Por el Oeste de Irlanda
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Por el Oeste de Irlanda

Un recorrido a pie por uno de los paisajes más cautivadores del mundo

León Lasa

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Por el Oeste de Irlanda

Un recorrido a pie por uno de los paisajes más cautivadores del mundo

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Un recorrido a pie por uno de los paisajes más cautivadores del mundoPor el Oeste de Irlanda narra un recorrido a pie por la costa occidental de la isla: las huellas de "la Armada Invencible", la cultura gaélica, las transformaciones o deformaciones sufridas por esta nación... Es un canto de amor que brota del conocimiento; es decir, una hermosa y sabia elegía.En este, su segundo libro de viajes (Almuzara, 2006), ahora presentado en nueva edición actualizada, León Lasa vuelve a demostrar que posee las mejores cualidades para el retrato viajero: la empatía, la compasión (pasión compartida y contagiosa) con las tierras visitadas, y la falta de temor para sacudirse el tópico, en este caso, frente a una isla mil veces retratada por nativos y extraños, siempre atractiva como pocas, pletórica de literatura. Con él, el país aparece nuevo y limpio, y sus gentes (no es éste un cuadro de naturalezas muertas) laten, respiran, aman, actualizan sus mitos y tradiciones en retratos en los que el autor no elude la sociología, la antropología, la historia o la poesía.

