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Alejandro Zambra

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Alejandro Zambra

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Über dieses Buch

Apasionado, extraño, divertido y melancólico. Un originalísimo elogio de la lectura.

La inconfundible voz de Alejandro Zambra se oye con fuerza y delicadeza en las páginas de este libro que, alentados por la paradoja del título, podemos comprender como un originalísimo elogio de la lectura.

Inventario de filias, fobias y caprichos, delicioso álbum de citas, proyectos frustrados y declaraciones de amor –a las fotocopias, a la penumbra, a la palabra borrador, a la poesía chilena y a los orilleros del boom latinoamericano–, No leer es un libro apasionado, extraño, divertido y melancólico, de quien es uno de los escritores latinoamericanos más talentosos y reconocidos de los tiempos recientes.

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Information

Jahr
2018
ISBN
9788433939685

I

LECTURAS OBLIGATORIAS

Aún recuerdo la tarde en que la profesora de castellano se volvió a la pizarra y escribió las palabras prueba, próximo, viernes, madame, Bovary, Gustave, Flaubert, francés. Con cada palabra crecía el silencio y al final solamente se oía el triste chirrido de la tiza. Por entonces ya habíamos leído novelas largas, casi tan largas como Madame Bovary, pero esta vez el plazo era imposible: teníamos apenas una semana para enfrentar una novela de cuatrocientas páginas. Comenzábamos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos doce o trece años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente: se supone que eran buenos profesores, pero en ese tiempo ser bueno era poco más que saberse los manuales.
Como en el poema de Nicanor Parra, los profesores nos volvían locos con preguntas que no iban al caso. Pero al poco tiempo ya conocíamos sus trucos o teníamos trucos propios. En todas las pruebas, por ejemplo, había un ítem de identificación de personajes, que incluía puros personajes secundarios: cuanto más secundario fuera el personaje mayor era la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación y también con la alegría de cultivar un puntaje seguro.
Había cierta belleza en el gesto, pues entonces éramos justamente eso, personajes secundarios, centenares de niños que cruzaban la ciudad equilibrando apenas las mochilas de mezclilla. Los vecinos del barrio tomaban el peso y hacían siempre la misma broma: parece que llevaras piedras en la mochila. El centro de Santiago nos recibía con bombas lacrimógenas, pero no llevábamos piedras sino ladrillos de Baldor o de Villee o de Flaubert.
Madame Bovary era una de las pocas novelas que había en mi casa, así que esa misma noche comencé a leerla, siguiendo el método de urgencia que me había enseñado mi padre: leer las dos primeras páginas y enseguida las dos últimas, y solo entonces, solo después de saber el comienzo y el final de la novela, seguir leyendo de corrido. Si no alcanzas a terminar, al menos ya sabes quién es el asesino, decía mi padre, que al parecer solamente había leído libros en que había un asesino.
La verdad es que no avancé mucho más en la lectura. Me gustaba leer, pero la prosa de Flaubert me hacía cabecear. Por suerte encontré, el día anterior a la prueba, una copia de la película en un videoclub de Maipú. Mi mamá intentó oponerse a que la viera, pues pensaba que no era adecuada para mi edad, y yo también pensaba o más bien esperaba eso, pues Madame Bovary me sonaba a porno, todo lo francés me sonaba a porno. La película era, en este sentido, decepcionante, pero la vi dos veces y llené las hojas de oficio por lado y lado. Me saqué un rojo, sin embargo, de manera que durante bastante tiempo asocié Madame Bovary a ese rojo y al nombre del director de la película, que la profesora escribió entre signos de exclamación junto a la mala nota: ¡Vincente Minnelli!
Nunca volví a confiar en las versiones cinematográficas y desde entonces creo que el cine miente y la literatura no (pero no tengo cómo demostrar eso, por supuesto). Leí la novela de Flaubert mucho tiempo después y suelo releerla más o menos a la altura de la primera gripe del año. No es misterioso el cambio de gustos, pues cosas similares suceden en la vida de cualquier lector. Pero es un milagro que hayamos sobrevivido a esos profesores, que hicieron todo lo posible para demostrarnos que leer era la cosa más aburrida del mundo.
Mayo, 2009

