En la mirada del avestruz y otros cuentos
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Alejandro Estivill, Alejandro Estivill

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En la mirada del avestruz y otros cuentos

Alejandro Estivill, Alejandro Estivill

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Una mentira añeja dice que todas las plumas del avestruz son de la misma longitud. Sin embargo, el avestruz está lejos de ofrecer algún tipo de certidumbre; lo único que no se le reconoce es su capacidad para verlo todo, su visión de 360 grados que devora el mundo, que termina cóncava, punzante y con la agudeza de un telescopio. Incluso es uno de los pocos animales que tienen el ojo más grande que el cerebro. Los cuentos de Alejandro Estivill son esa mirada y se adentran en personajes disímbolos el taxista perdido en su propia telaraña, el estadounidense oligarca, el sacerdote maya, el pordiosero, el adolescente, el migrante, el condenado, el viajero, el futbolista africano o el matricida y sus circunstancias que, para bien o para mal, no dejan de ser asombrosas.

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Information

ISBN
9786075210049
El argern
A la memoria de Vladimir
Leva y Godan, dos niños sanos y poseedores de una belleza única y un apellido ingrato como lo era el de “G-M”, sonrieron con una rápida brillantez y con gesto idéntico… Y eso que no eran hermanos, al menos biológicamente. La satisfacción entró a sus cuerpos como una droga proveniente de una jeringa imaginaria tan pronto sintieron entre sus dedos el disco del Argern que habían estado buscado. Su mirada caprichosa era la misma que tenían ante cada nuevo éxito y eso en ellos era cosa del diario, ya que fueron destinados —diría que programados— para ser absolutamente eficaces en todo trabajo que emprendían.
Ante un nuevo triunfo, siempre se tomaban un segundo de pausa. Tan sólo eso. Respiraban al unísono con el suspiro de un catador de vino viejo y se miraban para sonreír. Y así fue, desde que existieron. Por ejemplo, cuando la victoria iluminó su rostro de niños porque resolvieron en tiempo récord el Wirc-R’s Test (una vieja prueba de concentración y habilidades que desde entonces empezó a desprestigiarse entre la comunidad pedagógica mundial).
Lo mismo fue cuando los reconocieron con un doctorado en física a la edad de siete y ocho años, o cuando Leva, con algunas dudas que venían de su forma acelerada de hablar (detalles que subsanó perfectamente Godan), presentó ante la Academia de Ciencias la demostración de la imposibilidad de encontrar una fórmula matemática que determinara la certeza de la Conjetura Binaria y Terciaria de Goldbach, aquel dilema dieciochesco expresado en una carta a Euler diciendo que todo número par es la suma de dos números primos y que todo número impar mayor que 2 es la suma de tres primos.
A Leva no le dieron el premio ofrecido por la Academia a quien demostrara semejante afirmación; el gran desafío que le había impuesto a la humanidad el pensador del siglo XVII. Después de cuatro siglos de esfuerzos, Leva G-M (su apellido no significaba más cosa que “Genéticamente Modificada”), mostró y dejó bien claro y encuadrado, con silogismos irrefutables, que se trataba de un problema sin solución. Pero los jurados del premio dijeron que eso no era resolver, sino afirmar que nadie jamás lo resolvería, que no es lo mismo.
Leva argumentó delicadamente que con su presentación la inquietud de Goldbach dejaba de ser conjetura y, que suspender seriamente la posibilidad de preguntarse sobre algo, sólo puede venir de sentirse satisfecho ante la inexistencia de las opciones; ante la seguridad que predice un futuro cierto, lo que es igual que una verdadera solución.
El doctor Maistern coincidía con Leva y con Godan (quien era aún más atrevido a la hora de hablar del tema), pero no estaba interesado en luchar mucho por semejantes malentendidos semánticos, menos con los miembros de la Academia, con la que había tenido bastantes problemas personales desde que se inició el proyecto del Argern. Además, Maistern no podía hallarse motivado a tal empresa cuando Leva y Godan, sus discípulos, no mostraban la más mínima irritación por no recibir un premio económico. Creo que ni siquiera aspiraban alcanzar el honor o el reconocimiento general por su hallazgo matemático.