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Information

Jahr
2014
ISBN
9788416100569
Aran Islands
Existen en el mundo más de seis mil lenguas que aún se hablan día a día, aunque en la práctica la mitad de ellas se encuentra en estado terminal. De esos idiomas, más de mil son usados sólo por entre cien y mil personas, y otros quinientos por apenas cien individuos o menos. Se calcula que en los próximos años, cuando desaparezcan las generaciones que crecieron ajenas a la televisión o a la radio, se extinguirán el 90 % de esas lenguas, precisamente aquellas que tienen una presencia nula en los medios de comunicación de masas y, especialmente, en Internet. Sólo en Papúa-Nueva Guinea se manejan en la actualidad más de ochocientos idiomas que se podrían considerar como tales; en Camerún esa cifra se eleva a casi trescientos. De gran parte de ellos no existen siquiera registros escritos o soportes de audición que permitan, en un futuro, estudiarlos.
Me dirigía al corazón de la Gaeltacht, a las islas Aran. En un mapa cualquiera de Irlanda, las zonas Gaeltacht forman una sombra oscura que se extiende por el oeste del país, ocupando buena parte de las islas del litoral, algunas zonas del condado de Donegal, de Mayo, de Galway (Connemara, sobre todo) y de Kerry, así como dos islotes lingüísticos aislados en el condado de Cork y en el de Meath. Como tuve ocasión de comprobar durante el periplo, la realidad era bien diferente a la idealizada por las ordenanzas y reglamentos; en muchas de las circunscripciones oficialmente calificadas como Gaeltacht y señalizadas como tales hasta la saciedad en carreteras de segundo orden jamás oí una palabra de gaélico hablada de forma natural como medio de comunicación entre sus habitantes.
En la mayoría de los casos las manchas de tinta verde o negras sobre el papel sólo representaban una ilusión o una quimera; quizá también la evocación a una Irlanda inocente que desaparecía al socaire de las nuevas tecnologías, el desarrollo económico y la mejora de las vías de comunicación; un recuerdo que el irlandés urbano quería preservar como seña identitaria de su imaginario particular.
El irlandés es un idioma antiguo, perteneciente al grupo céltico de la familia de lenguas indoeuropeas que también engloba al galés o al bretón, y emparentado con el gaélico escocés. Durante milenios ha sido el único idioma en toda la isla de Irlanda, si exceptuamos la aportación vikinga, hasta que sufrió la conquista de las fuerzas anglo-normandas en el siglo xii. Tanto unos como otros fueron rápidamente asimilados por la cultura predominante de la isla debido, de forma fundamental, al escaso número de los invasores y al hecho de que éstos no vinieran acompañados de mujeres, lo cual facilitó un matrimonio interracial en el que, al final, el idioma que languidecía era el del guerrero. Esta pronta asimilación de las tropas invasoras y de los señores de la guerra provocó el que incluso en 1366 se aprobaran una serie de leyes que proscribían, entre otras cosas, el uso del idioma irlandés en los asuntos administrativos y en los negocios. Con posterioridad, las sucesivas olas de inmigraciones de pobladores escoceses e ingleses que experimentó la isla a partir de las derrotas militares del siglo xvii provocaron un desplazamiento paulatino de gran parte de los habitantes autóctonos hacia el oeste del país, donde el idioma, finalmente, encontró su último amparo.
En el xix, a raíz sobre todo de la Hambruna de la década de los años cuarenta, el gaélico sufrió un golpe del que difícilmente podría recuperarse. Los miles de individuos que murieron de hambre sobre todo campesinos cuya única lengua era el irlandés y los que emigraron a América sumaron un número tan grande como para que la fuerza de ese idioma se perdiera para siempre, a pesar de los esfuerzos posteriores de organizaciones como la Liga Gaélica. Aun peor, el irlandés pasó a identificarse como la lengua de los perdedores, de la miseria, del atraso y de la vergüenza, mientras que el inglés comenzaba a postularse como el idioma del futuro, con el que los hijos podrían acceder a mejores trabajos o que tan necesario resultaría para emigrar a Glasgow o a Boston. Las madres dejaron de hablar a sus niños en un idioma sin expectativas y si en 1851 había unos trescientos mil irlandeses que todavía tenían el gaélico como única lengua de expresión, con desconocimiento de cualquier otra, esa cifra se contrajo hasta apenas veinte mil en 1901.
En los tiempos de la expansión del Imperio británico todo el mundo quería saber inglés; era el primer paso para que el idioma ya minoritario fuera batiéndose en retirada. Y aunque la Constitución del año 1922 consagró el irlandés junto con el inglés como el idioma oficial del nuevo Estado Libre de Irlanda, aquél no ha alcanzado nunca en el ámbito administrativo un estatus que vaya más allá del ceremonial o simbólico. Aunque su estudio es obligatorio en las escuelas irlandesas hasta casi los catorce años, su declive es, por desgracia, más acentuado en la actualidad que en cualquier otra época.
La zona Gaeltacht, donde oficialmente el irlandés prevalece frente al inglés, se arrulla en la costa oeste alrededor de los paisajes más impresionantes de la isla, en comarcas remotas, aisladas hasta hace unos cuarenta años de todo contacto exterior. El auge del automóvil, la omnipresencia de la televisión, el retorno de emigrantes gaélicos con familias anglohablantes, la asunción del inglés como el idioma de culto entre los jóvenes, la masificación del turismo en escenarios inmaculados y la percepción del irlandés como el idioma del campesino o la chica de servicio, han convertido la región Gaeltacht, salvo en puntos muy concretos, en una utopía estúpida que se sostiene sobre el papel gracias a los generosos créditos que se otorgan a aquellas familias que, ante una visita verificadora, acreditan el uso diario del idioma, aunque conecten con el canal Skysport o con el MTV segundos más tarde de cerrar las puertas al inspector.