QUE VUELVA CORTÁZAR

A veces pienso que lo único que hicimos durante el colegio fue leer a Julio Cortázar. Recuerdo haber dado pruebas sobre «La noche boca arriba» en segundo, tercero y cuarto medio, y son innumerables las veces que leímos «Axolotl» y «Continuidad de los parques», dos relatos breves que los profesores creían ideales para rellenar la hora y media de clases. No es una queja, pues éramos felices leyendo a Cortázar: recitábamos con automática alegría las propiedades del género fantástico y repetíamos en coro que para Cortázar el cuento debía ganar por nocaut y la novela por puntos y que había un lector macho y un lector hembra y todo eso.
En los cuentos de Cortázar se formó el gusto de mi generación, y ni siquiera el roneo de las pruebas coeficiente dos le quitó a su literatura ese aire de permanente actualidad. Recuerdo que a los dieciséis años convencí a mi papá de que me diera los seis mil pesos que costaba Rayuela explicándole que el libro era «varios libros pero sobre todo dos libros», por lo que comprarlo era como comprar dos novelas a tres mil pesos e incluso cuatro a mil quinientos pesos cada una. Recuerdo también al empleado de la librería Atenea que, cuando yo buscaba La vuelta al día en ochenta mundos, me aclaró con paciencia, muchas veces, que el libro se llamaba La vuelta al mundo en ochenta días y que el autor era Julio Verne y no Julio Cortázar.
Luego, en la universidad, Cortázar era el único escritor indiscutible. Por los prados de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile circulaban decenas de Oliveiras y Magas, mientras algunos profesores se esforzaban por adoptar en sus clases la distancia especulativa de Morelli. Casi todas las escenas de seducción comenzaban, penosamente, con el capítulo 7 de Rayuela («Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca...»), que en esa época era considerado un texto estupendo, y había tanta gente hablando en glíglico («amalando el noema», como quien dice) que era difícil darse a entender en español.
Nunca me gustaron los cuentos de Historias de cronopios y de famas o Un tal Lucas: en el aliento corto de esas prosas juguetonas faltaba, para mí, humor verdadero. Pero no creo que sea debatible, en cambio, la grandeza de relatos como «Casa tomada», «Queremos tanto a Glenda», «El perseguidor» y otros veinte o treinta cuentos de Cortázar. Rayuela, en tanto, sigue siendo una novela asombrosa, aunque es cierto que a veces nos asombramos de que nos haya asombrado, porque hay pasajes que hoy suenan antiguos y efectistas. Pero también persisten en la novela momentos muy bellos.
En un ensayo reciente, el escritor argentino Fabián Casas recuerda su primera lectura de Rayuela («todo era críptico, prometedor, maravilloso») y su posterior decepción («el libro me empezó a parecer ingenuo, esnob e insoportable»). Es la experiencia de mi generación: más temprano que tarde acabamos matando al padre, a pesar de que era un padre liberador y bastante permisivo. Y resulta que ahora lo echamos de menos, como dice Casas, al final de su ensayo, en un feliz arranque sentimental: «Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones.»
Yo estoy de acuerdo: que vuelva Cortázar. Es misterioso el mecanismo por el cual un escritor admirado se convierte, de pronto, en una leyenda desechable. Pero las modas literarias casi nunca se sostienen en lecturas o relecturas reales. Tal vez ahora, cuando cualquiera barre el suelo con su memoria, nos arrepentimos de haberlo negado tres veces. Tal vez recién ahora estamos listos para leer, de verdad, a Cortázar.
Febrero, 2009

