La muerte del artista
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La muerte del artista

William Deresiewicz, Mercedes Vaquero Granados

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  1. 448 Seiten
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La muerte del artista

William Deresiewicz, Mercedes Vaquero Granados

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Una advertencia sobre cómo la economía digital amenaza la vida y el trabajo de los artistas: la música, la escritura y las artes visuales que sustentan nuestras almas y sociedades.Se escuchan dos relatos sobre ganarse la vida como artista en la era digital. Uno surge de Silicon Valley: "Nunca ha habido un mejor momento para ser artista. Si tienes un ordenador portátil, tienes un estudio de grabación. Si tienes un iPhone, tienes una cámara de cine. Y si la producción es barata, la distribución es gratuita: se llama Internet. Todo el mundo es un artista; simplemente explote su creatividad y publique sus cosas".El otro relato proviene de los propios artistas: "Claro, puedes poner tus cosas ahí, pero ¿quién te va a pagar por ellas? No todo el mundo es un artista. Hacer arte lleva años de dedicación y eso requiere medios de apoyo. Si las cosas no cambian, el arte en gran medida dejará de ser sostenible". Entonces, ¿qué relato es el verdadero? ¿Cómo se las arreglan los artistas para ganarse la vida hoy en día?Deresiewicz, un destacado crítico de arte y de la cultura contemporánea, se propuso responder a estas preguntas. Sostiene que estamos en medio de una transformación de época. Si los artistas fueron artesanos en el Renacimiento, bohemios en el siglo xix y profesionales en el xx, un nuevo paradigma está surgiendo en la era digital.

