Instantáneas callejeras
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Instantáneas callejeras

Flor Goldstein

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  1. 128 Seiten
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Instantáneas callejeras

Flor Goldstein

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Über dieses Buch

El músico callejero se expone. Se expone a la mirada y a los oídos de los transeúntes; a su sorpresa, sus sonrisas, sus comentarios, sus juicios.Este libro es una invitación a pararse por un rato del otro lado de la acera, para ver lo que sucede cuando un músico abre su baúl de magia en medio del mundo cotidiano. Porque quien es observado, también observa.Flor Goldstein reúne aquí una serie de breves relatos inspirados en sus experiencias tocando el saxo en las calles de distintas ciudades de España y Sudamérica.

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Information

Jahr
2021
ISBN
9789875994751
Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente, de la búsqueda,
…un encuentro.
Fernando Pessoa
A mi familia.
A los oyentes de las calles
de todo el mundo.
Al pueblo de Aranjuez,
cuna de mis aventuras callejeras.
El vértigo de intervenir el mundo
El momento más difícil es el inicial: abrir.
Abrir un espacio para la música donde antes no había más que calle, ruidos cotidianos, urbanos.
Influir, intervenir, cambiar drásticamente la realidad circundante. Si se detiene uno a pensarlo, puede ser aterrador. O tremendamente atractivo, depende cómo se sienta ese día.
Hay algo de absurdo, de cuasilocura, en ese momento: detenerse en medio de una acera cualquiera, apropiarse de algún modo de una parte del espacio común, abrir un estuche dentro del cual brilla un instrumento luminoso como el sol, objeto imposible. Estos gestos pueden ser vistos o vividos como algo totalmente fuera de lugar; son elementos que no pertenecen a lo habitual, al ambiente cotidiano; uno se siente un poco loco.
No es el nervio que puede haber previo a comenzar un concierto, no. Es cosa bien distinta. Porque un concierto se desarrolla dentro de un espacio delimitado para hacer música: allí todos los presentes aceptan esa zona de juego con sus reglas. Y el desafío, en todo caso, será hacer honor al hecho de encontrarse del lado de los músicos. Aquí en cambio el desafío se trata, precisamente, de convertir un espacio que está hecho para otra cosa en uno que pueda dar cabida a la música. Hay que estar convencido.
Por no hablar de la primera nota. Respirar, cerrar los ojos, soplar: hay un antes y un después. El aire callejero, que hasta entonces rebozaba de sonidos conocidos y por lo general poco agradables, se estremece sorprendido con una nota larga, casi absurda, provocada por la vibración de un trozo de caña amplificada a través de un ingenioso tubo metálico. En ese instante, todo cambia. Pero el cambio necesita de algunos minutos para afianzarse, instalarse, dar cabida a lo que hasta entonces no era, hacerse de alguna forma a lo nuevo, aquello que está pasando ahora: hay música en el aire, hay música en la calle.
Aun quienes no gusten de ella o no le presten la menor atención la recibirán. Se entremezclará con sus recuerdos y emociones sin que se den cuenta. Será parte del mundo que acontece en esa calle durante el próximo rato.
Poco a poco, ese sonido ajeno, melodioso y casi dulce va ganando sitio en el universo sonoro de una calle cualquiera: deja de sorprender, va acomodándose entre los otros sonidos reinantes, amalgamándose con ellos, que, generosamente, acaban compartiendo el aire con el recién llegado. El nuevo sonido, que quizá haya empezado algo tímidamente, va de a poco ganando confianza, sonoridad, volumen. Se hace a la acústica particular del lugar; y el lugar, de alguna forma, se adapta a él.
Se rompe el hielo.
A partir de entonces, todo es posible.
Instantáneas callejeras
Llego a mi sitio por la mañana. Mientras me preparo, armo mi instrumento y organizo las partituras, una mujer se acerca: “Todavía no has comenzado; pero ten –dice mientras deja una moneda en mi gorra aún vacía y una hermosa sonrisa que se graba en mis ojos–… ¡Que tengas un buen día!”.
Imposible no tenerlo, habiendo empezado así.
Mientras toco un vals, veo por el rabillo del ojo acercarse lentamente a una anciana cargada con bolsas de la compra. Avanza pesada, tambaleante, se escuchan botellas entrechocando en alguna de sus bolsas. Pasa delante de mí y se detiene un par de metros más allá. Deja en el piso sus muchos bártulos; la operación se complica: algunas bolsas están enredadas con otras. Finalmente se desentiende de su carga y retrocede para dejar unas monedas en mi gorra. Vuelve a tomar las bolsas, las engancha a su cuerpo y retoma su camino. Todo el proceso le lleva varios minutos.
La veo alejarse y tengo ganas de llorar, o de darle un abrazo, o de llevarle las bolsas a la casa. Pero no lo hago; sigo tocando.
Un muchacho vestido con el uniforme de un correo privado reparte sus encargos por la calle en donde estoy tocando. A lo largo de uno o dos temas lo veo pasar varias veces raudo, concentrado, caminando a grandes zancadas en una y otra dirección. Recorre mi lado de la acera y el de enfrente sin desviar la mirada de sus papeles, chequeando direcciones y repartiendo sobres: está claro que en su trabajo el tiempo es importante. Finalmente pasa una vez más delante de mí y, sin detenerse ni tan siquiera ralentizar su marcha, se agacha apenas para dejarme una moneda y murmurar un “¡Suerte!” al paso. Sigue su camino, serio, imbatible; su misión lo llama.
Todas estas cosas me llevo conmigo cuando cierro mi estuche, además de lo recaudado, cada día.
El pacto
Pero no basta con comenzar para que algo comience. En serio.
Porque en algún momento alguien (alguien viejo, joven, alto, bajo, gordo, flaco, inquieto, relajado, sonriente, apurado, hombre, mujer... alguien; quien quiera que sea) se acercará a mi gorra y dejará allí una moneda. Es entonces, y sólo entonces, cuando todo cobra sentido.
Mucho más allá del valor material de esa moneda, ese momento es como un pacto que se sella.
Es el mundo diciendo: “Sí, lo que estás haciendo tiene algún significado fuera de ti también. Eso que dices (cantas, soplas) alguien lo escucha. Tu acción (pararte en una calle, sacar tu instrumento, ofrecer tu música, proponer tu gorra abierta) es interpretada, decodificada, aceptada, bienvenida”. Si no cayera ninguna otra moneda en mi gorra (deprimente posibilidad), me iría a casa sintiendo que fue un mal día; pero si no llegara esa moneda, entonces me iría perdida, preguntándome qué estuve haciendo.
Por eso, cada día, intento registrar ese momento; esa primera persona. Esa persona es importante. Intento recordarla, a modo de íntimo homenaje, y tenerla de alguna forma presente a lo largo de las horas de música que siguen a su gesto; el período de trabajo que inauguró sin saberlo.
Quizá sea más bien una cábala, no lo sé; pero no puedo evitarlo: de alguna forma tengo que agradecer.
Maquillaje
Ella tendría unos diez años y se había vestido como para ir a una fiesta. Su madr...

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