Mujeres matemáticas
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Joaquín Navarro

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Joaquín Navarro

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Desde el siglo IV a. C. y hasta nuestros días, son muchas las mujeres que han aportado conocimiento al mundo matemático. Hipatia de Alejandría mejoró el astrolabio y creó el higrómetro; Caroline Lucretia Herschel descubrió dos mil estrellas dobles y demostró sus sistemas binarios; Sofia Kovalevskaya formuló el teorema de Cauchy-Kovalevski y ganó el reputado Premio Bordin.Este libro nos descubre a grandes mujeres, de todas las épocas, que, superando los más arraigados prejuicios, marcaron la evolución y la historia de las ciencias matemáticas.

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El Siglo de las Luces

Inteligencia: conócete, acéptate, supérate.
Agustín de Hipona, obispo y santo
El denominado Siglo de las Luces no le debe su nombre precisamente a la iluminación urbana, aunque es cierto que por aquella época las ciudades empezaron a dejar de ser oscuras como boca de lobo. Los que se iluminaron fueron los espíritus: de la cerrazón e ignorancia sobre casi todo se pasó, por la influencia de la razón y la cultura, a considerar al ser humano como poseedor de algo llamado libertad. Por el momento sólo se apercibieron de ello y lo aceptaron unos cuantos. Cuando el número de los que lo aceptaron sobrepasó la masa crítica (sucedió en Estados Unidos y en Francia), el mundo empezó a cambiar aceleradamente.
En los primeros años de este siglo ilusionante destacan dos figuras femeninas en las que nos entretendremos.

GABRIELLE ÉMILIE LE TONNELIER DE BRETEUIL, MARQUESA DE CHÂTELET (1706-1749)