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Information

Jahr
2021
ISBN
9788412351392
Auflage
1
Thema
Art
imagen

08
Música
A veces pienso que la música está sufriendo una crisis nerviosa. Ningún otro tipo de arte ha visto su economía más devastada por la disrupción digital. Sin embargo, muchas personas que trabajan en este campo —en blogs, foros, hilos de comentarios, en artículos y conferencias públicas— han encarado esta amenaza existencial adhiriéndose a ella o negándola. ¿Se ha burlado la piratería de los derechos de autor? Los derechos de autor son una gilipollez. ¿No se puede pagar a los músicos por sus grabaciones? No se lo merecen. ¿La gente ya no puede ganarse la vida con su música? No debería querer hacerlo. Además —al contrario de lo que dicen las estadísticas, el sentido común, los grupos de músicos, los artículos, los libros, los documentales y el testimonio de un sinfín de personas—, las condiciones en el mundo de la música nunca han sido mejores. Cualquiera que se atreva a cuestionar estas afirmaciones es acusado de ir «contra la tecnología», de querer «vivir de sus royalties» o de estar bailando al son de las discográficas.
El problema aquí no tiene que ver con Internet. El problema es que la música y los músicos tienen una relación con el dinero excepcionalmente jodida. En ningún otro arte es tan fuerte el ethos antimaterialista. Se supone que los músicos no deberían pensar en ganarse la vida. Su pobreza, como la de los monjes, es símbolo de pureza espiritual. A los músicos —al menos los que hacen más ruido— les gusta verse como rebeldes, revolucionarios, portavoces de la verdad, trovadores descalzos, punks, vagabundos, los honrados adversarios del poder. Si consigues ganarte la vida, eres un traidor. Si triunfas, te conviertes en esa cosa indescriptible: una «acaudalada estrella del rock».
Al mismo tiempo, la música es el arte en el que la posibilidad de la riqueza instantánea —o, al menos, la fama instantánea, lo que conduce rápidamente a la riqueza— es mayor, sobre todo en la era digital. Un éxito viral autopublicado, y pasas a ser el nuevo icono mundial más deseado (o de eso, por lo menos, va el sueño). Me atrevería a decir que muy pocos de los músicos que profesan su desprecio por las estrellas ricas del rock rechazarían la oportunidad de ser también una. De lo que se desprende que ese orgulloso desdén por la riqueza, ese misticismo de la autenticidad contracultural, con frecuencia forma parte de una estrategia de marketing. Todo lo cual significa que en ningún otro arte el dinero es objeto de una mala fe tan organizada: se odia, se sueña, se oculta.
A ello hay que sumarle la enorme complejidad de los sistemas de pago en el ámbito de la música. Cuando un pintor vende un lienzo, se le paga y ya está. Cuando un escritor vende un libro, recibe un anticipo y, si tiene suerte, algo de dinero adicional en concepto de derechos de autor y, tal vez, unas cuantas ofertas de traducción más adelante. Pero componer, grabar y publicar una canción desencadena una serie de escenarios financieros increíblemente intricada. En primer lugar, la composición (la letra y la música) se trata de forma separada de la grabación. La composición reporta ingresos al autor a través de las ventas físicas (CD, etc.), las ventas digitales (iTunes, etc.), la reproducción (Spotify, etc.) y las distintas categorías de «actuaciones públicas» (actuación en directo; difusión en radio y radios digitales; reproducciones en discotecas, tiendas, restaurantes, consultas médicas y demás) y de licencia (para tonos de teléfono; para muestreo en otras canciones; para su uso en películas, programas de televisión, videojuegos y anuncios). También hay que tener en cuenta la venta de partituras, las reproducciones en jukebox y las versiones de la canción que hacen otros artistas, y todavía no hemos terminado. Con la grabación, los intérpretes ganan dinero mediante las ventas físicas y digitales, la reproducción en streaming, las licencias y las actuaciones públicas solo en la radio digital (no en la radio habitual o «terrestre» en Estados Unidos, asunto que genera estupefacción desde hace mucho tiempo), por citar únicamente las categorías más importantes.
Existen diferentes entidades que recaudan estos pagos y los envían a los destinatarios adecuados. Si tienes detrás un sello discográfico, podría ocuparse de ello, o al menos de una parte. Si no, hay servicios que se encargan de distintos aspectos, pero para el resto tendrás que buscarte la vida tú mismo. «La industria de la música —dijo Maggie Vail, de CASH Music, una organización no lucrativa que se dedica a informar a los músicos sobre cómo funciona el sistema— no está concebida para ser manejable».
Cada tipo de fuente de ingresos implica su propio grupo de intermediarios, que se llevan una parte. Para los músicos que tienen que navegar a través de esta maraña por su cuenta (o con la ayuda de intermediarios, como representantes y agentes), la situación acabará provocándoles confusión, desconfianza y hostilidad, sobre todo porque la industria musical no se caracteriza precisamente por su rectitud. Los sellos son famosos por engañar a sus artistas, pero por lo menos existe un control: contratos, abogados y declaraciones de ingresos. El auténtico negocio sucio parece tener lugar en los bares, donde los músicos suelen trabajar por dinero en efectivo a partir de acuerdos verbales con personajes que pueden ser sospechosos o muy poco fiables, muy próximos a un contexto de alcohol y drogas. En la música, más que en cualquier otro ámbito, hay muchos artistas muy jóvenes, que no tienen ni idea de cómo funciona el negocio, a los que se les ha dicho que no piensen en el dinero y que tienen una remota posibilidad de generar grandes cantidades. No es de extrañar que estafen a la gente.
Tampoco debe sorprendernos que haya mucha rabia flotando en el aire y que se acabe descargando en Internet, a menudo en forma de argumentos de pacotilla. (Dado que muchos músicos son hombres jóvenes, eso puede atribuirse en parte a los efectos obstructores de la testosterona en el cerebro). Todo el mundo despreciaba el sistema antiguo, dominado por las discográficas. El nuevo, creado por la industria tecnológica —esos tipos son tan agradables y guais—, debería ser superior, o esa se supone que es la idea. La realidad («¡Abuelita, qué dientes más grandes tienes!») es muy diferente.
Todo el mundo sabe lo que le pasó al sistema antiguo. Napster y el MP3 lo mataron. Los CD eran increíblemente rentables. En 1999, el negocio de la música vivió su mejor año, con 39.000 millones de dólares en ingresos mundiales.[148] Tras masivas olas de consolidación en las dos décadas anteriores, la industria también era terriblemente corporativa y se había quedado obsoleta, yendo sobre seguro con grupos de rock del pasado, divas del pop, bandas de chicos y grupos femeninos. Los años noventa experimentaron un contramovimiento en forma de rock alternativo, un desarrollo impulsado por innumerables sellos independientes que, al igual que los que también fueron importantes en el hiphop, dependían del CD, con su considerable margen de beneficio, tanto como las seis grandes.
Luego, ese mismo año de 1999, llegó Napster, el primer servicio importante de intercambio de archivos entre iguales; en otras palabras, músi...

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