Agua y jabón
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Marta D. Riezu

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  1. 240 Seiten
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Agua y jabón

Marta D. Riezu

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Preguntaron a Cecil Beaton: ¿qué es la elegancia? Y respondió: agua y jabón. Que es lo mismo que decir: lo elegante es lo sencillo, lo útil, lo de toda la vida. La elegancia involuntaria se asocia al gesto generoso, a la alegría discreta, a la persona que aporta y apacigua.

El libro se divide en tres partes: «Temperamentos», «Objetos» y «Lugares». Un canon personal construido no como un refugio contra la vulgaridad –la vulgaridad puede ser maravillosa–, sino contra el sucedáneo. Completa el texto un suplemento de afinidades en forma de diccionario. El mundo de este libro es fragmentario, lento, de convivencia fácil. La barredura de nombres se puede leer aleatoriamente. No esperen emociones fuertes. Abrir por cualquier página, un rato de compañía, descubrir algo, ir a dar un paseo. Eso sería perfecto.

Agua y jabón habla del amor a las bibliotecas públicas, el humor barato, los mapas, la familia Cirlot, Paul Léautaud, el encanto imbatible de los pajarillos, el paseo errante, los hippies sospechosos, las viejas pastelerías, los trenes y los zepelines, Bruno Munari, Fleur Cowles, los viajes de novios de nuestros padres, la Venecia de Wagner, los perros cuentistas, comer fruta directamente del árbol, lo cursi y lo camp, el Rastro, Josep Pla, las manías, los tricornios, las mantas, Snoopy, barrer nuestro trozo de acera, Giorgio Morandi, Carlos Barral, Ricardo Bofill, el surf, la lana, el queso, los jardines.

Lo recogido en Agua y jabón es el resultado de una trayectoria intuitiva y desordenada. Hay lealtades antiguas y otras recientes. Hay, sobre todo, silencio, admiración, paciencia y predilección por la realidad más próxima.