En la Irlanda que yo conocí todo el mundo tenía un conocimiento somero y escolar del idioma de sus antepasados, pero muy poca gente lo dominaba. En círculos intelectuales de Dublín seguía siendo cool hacer gala de su conocimiento y usarlo en debates culturales, pero su pervivencia como primera lengua de comunicación en el seno de una familia se restringe hoy en día a unos diez mil habitantes dispersos por el oeste y sometidos a la presión creciente del uso del inglés. Con toda seguridad me encontraba ante la última generación de irlandeses que ha hablado a sus padres en esa lengua.
Iba hacia Inis Meáin, la Numancia del idioma gaélico. En el puerto de Rossaveel, en la intrincada embocadura de Cashla Bay, en la costa más abrupta de Connemara, esperaban los transbordadores que hacían la singladura a las Aran. La dueña del hotelito en el que me iba a alojar en Inis Meáin, Therese, me insistió por teléfono en que no debía equivocarme de embarcación; que la mayor y más moderna era la que se dirigía a Inis Mór, la mayor de las tres islas, que monopolizaba casi en exclusiva el flujo de turistas; que a la islita de Inis Meáin, que significa «la que está en medio», iba una ajada barcaza azul que estaría medio vacía; y que era ésa la que debía buscar. De esta manera, mientras tres aldeanos y yo subíamos a la pequeña barca, más de doscientos visitantes cargados de plumíferos de colores, gorritas, botas de montaña, cintas para el pelo y cámaras digitales abordaban la embarcación de lujo, auténtica perla de la pequeña compañía que operaba entre las islas y el mainland. Fui testigo, una vez más, de cómo el turismo de masas dirige a éstas hacia destinos que no son necesariamente más bellos o interesantes que otros, sino que procuran una optimización mayor de los recursos invertidos. Al final de mis días en Aran acepté viajar a Inis Mór para ver el famoso fuerte prehistórico de Dún Aonghasa y constaté en persona que el pequeño estrecho de agua que separaba una isla de otra unos centenares de metros era testigo también de dos modos todavía diferentes de entender la vida.
Después de una media hora de travesía, cortando con la quilla la superficie erizada del océano, y tras realizar la embarcación una hábil maniobra para aproximarnos al minúsculo dique de la isla, pude, por fin, pisar el cemento mojado del muelle. Descubrí que, desde aquel mismo instante, todo iba a ser diferente de lo que había visto durante kilómetros de peregrinaje, como si el tiempo circundante se hubiera extraviado en alguno de los capítulos del libro de Synge, Las islas Aran.
Inis Meáin tiene unos tres kilómetros de ancho por casi cinco de largo y es, en su lado septentrional, un completo roquedal punteado en determinados sitios de pequeños pastos. La vertiente meridional despliega minúsculas huertas y prados donde se encierra el ganado. Quizá la característica física más reseñable de la isla sean las inacabables tapias de piedra que segmentan toda la superficie de ésta en incontables propiedades de proporciones minúsculas. Los muros, realizados a mano, en una época en la que el tiempo se medía de otra manera, prestan una especial personalidad a todo el conjunto de Inis Meáin, y se cruzan y funden hasta que, cerca del horizonte, la mirada es incapaz de distinguir un trazo de otro. Una única carreterita estrecha, asfaltada no hacía mucho, partía del muelle y subía por el promontorio hasta terminar al otro lado, en dirección oeste, en un punto desde el que casi se tocaba la isla vecina de Inis Mór. Tenía que caminar hacia lo más alto los dos kilómetros que me separaban de An Dún, el hotel donde me hospedaría y que se encontraba situado justo en el medio del islote, al lado de ahí el nombre de los restos del fuerte megalítico. Un hombre apoyado contra la puerta de un garaje, al lado del puerto, me preguntó algo en gaélico, y, ante mi silencio, se contestó él solo. Poco después, en un inglés muy primario, quiso saber adónde me dirigía, y al oír mi respuesta To An Dún se incorporó y me indicó el camino: no tenía perdida; era únicamente cuestión de andar hacia el centro, donde la isla se levantaba como un volcán cuyo cráter coincidía con el fuerte Dún Chonchúir, para escurrirse desde ahí hacia el mar en todas direcciones.
Varios perros se turnaron durante el trayecto para acompañarme hacia mi destino, y si uno consideraba que su labor de guarda y protección terminaba al doblar una curva, otro, poco más adelante, me recibía con ladridos que yo correspondía entre movimientos y cautelas. A ambos lados del estrecho camino se situaban algunos de los lugares más importantes de Inis Meáin, como la iglesia y el único pub de la isla, que guardaba todavía la tradicional arquitectura de techo de paja a dos aguas y de cuya ubicación no perdí detalle. Unos críos de diez o doce años, con aspecto de mocosos de película, se cruzaron conmigo hablando en gaélico de forma natural. Era la primera vez que lo oía de esa manera, fuera de los cauces oficiales de la televisión o la radio pública en su canal en irlandés. Algo más adelante, unas adolescentes en grupos de cinco o seis sumarían unas cincuenta masticaban chicle, se pintaban las uñas y tecleaban el móvil mientras conversaban en inglés. Estas últimas, según me comentaron luego en el hotel, pertenecían a otro grupo de escolares del mainland que llegaban a Inis Meáin a sumergirse durante dos o tres semanas en la lengua gaélica. Los resultados eran descorazonadores.
An Dún, el pequeño hotel, apareció unas decenas de metros después de pasar una imagen enorme de la Virgen María, bastante más allá del pub. Se trataba de una construcción modesta, sencilla, de dos pisos más un semisótano y unas ocho habitaciones, y era regentado por una encantadora pareja de la isla, Padraig y Therese. Los Flahertys, que así se apellidaban, dirigían, además, una tienda de comestibles anexa al edificio y un restaurante familiar del que ellos eran cocineros y camareros. Un hijo de tres años jugueteaba por el lugar mientras que el padre un tipo atractivo y simpático de unos cuarenta años le regañaba de vez en cuando en irlandés. El crío, según me indicó en una de las muchas charlas que mantuvimos (estábamos en temporada baja, con el hotel casi vacío), todavía no hablaba inglés, aunque Padraig era consciente de que ésa sería su primera lengua cuando tuviera que viajar a Galway a cursar la enseñanza secundaria.
Pegado al negocio estaba la Teach Synge, la casa donde John Millington Synge, el escritor, pasó sus bucól...

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