Eran felices y extraordinariamente inteligentes, y eso bastaba: más aún, en lo profundo de su corazón siempre habían concebido al doctor Maistern como un creador, inmerso en los vericuetos insignificantes del poder y la vida común. Eso no afectaba su relación con su maestro; les era muy comprensible que él no hubiera permitido que dos muchachos, que ni siquiera eran considerados humanos, fueran los agraciados con la fama de resolver la Conjetura de Goldbach. Incluso Godan, siempre más perspicaz para estas cosas, había creído que la solución al problema matemático nunca había llegado a manos de los académicos y que la presentación ante tantos sabios de pelo cano fue una farsa.
A su entender, Maistern se vio obligado a llamar a un grupo de hombres con rostro de científicos, tal vez a varios que ni hombres eran, y los sentó para llenar el auditorio donde Leva se la pasó durante media hora haciendo números y ecuaciones lógicas en una pizarra electrónica.
La máxima conjetura del saber matemático había muerto, y punto. Godan le platicaba a Leva que de seguro era un títere —enviado por Maistern— aquel hombre alto de la primera fila que escuchó la exposición; el que dijo ser director del Postgrado en Minería de Datos, el que preguntó sobre la posibilidad de incluir el teorema de Leva en un sistema HTRS de computo para “hacerle la prueba del ácido”… Y ambos rieron muy satisfechos ante esa sugerencia, que simplificada con un par de axiomas lógicos pasaba a ser una soberana estupidez. El doctor Maistern, al verlos reír y bromear así, seguramente habrá estado más alegre aún y se habrá estirado con amplitud, alzando los brazos por arriba de la cabeza frente al monitor que le mostraba a los dos niños tan contentos en el mismo momento en que enfrentaron el primer asunto que podría entenderse como un contratiempo en su vida.
—¿Diríamos que el proyecto del Argern va por muy buen camino, doctor? —le comentó su nervioso asistente ajustando los colores del televisor que traía la imagen y el sonido de los dos pequeños genios.
—Tenía que funcionar —respondió el doctor—, no por algo me llamo Maistern.
Y en aquel entonces, Leva y Godan, los dos muchachos del ala oeste del alto complejo de laboratorios, que podían siempre trabajar y reír juntos como ningún equipo humano lo había hecho antes, se volvieron a mirar con esa sonrisa brillante que les venía después de un suspiro, y lo hicieron felices de que el doctor Maistern los estuviera observando. Pero aunque sonrieron sin mirar a la cámara que se escondía sobre el marco de la ventana, dieron por primera vez una señal de que sabían que, a toda hora, los científicos del laboratorio los observaban. Después de aquel día, pasarían algunas semanas hasta que Leva y Godan se apoderaron del disco del Argern y volvieron sobre sus pasos, cuidando cada detalle. Al salir de la oficina de Maistern, Godan trepó hacia las persianas con un cable que interfería con el sistema central de seguridad, mecanismo independiente del resto de la red de cómputo.
Con el rostro apenas tocado por haces de estrellas, Leva abrazó contra su pecho el disco del Argern y esperó las instrucciones de Godan que siempre, desde muy niño, fue más hábil para las cosas prácticas, como saltar sobre escritorios y mostradores, explorar los ductos del aire arrastrándose convertido en una ágil lagartija, descolgarse por las ventanas o inventar aditamentos sorprendentes que robaran las claves de acceso en las puertas o engañaran alarmas y circuitos de video.
Y esta vez Leva se dejó amarrar de nueva cuenta con una confianza absoluta, una entrega que en toda la historia de la humanidad no hubiera tenido ningún soldado por un compañero; algo que seguramente el doctor Maistern anotaría gustoso en su libreta de resultados del proyecto. Pero curiosamente ya no tendría tiempo para registrar la enorme confianza que se genera entre dos niños a los que se les ha quitado el Argern de sus cromosomas.
Ellos se descolgaron con una velocidad sorprendente al costado de la estructura del edificio con varios pisos de altura y llegaron de un tirón hasta donde las cuerdas, medidas con exactitud milimétrica por el diestro Godan, detenían su vuelo. Frente a ellos quedaba la ventana de su habitación. El vidrio había sido quitado cuidadosamente y ambos entraron sin contratiempo y sin que nadie notara la travesura de esa noche.
Incluso, cualquiera hubiera dicho que el robo del Argern era resultado de la propia decisión del doctor Maistern, quien se había empeñado en que Leva y Godan tuvieran un espacio independiente en el que no fueran vigilados. Ellos lo aprovecharon para preparar el robo.
