Raros
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Francisco Rodríguez Criado

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Raros

Francisco Rodríguez Criado

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Raros supone el libro B de la Historia del siglo XX. Por él desfilan individuos marginales, extravagantes o alienados que se escapan de la uniformidad imperante. El personaje-narrador, un hombre innominado cuya biografía no cuenta con más méritos que el de dilapidar sin prisas pero sin pausa una herencia familiar, encuentra en estos hombres y mujeres un espejo en el que mirarse y una lección de vida (no siempre positiva).Un hombre innominado, cuya biografía no cuenta con más méritos que el de dilapidar sin prisas pero sin pausa una herencia familiar, sopesa escribir Raros, un ensayo sobre individuos marginales, extravagantes o alienados que se escapan de la uniformidad imperante. Estos individuos, en su mayoría desconocidos, han escrito con sus vidas el libro B de la Historia del siglo XX. Un editor, fascinado por este proyecto anti-hagiográfico, le anima a escribirlo, pero el hombre tiene dudas: si hace realidad el único sueño de su vida, dar a conocer sus raros, ¿qué le quedará luego?Raros avanza por dos carriles. En uno de ellos conocemos a esos seres enigmáticos que se han ganado el adjetivo de raros; en el otro accedemos -guiños metaliterarios incluidos- a la circunstancia actual de un hombre en crisis perpetua y también al proceso creativo del proyecto que puede darle sentido a su vida.

