de la ciudad de rechazar al invasor, personificada en el legendario marino español Blas de Lezo, que, realizando una auténtica hazaña guerrera, logró, aún a costa de su propia vida y muchas más, rechazar al invasor.Pero el mérito de Cartagena estuvo, también, en la voluntad de resistir de sus residentes, como el auténtico protagonista de la novela, Celso del Villar, capitán español de origen cartagenero, el teniente francés Alain Mortain o el virrey Sebastián de Eslava. Enfrentados al drama de afrontar la lucha o perecer de una cruel enfermedad, casi 50.000 personas se encontraron aquella primavera ante la decisiva encrucijada de sus vidas: vencer y sobrevivir, o perecer por una Cartagena de Indias que ya nunca volvería a ser la misma.

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Information

Jahr
2014
ISBN
9788415930167
1.- EL PLAN
Nada de esto habría sucedido de no ser por la codicia de algunos hombres. El ansia de gloria y poder logra a veces nublar los entendimientos y encender los ánimos, haciendo posible concebir justificaciones indecentes que, repetidas muchas veces y ante seres ineptos y parcos de razón y sensatez, hasta parecen ser ciertas y convertirse en asuntos serios e importantes, negocios de estado. No es cierto que no haya nada personal en un negocio atroz; por el contrario, la carencia de escrúpulos es la que ha despersonalizado al hombre, y lo acerca más a lo que realmente es, un patético y animal homo sapiens.
La diferencia entre un negocio importante y otro que no lo es no está en la categoría del mismo, pues el importante puede ser mucho más vil y degenerado que el otro, sino el lugar en el que se lleva a cabo. Nuestro lugar era grande, espacioso, elegante y algo oscuro; la escasa luz que, a media faz, descubría los rostros de los personajes, a duras penas conseguía filtrarse por las difusas cristaleras góticas del fondo. Los famélicos candiles, puro testimonio más que verdaderamente eficaces para la iluminación, ponían algo de color desvaído sobre una mesa cuyo tablero había de suponerse, pues, cubierto de viejos planos, pergaminos, libros e innumerables útiles de medida y estudio minucioso, era completamente invisible. No había sillas, al menos en su proximidad. Los personajes reunidos en torno a aquel abundante material de análisis parecían haberse autoimpuesto la disciplina de permanecer en pie, tensos, alerta, dispuestos para la acción. Lo estaban. El negocio que se traían entre manos tenía el suficiente peso específico como para hacerles olvidar la comodidad o cualquier tipo de relajación que pudiera inducir al aburrimiento. Trataban del destino de los pueblos, pero no del suyo propio, sino de aquél que, desde la noche de los tiempos, había sido el archienemigo, el rival sobre todos los demás y que, sólo cuarenta años antes y gracias a su propia descomposición, logró ser al final humillado; mas no destruido, ni despedazado. Esa tarea era la que se disponían a acometer.
Un compuesto y serio personaje hacía uso de la palabra:
–En efecto, milords, tuvieron la oportunidad pero no lo consiguieron. Lo curioso es que, con ellos, podría hablarse de un auténtico proceso de regeneración. Sería como si –y perdonen la expresión– un brazo amputado, al cabo del tiempo, hubiera sido capaz de reencarnarse engendrando otro. Quién lo habría dicho ¿verdad? Si el viejo y estimado George Rooke levantara la cabeza…
Un murmullo de aquiescencia y chistosa, aunque pacata, complicidad se extendió alrededor de la mesa, llenando el vacío y frío espacio. Luego, la voz continuó:
–Sí señores; así es. El viejo tío George les tomó La Roca durante la Guerra de Sucesión, cuando ese maldito papista de Berwick detenía nuestro ejército expedicionario de Lisboa a la altura de Ciudad Rodrigo. Mientras, en Europa, Eugenio y Marlborough le administraron su primera píldora al Soleil Royal en Blenheim–nuevas risas discretas; la voz prosiguió–. El viejo y astuto rey Luis de Francia. ¡Quién le iba a decir que ese muchacho un poco lelo, hermano del Gran Duque de Borgoña y el duque de Berry, Felipe, se le iba a sublevar una vez instalado en el trono español! Y todo por una niña, la mosquita muerta de la reina de España que parecía no ser nadie, María Luisa Gabriela de Saboya. ¡Dadle a una mujer una herencia –levantó los brazos– y, luego, tratad de repartirla con ella!
Las risas ya alcanzaban un volumen desinhibido; el personaje se sintió alentado a continuar:
–Felipe de España quiso ser independiente, y lo quiso de verdad. Para nosotros, se planteaba una jugada interesante: esto era exactamente por lo que habíamos luchado apoyando a Carlos de Austria en su pugna por el trono. Si lo hubiéramos sabido, podríamos habernos ahorrado una guerra, pero entonces, queridos amigos ¡no tendríamos Gibraltar! La Roca nos permite, en cualquier condición, tener al monarca hispano bien sujeto por la entrepierna –mostró entonces su puño en alto, como si lo estuviera haciendo, para delicia de su público–. Desde allí, podemos atacar el corazón de la Península en cualquier momento. Así que, si el reino de España se ha regenerado, no es menos cierto que presumimos de tenerlo siempre bajo control.
–Sin embargo, sir Edward –interrumpió una voz con claro acento de las Trece Colonias, afirmando luego–, otra cosa sucede con el imperio americano.