Hacía poco tiempo que Maistern se había presentado ante ellos para informarles sobre cada cámara en el complejo de laboratorios. Un acto de confianza inédito entre un investigador y sus creaciones. También les habló de las habitaciones en las que no serían observados: una salita de estar y el dormitorio; así como de los horarios en que el taller y las computadoras estarían libres de vigilancia. Ellos parecieron no entender porque Maistern hacía esas concesiones y les otorgaba ese libre albedrío. Ser vistos a cada instante no les afectaba, como nada les había afectado hasta esa fecha. Sin el Argern en sus cuerpos, nunca estuvieron molestos, nunca deprimidos y nunca tristes. ¿Por qué ahora habrían de estarlo? Tan sólo el espigado asistente de Maistern mostró desconfianza; por ello llevó aparte a su jefe para preguntarle si les estaba diciendo toda la verdad a Leva y Godan. Creyó que tanta apertura ante dos chiquillos fuera un nuevo ardid del director del proyecto.
—Por supuesto que les estoy diciendo la verdad —le respondió el doctor, dándose toda su importancia—, ¿acaso no has notado que a estas criaturas no se les puede engañar? Sin el Argern en su cuerpo, su inteligencia no tiene límite.
Tal vez por esa actitud tan conciliadora, ahora Leva podía sacar el disco del Argern de entre sus ropas cobijada por una noche espléndida de brillos sagaces. Ella fue ágil hacia su computadora mientras Godan terminaba de desenganchar las cuerdas y llevarlas al pequeño taller que el doctor Maistern les había arreglado para observar sus capacidades de inventar, las que por cierto habían resultado enormes. Después, Godan miró su reloj de pulsera volteándolo hacia su vista, porque aún le quedaba flojo por lo delgadas que suelen ser las muñecas de los niños a esa edad.
—¡38 minutos! Te dije que lo haríamos en menos de 40.
Leva no sonrió esta vez. No tenía realmente por qué, si desde siempre estuvo segura de que las estrategias de trapecista y saltimbanqui de Godan, preparadas para ascender y descender sobre un costado del gran complejo, tenían que funcionar. En ella, el sentimiento de logro y su enorme satisfacción se centraban en la lógica o en el puntual proceso reflexivo que realizó durante algunas semanas hasta convencerse de que el Argern existía, que tendría que estar guardado en un disco magnético y que alguien como el doctor Maistern seguramente conservaría una copia personal, sabedor del infinito valor que contenía.
Con su mente analítica, más clara que un bisturí para quitar todo elemento externo a la deducción, encontró la respuesta a su inquietud y se convenció de que aquel disco duplicado estaría oculto en algún recoveco del estudio de Maistern, y gracias a esas conclusiones es que pudieron robar el disco. Leva aseguró a Godan que podían hacerse del Argern porque tenía que existir una copia en ese estudio, tres pisos sobre sus cabezas. Ciertamente estaría metido en el grueso tomo de La guerra y la paz de Tolstoi, que Maistern atesoraba con tanto cariño y casi podía garantizar que lo hallarían en el libro XIII, capítulo XII, cuando Pierre, el protagonista, es capturado por los franceses y, privado de todo, abandona sus viejos pensamientos de odio por Napoleón para elegir la fuerza de la simpleza:
“La ausencia de sufrimiento, la satisfacción de las necesidades y la subsiguiente libertad para elegir la propia ocupación, es decir, el modo de vida, comenzó ahora a parecerle a Pierre indudablemente la más alta felicidad del hombre”.
El doctor Maistern no encontró a los niños jugando con el Argern hasta muy entrada la noche del siguiente día. Durante horas no sospechó que ellos se habían apoderado de ese disco, curiosamente el único pedazo de información genética que faltaba en cada una de sus células. Pero aunque parecía tener muy escaso tiempo, Leva lo decodificó hábilmente y se lanzó a la nueva aventura de conocer las reacciones bioquímicas que encerraba el efecto del Argern en la vida. Algo que ni ella ni Godan sentían en carne propia.
Cuando amanecía, sus ojos trabajaban absortos siguiendo algunas figuras en el monitor de su computadora. Fue entonces cuando sonrió con esa brillantez única y llamó a Godan, que desayunaba tras su mesa de trabajo y se entretenía en ajustar los contactos de un extraño aparato.
—¿Crees que podr...

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