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Information

Jahr
2022
ISBN
9788433945976

III. LUGARES

Mis padres compraron un apartamento en Calafell a principios de los setenta. El médico les había dicho que el mar le iría bien a mi hermano asmático. En ese pueblo tenía su casa el editor y escritor Carlos Barral. Sus amigos –Gil de Biedma, Castellet, Marsé– lo visitaban con frecuencia. También se encontraban en la taberna L’Espineta.49
Vivían justo delante de nosotros. La ventana de mi habitación daba al mar y a su jardín, centro social de la casa. A todas horas llegaban amigos. Si no estaba en la playa, me pasaba el día espiando. Con Barral tuve consanguinidad insectívora, no tan honorable como la familiar. Los mosquitos de sus pinos lo masacraban al atardecer, y a la noche venían a visitarnos por la ventana abierta.
Llevaba gorra de capitán, pelo largo y barba Lincoln, fumaba tabaco en pipa. Flaquísimo, moreno, tenía la elegancia positiva del burgués desclasado. Trabajaba todo el día pero despreciaba la vida de hormiguita. Era el alcalde oficioso de Calafell. Ya tenía la mirada triste del que ve desaparecer su mundo a marchas forzadas. El lugar que él había conocido como un pueblo marinero pasó a ser una aberración urbanística. En los años veinte la flota pesquera tenía casi cien barcas de vela y remo. La cofradía había levantado la escuela pública, la biblioteca, la iglesia, el cine. La última embarcación de vela latina de Calafell (las otras pocas iban ya a motor) fue la Francisca de Magí Sicart. Eran los años cincuenta. La Francisca tuvo un desguace lento y penoso. El azar quiso que la varasen delante de la casa de Barral, como una vanitas. Cuenta él en sus memorias: «Un temporal de invierno la arrastró, dejándola escorada. Fue desnudándose progresivamente, perdiendo primero la obra muerta y luego la cubierta, arqueada como el lomo de un caballo. Después, poco a poco, el forro de las cuadernas, mostrando íntegramente el costillar. Y después nada.»50
Mis padres madrugaban para ir a comprar pescado a las barcas. Los acompañé alguna vez. Los cangrejos chiquitillos, escurridos de las redes, huían como podían entre los pies morenos de los curiosos. Me fijé en la distancia entre las embarcaciones y la orilla: una odisea para un cangrejo minúsculo. En la siguiente visita llevé conmigo el cubo de los castillos con arena y agua de mar. Cogí a los cangrejos con todo el cuidado de mis dedos torpes infantiles, los metí en el cubo y los dejé en la espuma de la orilla, que los vino a buscar.
*
Mi madre no sabía nadar, pero la primera vez que entré en el mar fue en sus brazos. Acurrucada entre su pecho y el sol tuve ese bautizo en el Mediterráneo. Años más tarde fue mi padre quien me enseñó a bracear, un lunes a las siete de la mañana, porque me daba vergüenza que me viese alguien.
No recuerdo el descubrimiento del mar. Mi corazón estuvo empadronado allí desde el principio. La extrañeza vino de la tierra adentro: el exceso de una avenida con rotondas, un centro comercial, un campo de fútbol.
Las horas más felices de mi vida fueron en Calafell. La gente seria visitaba la playa muy temprano y se recogía a eso de la una; la tarde era para los jóvenes, los grupos grandes con tortillas de patatas, los partidos de fútbol, los domingueros. En las mañanas playeras llegaban muy pronto mis padres con los periódicos, los matrimonios amigos y sus hijos, los vecinos de hamaca. Jugábamos en la orilla, hacíamos torres de la Sagrada Familia con chorretones de arena.
Las poquísimas tardes en que a mis padres les apetecía esa prórroga de sol solo existíamos ellos y yo. Todo estaba en su sitio. Hacía el muerto en silencio, esa soledad específica y total, y me giraba para mirarlos. Me aterrorizaba perderlos de vista.
Cada mediterráneo puede explicar una relación diferente con el mar. La mía es de afecto intermitente. Veranear siempre en el mismo lugar es un eco extraño. Ese anclaje de tres meses nunca se me hizo pesado, a pesar de revivir una y otra vez las mismas calles, las mismas caras, el mismo balcón. La aventura viajera tiene muy buena fama, pero un paisaje inmutable acompaña a un niño toda la vida. Las casas ya no son las mismas, el perfil de la playa ha cambiado, mis padres ya no están. Ese mundo vive solo dentro de mí.
La renuncia final es perdonarle al mar que él siga tan joven como en nuestra niñez, mientras nosotros perdemos vista y agilidad.
Moriz Jung: Los jugadores de ajedrez, 1911.
The Metropolitan Museum of Art.
*
En Calafell no conocí solo el mar, sino también el cine. El Iris era pequeño, coqueto como un tocador, con sillas rojas de terciopelo. Allí vi Mujeres al borde de un ataque de nervios con mi madre, mi tía y mis primas. Como éramos pequeñísimas y no entendíamos nada de valiums, chiítas, infidelidades y abogadas feministas nos pasamos la película corriendo por los pasillos. Había corrillos sentados en el suelo, comiendo bocadillos envueltos en papel albal, chicas sentadas en el regazo de amigas.