ELOGIO DE LA FOTOCOPIA

Ensayos de Roland Barthes rayados con destacadores fosforescentes, poemas corcheteados de Carlos de Rokha o de Enrique Lihn, novelas anilladas o precariamente empastadas de Witold Gombrowicz, de Clarice Lispector: es bueno recordar que aprendimos a leer con esas fotocopias que esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos. Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros queridos y escasos. Libros importantes.
Recuerdo a un compañero que fotocopió La guerra y la paz a razón de treinta páginas por semana, y a una amiga que compraba resmas de papel celeste, pues, según ella, así la impresión quedaba mejor. Por mi parte, la mayor joya bibliográfica que tengo es un peregrino ejemplar de La nueva novela, el inimitable libro-objeto de Juan Luis Martínez. Lo fabricamos entre varios, convertidos de nuevo en esforzados alumnos de técnicas manuales. El resultado fue una mesa bastante coja, pero nunca voy a olvidar lo bien que lo pasamos esas semanas de tijeras, anzuelos y fotocopias.
Las campañas contra la fotocopia de libros de mediados de los noventa fueron para nosotros, en este sentido, una especie de agresión: querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escandalosamente caros.
La discusión sobre el libro digital, a todo esto, se vuelve por momentos demasiado sofisticada: los defensores del libro convencional apelan a imágenes románticas sobre la lectura (que yo suscribo plenamente), y la propaganda electrónica insiste en la comodidad de llevar la biblioteca en el bolsillo o en la maravilla de interconectar los textos ilimitadamente. Pero no se trata tanto de costumbres como de costos. ¿Vamos a esperar que un estudiante gaste veinte mil pesos en un libro? ¿No es bastante razonable que lo baje de internet?
Hoy muchos lectores tienen bibliotecas virtuales de primer nivel sin necesidad de recurrir a una tarjeta de crédito ni de comprar el dispositivo de moda. Es difícil estar en contra de ese milagro. Los editores, los libreros, los distribuidores y los autores se unen de vez en cuando para combatir las prácticas que arruinan el negocio, pero los libros se han convertido en objetos de lujo y absolutamente nada permite pensar que eso vaya a cambiar. Sobre todo en países como el nuestro, los libros son, desde hace ya demasiados años, asunto de coleccionistas.
Yo mismo me convertí, con el tiempo, en un coleccionista, porque no me atrevería a vivir sin mis libros, pero en mi caso se trata más bien de un atavismo, de una anacrónica y un poco absurda inclinación a dormir en medio de una biblioteca. Recuerdo a un amigo que siempre me ofrecía una bodega para que guardara mis libros, pues no podía entender que yo renunciara a buena parte del espacio para montar esas repisas que además eran, según él, peligrosas: para el próximo terremoto se te van a caer encima y morirás por culpa de tus enciclopedias, me decía, aunque yo nunca he tenido enciclopedias.
Tampoco me he animado a tirar los antiguos anillados, incluso cuando se trata de textos que luego conseguí en ediciones originales. Ahora que las fotocopias van en retirada, no puedo evitar una dosis de nostalgia, pues aún conservo esos papeles; todavía repaso, cada tanto, esos libros de mentira que alguna vez provocaron un asombro genuino y duradero.
Julio, 2009

BIBLIOTECAS

Conocí la biblioteca de mi amigo Álvaro hace cinco años, y fue decepcionante, porque estaba llena de libros malos. Por entonces hablábamos casi solamente de libros y nuestros diálogos tenían ese encanto de lo tentativo, de lo incompleto. No era necesario ir demasiado lejos para entendernos: decíamos que una novela era buena o aburrida pero no elaborábamos los juicios, simplemente disfrutábamos de la complicidad.
Pensaba encontrar en las estanterías de su casa libros que yo también amaba, o los desconocidos nombres de unos escritores sorprendentes, y en cambio me topé con puros autores que conocía y que me interesaban menos que poco. No es que inspeccionara la biblioteca realmente, eso siempre me ha parecido de mala educación. Es cierto, el hecho de que los libros estén en el living nos autoriza a mirarlos, pero es mejor empezar de reojo, con prudencia, sin ansiedad.
Dos semanas después Álvaro me invitó de nuevo y esta vez me mostró una pieza muy pequeña en el patio, que era el estudio donde él se encerraba a leer y a escribir. Calculé que en las repisas había unos sesenta u ochenta libros, que por supuesto eran los que le importaban. Me sentí orgulloso de ver mis escasas novelas y hasta mi antiguo libro de poesía colmando la letra zeta (inexplicablemente a mi amigo no le gustan ni Raúl Zurita ni Stefan Zweig).
Luego supe que en otros rincones de la casa también había libros, y que de todos esos puntos el peor, literariamente hablando, era el living. Se supone que lo que pones en el living te representa, le dije, y la respuesta de Álvaro fue maravillosamente vaga: ahhhh. Pero después entendí que había pensado largo en el asunto. Le desagradaba la costumbre de poner los libros en el living, pero no tenía más espacio disponible, y después de ensayar varias opciones había llegado a esa, que entre otros méritos tenía el de favorecer los préstamos, porque no tenía problemas en prestar esos libros; los demás, los que estaban en su pequeño estudio o en su cuarto, no quería compartirlos con nadie.
Mi amigo todavía sigue con ese sistema, que con el tiempo se ha vuelto bastante más complejo: a tono con los cambios en los gustos o en el humor de su propietario, un título puede pasar del estudio a la pieza, y luego de la pieza al living, y de ahí a la calle, porque cada tanto se deshace de un montón de libros. Lo que me parece más extraño es que discrimina incluso en el interior de una misma obra, por lo que las novelas de alguien pueden estar en el estudio, sus poemas en el dormitorio y los ensayos en el living. La división no es por género literario, en todo caso, como prueba el hecho, por lo demás natural, de que haya novelas de César Aira distribuidas por toda la casa.
Cuando voy donde Álvaro me invade el fatalismo y pienso que voy perdiendo terreno, que mis días en el estudio están contados. Al descubrir que sigo solitario en la letra zeta me invade una cierta felicidad, que sin embargo dura poco, porque entonces viene el miedo de que todo sea una farsa, y la verdad es que imagino perfecta...

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