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Information

Jahr
2013
ISBN
9788415930075
Epílogo
Desde el exterior podría confundirse con un chalé más de los muchos que hay en el Paseo de La Habana y alrededores. Un majestuoso lugar de dos plantas ubicado en una calle solitaria sabiamente recogida del mundanal ruido. El centro alberga siete habitaciones con dos camas cada una, todas ellas con baño, una piscina de tamaño familiar, un huerto y un patio con aparatos de gimnasia para que los pacientes puedan hacer ejercicio al aire libre cuando el buen clima lo permite.
El sanatorio cuenta con un servicio de hospital de día que acoge, de lunes a viernes, de ocho de la mañana a tres de la tarde, a una veintena de hombres y mujeres, todos ellos jubilados. Luis Vélez, el conductor, se encarga de hacer dos tandas cada mañana para recogerlos en su vivienda y llevarlos a lo que ellos entienden como su segunda casa.
La política del sanatorio-residencia es darles la mejor calidad de vida y trato posible tanto a pacientes como a familiares. “Amabilidad ante todo”, repite una y otra vez el director y propietario de la clínica, el doctor Cifuentes. Algo que todos los empleados cumplen a rajatabla, excepto Erlinda, la chica de recepción, una mulata esbelta y con mucho carácter, por lo general muy callada, hija de madre española y de padre filipino. Pero por motivos difíciles de explicar, todos (y aquí habría que incluir tanto a pacientes como a familiares) no solo perdonan su talante arisco sino que se pliegan a sus deseos, tratando de enfadarla lo menos posible. El doctor Cifuentes, quizá a su pesar, se abstiene de exigirle amabilidad a esta impetuosa y muy eficiente filipina, que se ha ganado –por extraño que pueda parecer teniendo en cuenta su carácter– el cariño de todos.
La mañana es cálida y silenciosa. Vélez –todos se dirigen a él por el apellido, omitiendo el nombre de pila– ya ha llevado a los pacientes a sus hogares, y el lugar a esta hora en que los residentes fijos duermen una breve siesta tras la comida parece un remanso de paz.
Poco antes de terminar su turno, las doctoras Sánchez y Gálvez pasean tranquilamente por los alrededores del huerto, en las traseras del inmueble. Ambas comentan complacidas la buena labor desempeñada por los pacientes que están a cargo del huerto.
–Al principio solo plantaban flores, por pasar el rato, pero ya ve: se lo han tomado muy en serio y ahora tenemos de todo: tomates, pimientos, berenjenas, calabacines… Podríamos considerarlo un éxito teniendo en cuenta que algunos de ellos no sabían nada de esos asuntos hasta que les animamos a colaborar en las tareas del huerto –dice la doctora Ágata Gálvez.
–¿Animamos? No pretendas compartir el mérito con el resto del equipo, Ágata. La idea fue tuya y de nadie más.
–Bien, tienes razón –dice Ágata con cierta timidez–. Siempre quise tener un huerto y como vivo en una casa pequeña, ¿qué mejor lugar que este para verlo crecer? Y si no les echo una mano a los voluntariosos agricultores es porque la cadera no me da un respiro.
-¿Cómo te encuentras?
–Mejorando –dice dedicándole una mirada tierna a su bastón–. Aunque la segunda operación está demasiado reciente, todo indica que ha sido un éxito. Ayer visité al doctor. Me ha dado ánimos pero me ha pedido paciencia. Me temo que los años no perdonan y que mi cadera no me va dejar tranquila hasta el día que me muera, que no debe de andar muy lejos.
–No digas eso. Tú nos enterrarás a todos.
–Ojalá. ¿He dicho “ojalá”? Perdona, no era mi intención sobrevivir al resto. Sería una falta de educación.
Las dos se echan a reír.
–¿Qué llevas ahí? –pregunta Pastora.
–Ah, esto. Poesía, ya sabes. Un poemario en italiano que mi amiga Flor me ha traído de Roma, donde ha pasado unos días. Todo un detalle –lee el título de la portada–. La presenza di Orfeo, el primer libro de poemas de Alda Merini. ¿Quieres que te lo preste?
–¡No! Ya sabes que no entiendo la poesía, y menos en italiano.
Sonríen.
Ágata, que es como le gusta que le llamen todos, incluidos los pacientes, es una gran mujer con un físico frágil: enjuta, de corta estatura, piernas de alambre, piel clara y apergaminada, la voz dulce y la mirada serena. Simples estrategias con las que disimular su mayor tesoro: su carácter. Un fuerte carácter que administra con morigeración, pero que saca a flote cuando menos se lo espera uno.
Pastora, más joven y más alta –le saca al menos la cabeza– es una mujer atractiva: alta, morena, con media melena y cierta distinción que combina con grandes dosis de campechanía.
Tras el inciso poético, Pastora detiene el lento paseo y se queda mirando a Ágata, que camina renqueante. No es solo respeto profesional lo que siente por ella, es también cariño. Y agradecimiento. Fue Ágata quien hizo todos los trámites para que el doctor Cifuentes la contratara recién licenciada. Ya han pasado diez años desde el día en que hizo la entrevista de trabajo.
–Te voy a echar de menos –dice y le coge las manos a Ágata. La mira a los ojos con ternura.
–¡De eso nada! Nada de emociones. Necesito un descanso, y ese descanso ha llegado. Mi jubilación no va a ser traumática en absoluto, te lo aseguro. Si mis problemas físicos me lo permiten, voy a concederme unas largas vacaciones fuera de España. Hace mucho tiempo que no viajo y creo que ha llegado la hora.
Pastora le sigue cogiendo las manos. Las palabras de ánimo de Ágata apenas la consuelan. Sabe que cuando Ágata no esté, le costará ocupar su puesto de trabajo cada mañana. Ya no podrá charlar con ella mientras toman café. Ya no podrá contarle cómo le va con su nuevo novio ni cómo lleva vivir con él una buhardilla. No podrá contarle tantas cosas… Pese a la diferencia de edad, son grandes amigas.
Pastora hace todo lo posible para contener su tristeza. Ágata, complacida, sonríe y amonesta cariñosamente a su amiga.
–No es para tanto. Soy como esos viejos elefantes que se retiran de la manada para morir en paz. Pero aún no ha llegado mi momento. Nos seguiremos viendo, aunque no aquí, claro.
Pero a Pastora la imagen del elefante crepuscular, lejos de tranquilizarla, le recuerda que están al final de algo, sea lo que sea. Ahora se desborda en una profusión inevitable de lágrimas.
–Lo siento –dice–. Me costará hacerme a la idea.
Ambas se abrazan durante unos segundos. De repente, como avergonzadas de la escena que acaban de protagonizar, tratan de recomponerse.
–Dejémoslo.
–Sí, será lo mejor.
Necesitan cambiar de tema para intentar restarle al paseo ese aire a despedida que tanto les pesa.
–¡Doctor Vázquez! –grita Pastora.
El doctor, un hombre de mediana edad que viene a sustituir a la doctora Gálvez (como aún no ha tomado confianza llama así a Ágata), levanta la mano sonriente y, amistoso, se acerca a ellas.
El doctor Vázquez trata de ir cogiéndole la forma a su bata blanca de médico, que acaba de estrenar. Es un hombre cordial y algo torpón, de maneras afectadas. Bajito, de espaldas anchas y una tripa incipiente, lleva una tupida barba y usa gafas. En opinión de las mujeres, con quienes mantiene siempre un trato efusivo pero carente de la menor pasión, no podría ser tachado de atractivo.
–No has tenido suerte con tu nuevo compañero –dice Ágata en voz baja y cómplice, mientras observa cómo se aproxima a ellas–. No te imagino manteniendo un romance con él –añade.
Pastora se echa a reír.
–¡Calla! Eres una malvada.
El doctor Vázquez, ceremonioso y entusiast...

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