Si con Hipatia la matemática femenina entró en la historia, con Émilie de Breteuil la matemática entró en Hollywood. En pocas vidas científicas encontraríamos tantos ingredientes para escribir un buen guión: inquietud social, feminismo avant la lettre, pasiones desatadas, ludopatía, intentos de suicidio, privilegios de la nobleza, hijos naturales y, para darle un toque intelectual, Voltaire y Newton. Un cóctel explosivo, vaya. La historia completa y detallada de Émilie es quizá demasiado larga para contarla con detalle, y sus aventuras matemáticas un tanto difíciles para seguirlas sin fatiga en una biografía divulgativa y convencional; además, hay abundantes libros —y hasta algunos excelentes, ilustrados como cómics— que glosan su figura. Así y todo, vale la pena asomarse a su mundo.
Émilie de Breteuil (más tarde, a veces firmaba como Breteuil Duchatelet o Madame la Marquis de Chastellet) nació en 1706, en pleno reinado de Luis XIV, el Rey Sol, y en un entorno de la nobleza donde no le faltaba casi nada. La suya era noblesse de robe, es decir, nobleza debida al servicio público. Al pueblo que la rodeaba, en especial al final de su vida, sí que le faltaba algo: un intangible llamado «libertad», pero ésa es otra historia.
Su padre, Louis Nicolas, no era un personaje vulgar según nos dicen las crónicas. El rey le nombró al casarse, ya mayor, introductor de embajadores, y desempeñó muy bien su cargo. Aún mejor lo hizo como educador, pues, contrariamente a los usos de la época (y a la opinión materna) le dio a su hija la oportunidad de adquirir conocimientos, como si fuera un varón más; incluso recibía clases de esgrima, aparte de equitación y gimnasia. A Émilie, por ejemplo, siempre le gustó cazar. Era costumbre en su tiempo que sólo estudiaran los varones y que las muchachas, al cumplir los siete años, fueran enviadas a un convento para ser educadas allí conforme a lo que entonces se suponía que debían ser las tareas distintivas de una dama: se descuidaba, por ejemplo, la escritura o la lectura, pero se les daba un barniz de danza, canto, bordado, tejido y catecismo. Con eso y una dote, ya tenían a las mujeres listas para el objetivo para el que habían venido al mundo: casarse y tener hijos, a ser posible del marido. Y teniendo en cuenta lo que era la vida fuera de la nobleza, en la calle o en el campo, en el mal llamado Siglo de las Luces, la verdad es que no estaba mal.
Émilie no sólo era curiosa, sino muy inteligente, y enseguida destacó en los idiomas —una constante en todas las mujeres que hemos tratado—: a los 12 años dominaba el español, el alemán, el italiano y el inglés, amén de traducir con total soltura del latín y del griego. Su carácter se desarrolló notablemente por la pendiente racionalista, se leyó hasta casi devorarla la inmensa biblioteca de su casa y es fama que debatía de temas astronómicos hasta con Fontenelle, asiduo visitante del concurrido salón de sus padres —que recibían los jueves—. Por cierto, también se dejaba caer por el salón un joven escritor, poeta y polemista denominado Voltaire. Como es natural, la marquesa era un pequeño genio matemático en agraz. Y, no obstante, tenía tiempo para cabalgar y para la ópera y el teatro, aficiones que no la abandonaron nunca.
A los 16 años, Émilie fue oficialmente presentada ante la corte, ambiente repleto de vanidades mundanas, como vestidos, zapatos, cosméticos y joyas que le parecieron siempre objetos adorables. Al poco, cuando Émilie cumplió los 19, sus papás la casaron con Florent Claude, marqués de Châtelet-Lamon, y ella emprendió felizmente una vida de casada noble y rica, sin olvidarse de seguir estudiando, que era una actividad placentera para ella. Tuvo descendencia viva, niño y niña, y a los 27 años, ya cumplidos sus deberes para con el mundo y su marido, le comunicó a éste su deseo de vivir por su cuenta. Seguiría casada y llevando el magnífico tren de vida de siempre, a costillas de la fortuna familiar, pero fuera ya de la custodia marital. Eso implicaba, dicho en otras palabras más crudas, que su marido le concedía permiso para buscarse amantes, viajar, asistir en Versalles a lo que quisiera, frecuentar la ópera o los teatros, jugar a las cartas —las matemáticas la ayudaban a ganar, y las ganancias las invertía en comprar libros—, leer y estudiar, escribir lo que le pareciera… en fin, para acercarse al paraíso terrenal. Hay que comprender que, descontada la buena voluntad de Florent, tales arreglos no eran raros entre la nobleza más tolerante de la época, y que las repetidas ausencias del señor marqués para comandar su regimiento lorenés lo tornaban todo más fácil. En cuanto a los hijos, la señora marquesa los encontraba más molestos que otra cosa, pero en eso se parecía mucho a las mujeres de la nobleza de su tiempo.
La marquesa de Châtelet en un retrato del pintor francés Nicolas de Largillière.
La nueva libertad le sentó algo mal a Émilie, que quedó prendada de un conde —que iba libando de flor en flor—, e incluso llegó a un intento romántico de suicidio cuando el conde se cansó de ella y de su pasión. Escarmentada, Émilie se dedicó con más intensidad a los estudios y menos a los hombres. A ello la ayudó un matemático emérito, Moreau de Maupertuis (1698-1759) —que también fue amante suyo—, quien tuvo que interrumpir sus lecciones para marcharse de expedición al Polo Norte, donde demostró, midiendo el meridiano en la zona polar, que era más corto que en la zona ecuatorial —mediciones realizadas en Perú, entre otros, por Jorge Juan y Antonio de Ulloa—, y que, por tanto, el globo terrestre estaba achatado por los polos. Las mediciones del meridiano traerían cola, pues se demostraba así que un inglés, Newton, tenía razón, contra la opinión de las corrientes imperantes de los Cassini, Réaumur y compañía. Émilie no se quedaba sin matemático, pues Maupertuis puso a su alumno, el luego eminente Alexis Claude Clairaut (1713-1765), para sustituirle cuando le apretaba el trabajo —sustituirle en todo, hasta en el lecho—. Tanto Maupertuis como Clairaut formaban parte de la llamémosle jauría de jóvenes leones de adscripción newtoniana que pondrían la semilla de la después gloriosa escuela matemática francesa.
Cuentan muchas fuentes una anécdota relacionada con Maupertuis que merece relatarse. Las sesiones de la Academia de ciencias eran, cómo no, un privilegio masculino, y si Émilie deseaba saber qué se había cocido en alguna de ellas, tenía que esperar a que se lo contasen en su casa. Salvo que se lo contaran cerca de la Academia, en un café cercano, pongamos por caso. Pero eso tampoco era posible, pues el absurdo entramado de normas antifemeninas prohibía a las mujeres el acceso a las reuniones en los cafés. Total, que ante tanto impedimento la marquesa acudió a ver a Maupertuis al Café Gradot… vestida de hombre. La dejaron pasar, un tanto perplejos, porque, obviamente, era una mujer, y Émilie asistió sin más cortapisas a la reunión de sabios. Luego repitió la suerte.
Voltaire y Émilie
Suena como Pablo y Virginia, Abelardo y Eloísa o Romeo y Julieta y no es un símil desprovisto de sentido. En 1734, Voltaire sufría una de sus frecuentes persecuciones por la justicia por decir lo que la justicia o la patria no querían oír, y Émilie se indignó y recurrió a su marido. Ellos esconderían a Voltaire en su posesión entonces abandonada de Cirey, en las profundidades inescrutables de Lorena. Voltaire emigró a Cirey, Émilie se reunió allí con él, se convirtió en su amante y juntos iniciaron una odisea del pensamiento que duraría, con altibajos, hasta la muerte de Émilie.
Cirey se convirtió en uno de los centros intelectuales de Europa, que visitaban muchos amigos de la pareja. El mismísimo Federico El Grande, el rey ilustrado, se carteó con Émilie; también lo hicieron, por ejemplo, Bernoulli y Jonathan Swift. La biblioteca de Cirey creció hasta los 21.000 volúmenes, una cifra enorme para su época; es como tener una universidad en casa. Voltaire no abandonó su literatura, pero dedicó ahora mucho tiempo y esfuerzo a las ciencias y a comprender realmente el funcionamiento del mundo. En realidad él y la marquesa se interesaban por casi todo: metafísica, filosofía moral, física, ciencias naturales, historia y deísm...

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