A pesar de ese desorden para mí el cine era cosa seria, porque no podía visitarlo tanto como quería. Era la merienda o el cine, los tebeos o el cine, los discos o el cine. El mismo dilema que la madre de Cabrera Infante presentaba a su hijo, que tituló así uno de sus libros: Cine o sardina.
Las bibliotecas son muy bellas, los museos y teatros también, pero el talento interiorista ha sido especialmente generoso con los cines. Las cortinas pesadas, las luces de aplique, el sonido acolchado, el bar con barra de caoba, los carteles pintados a mano en la entrada, el acomodador con uniforme y linterna. Esa solemnidad estética fijaba la experiencia en la memoria.
*
A los diecisiete años se hacen las cosas más impensables, y yo elegí estudiar Filología Inglesa. En la primera clase del curso, a las ocho de la mañana, en lugar de gramática o historia empezaron a degüello con la lingüística de Saussure, quizá a propósito para ahuyentar a los cobardes. Conmigo funcionó. Supe que mis lecturas no iban a ser suficientes para salvarme. Para aquellos estudios se necesitaba planeo de halcón, y mi anglofilia no pasaba de vuelo gallináceo.
Acabé ese curso con fiebres. Una pila de VHS al lado de la cama fue mi única distracción durante una semana. En pleno visionado ardiente del Scarface de Hawks tuve un delirio: ¿y si estudiase cine? En casa estudiar cine equivalía a fugarse con un abogado samoano, así que les convencí para elegir Comunicación Audiovisual, que exigía una nota de entrada altísima. Eso los tranquilizó. Es una carrera que no es ni chicha ni limoná; una especie de periodismo fenicio con mucha televisión y cine.
La facultad de la Pompeu Fabra estaba entonces al final de las Ramblas –lo que los cursis llamarían un enclave privilegiado–, al lado del bar Cosmos, lleno de gente dejada de la mano de Dios mil veces más interesante que cualquier nombre en los libros. En la biblioteca había unas cabinas con una televisión para ver películas. Ahí cada uno elegía lo que quería, lo que tenían en la filmoteca (Kiarostami, Lynch, Renoir, Minnelli, Angelopoulos, Argento, Herzog, Ray, Varda, Pasolini, Malle, Vigo) o los VHS que uno traía prestados de amigos aventajados (Franju, Barbara Rubin, Maya Deren, StraubHuillet, Jacques Becker, Wakamatsu, L’Herbier, Jancsó, Piavoli, Gordon Lewis).
Durante muchos meses vi tres películas al día, una dieta insensata que no recomiendo, porque deja poco poso. He ido ampliando gustos, pero mis preferidos se mantienen: Spielberg, Buñuel, Kubrick, Visconti.
Aún faltaba mucho para que la corrección política lo tocase todo con sus manos aceitosas. Veíamos salvajadas con la mayor naturalidad. ¿Tenían aquellas películas una hidden agenda? Nos importaba un pito. El horizonte se ha ido estrechando. Cada producto cultural hoy va acompañado de un dudoso análisis ideológico, paralelo al estético. Se prohíbe la acción, la palabra, pero los problemas de fondo siguen, porque son los problemas de la misma naturaleza humana.
*
A los cinéfilos nos gustan los hoteles. Nada nos hace más felices que llegar a la recepción, apoyar el bolso de viaje en el suelo (jamás un impertinente trolley)51 y presentarnos flamantes con una sonrisa, como Poirot al inicio de un misterio. En cuanto uno entra en un hotel empieza a actuar diferente. Como un teatro de lo humano reducido a escala, todas las idiosincrasias confluyen allí. Los lazos temporales, las decepciones, la soledad y el tiempo circular. Sin acumulación de recuerdos se puede empezar de cero cada vez. Cada mañana todo reaparece bien puesto en su lugar. El desorden de una habitación es, dice Baricco, «una huella bellísima, y es una lástima que quienes la lean y la borren sean camareras aburridas, con el corazón en otra parte».52
Los hoteles son ciudades, y por eso impresiona la visita a los de más envergadura: el Plaza de Nueva York, el Ritz parisino, el proustiano Grand Hôtel Cabourg, el Fife Arms en los Cairngorms, Il Pellicano en Porto Ercole, el Claridge’s. Pero los mejores recuerdos los tengo de lugares más personales: el Landa en Burgos (donde hicimos una entrada navideña en plano secuencia como el de Uno de los nuestros), el taurino Wellington en Madrid o el patio con limoneros del Palácio Belmonte en Lisboa.
Me gustan los hoteles antiguos, con modales antiguos, con decoración antigua, sin pretensión alguna de unirse a las modas. Lugares donde lo entienda todo sin manual de instrucciones, sin tener que luchar contra los interruptores. Hoteles donde nuestros padres se sentirían cómodos. Sin música, con piscina de agua salada, puertas con llave pesada, mar de fondo a poder ser.
Amo los hoteles por contraste; porque tengo un hogar querido al que volver. Si uno va de hotel en hotel como un pinball sin afecto, poco importan las flores frescas, el salón de té, la chimenea. Al contrario; el cuidado del detalle, la atención y los ritos recordarán al huésped su desamparo.
John Bradley: Emma Homan (detalle), ...

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