–En efecto, amigo –corroboró sir Edward Vernon volviéndose deferente hacia su interlocutor, lo que produjo un cambio de luz sobre el lado hasta ahora sin iluminar de su rostro– y es ni más ni menos ese asunto que nos ha traído aquí y ahora. Nada más acabar la contienda sucesoria con la victoria de Felipe, el nieto de Luis XIV de Francia, España se embarcó en una aventura tras otra; lejos de haber quedado exhausta, parecía emerger pletórica de energía. Nos sorprendió a todos. Primero, en 1716, reconquistaron la isla de Corfú para el Papa. Al año siguiente se lanzaban a la conquista de Italia, Cerdeña y Sicilia; tuvimos que mandar al almirante Byng para destruir su flota a levante de ésta última isla, sobre el cabo Passero. Puestos en faena, también Jacobo, duque de Berwick, entró de nuestra parte por el País Vasco para destruir los astilleros de Santander; volvimos a entrar en Vigo para lo mismo. La lección debería haber sido suficiente ¿no les parece? Pero no: en 1727 volvieron a lanzarse para tratar de recuperar La Roca; al fin se habían dado cuenta de lo mucho que les molestaba.
–Creo que no tuvieron éxito en semejante empresa –dijo el de las Trece Colonias.
–Como bien sabéis, milord, la clave para tomar Gibraltar está en mantener el dominio marítimo; los españoles nunca lo han conseguido y, así las cosas, no podrán recuperar La Roca jamás. El almirante Charles Wager, destacado (con el rango de comodoro) en la Guerra de Sucesión, fue el encargado de las represalias –respondió Vernon; sus ojos se entornaron ahora cómplices hacia sus interlocutores:
–En Cartagena de Indias. Atacó una flota de tres galeones, capturó uno, incendió otro y un tercero consiguió escapar.
–¿Creéis que se trata de un presagio?
–Puede. Pero más vale no creer en presagios cuando de operaciones militares se trata. Hablábamos del resurgimiento español con Felipe de Borbón; sin embargo, a estas alturas, sus fuerzas parecen haberse agotado. En el 24, antes del último ataque a La Roca, intentó abdicar en su hijo, pero el muchacho murió y, a regañadientes, tuvo que volver a ocupar el trono. Mas parece haber perdido todo interés por el gobierno, aparte de la razón; nuestro embajador en Madrid, Ben Keene, cuenta cosas horribles del estado demente en que se halla el monarca. Parece ser que quien lleva realmente las riendas es su segunda esposa, Isabel Farnesio, una mujer egoísta y dominante como acostumbran las princesas italianas; sólo busca lo mejor de la herencia para sus vástagos, por encima de los primogénitos, hijos de la fallecida reina María Luisa Gabriela de Saboya.
–Se hallan, pues, en un momento de postración y debilidad.
–Así es, en efecto. Desde las más altas instancias –por un momento, las omniscientes sombras del rey Jorge II de la Gran Bretaña, el primer ministro, Walpole y el jefe de la oposición, Newcastle, parecieron planear sobre la sala– se nos alienta a aprovecharlo, en especial, desde que ha tenido lugar ese desagradable incidente con el Navío del Asiento. No obstante, como no podía ser menos, el honorable Walpole se opone, tratando de negociar.
Una tercera voz, irritada, intervino entonces:
–De un tiempo a esta parte se opone a todo. Y eso que las provocaciones han sido continuas, a cuento del condenado Navío del Asiento.
–Perdón, señores –interrumpió la voz con acento colonial– ¿Qué es esto del Navío del Asiento?
Edward Vernon recuperó la palabra:
–Por el Tratado de Utrecht, Felipe de España se vio obligado a reconocer para nuestros comerciantes de esclavos una cantidad de 144.000 unidades anuales que poder introducir en sus territorios americanos, rompiendo así el monopolio secular. Los barcos negreros que se ocupan de este comercio, a razón de unas 4.000 cabezas al año, se conocen como “navíos del Asiento”; el Asiento de negros, se entiende. Lo que ha venido sucediendo es que, tras las dilatadas y calurosas travesías transatlánticas desde el África subtropical, estos mercantes, inevitablemente, hacen escala en puertos como Barbados o Jamaica antes de dirigirse a su destino. Los españoles los acusan de cargar en ellos toneladas de contrabando, y pretenden inspeccionarlos para verificar que se cumplen los términos del tratado.
–Pero esto es intolerable. Viola la libre plática y el comercio de los mares que la Gran Bretaña ha defendido desde los tiempos de Drake y Hawkins.
Un estridente tono entró ahora en escena:
–Sin embargo, señores, nos hace un servicio impagable. Es justo lo que necesitamos para enardecer al populacho y vencer la resistencia del viejo Walpole.
–El señor William Pitt –anunció Vernon, circunspecto– indica la forma en que podemos aprovechar el incidente a nuestro favor; es pura carnaza política en manos de los tories.
–Por supuesto; los whigs de Walpole van a temblar con esto en la próxima sesión parlamentaria. Ha sucedido en el estrecho de Florida: el guardacostas español Isabel detuvo al mercante Rebecca, declarando contrabando una parte de su carga. Cuando el capitán Jenkins protestó, el español le cortó una oreja, espetándole: “Esto mismo haré a tu rey si a lo mismo se atreve”. Tenemos a Jenkins en Plymouth, deseando comparecer: trae su oreja en un frasco de alcohol.
Ahora una franca carcajada agitó el pecho de los reunidos, distendiéndose la tensión.
–¡Señores, por favor! Señores –llamó Vernon al orden–,no desprecien el efect...

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