Intuición
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Por que no somos tan conscientes como pe

Tasha Eurich

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Por que no somos tan conscientes como pe

Tasha Eurich

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¿Qué tal si usted pudiera conocerse a sí mismo un poquito mejor, y con esa pequeña mejora obtuviera una gran ganancia... no sólo en su profesión, sino en su vida?¿está dispuesto a intentarlo?

La investigación muestra que la conciencia de uno mismo —saber quiénes somos y cómo nos ven los demás— es el fundamento para un alto rendimiento, unas decisiones inteligentes, y unas relaciones personales duraderas. Solo existe un problema: la mayoría de las personas no se ven a sí mismas con tanta claridad como podrían hacerlo.

Felizmente, la psicóloga organizacional Tasha Eurich revela que la conciencia de uno mismo es una habilidad sorprendentemente deplorable. Integrando cientos de estudios con su propia investigación y su trabajo en el mundo de Fortuna 500, nos muestra lo que en realidad exige comprendernos nosotros mismos por dentro, y cómo lograr que los demás nos digan la verdad franca respecto a cómo nos ven.

Mediante experiencias de personas que han logrado ganancias radicales en la conciencia de sí mismas, ofrece secretos, técnicas y estrategias sorprendentes y en español, para ayudar a los lectores a hacer lo mismo, y cómo usar esta noción para hallar mayor satisfacción, confianza y éxito en la vida y en el trabajo.

En INTUICIÓN usted aprenderá

  • Los siete tipos de la conciencia de sí mismas que poseen las personas que se conocen a sí mismas.
  • Los dos mayores obstáculos invisibles a la conciencia de uno mismo.
  • Por qué los enfoques como terapia y llevar un diario no siempre conducen a una noción verdadera.
  • Cómo abandonar los hábitos que matan la confianza y aprender a amar lo que uno es.
  • Como beneficiarse de la concentración mental sin pronunciar ni un sola mantra.
  • Por qué otras personas no nos dicen la verdad respecto a nosotros mismos, y cómo hallar lo que realmente piensan.
  • Cómo profundizar nuestra noción en nuestras pasiones, nuestros talentos y los puntos ciegos que nos pudieran estar deteniendo.
  • Cómo oír opiniones críticas sin perder la compostura.
  • Por qué las personas con mayor poder pueden ser con frecuencia las que menos conciencia tienen de sí mismas, y cómo evitan los líderes inteligentes esta trampa.
  • Los tres bloques de construcción para equipos de conciencia propia.
  • Cómo lidiar con jefes, clientes y compañeros de trabajo delirantes.

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La metahabilidad del siglo veintiuno
Los hombres irrumpieron para informar de noticias urgentes. Habían detectado a una partida de treinta y cinco exploradores enemigos a unos once kilómetros, acampados en un desfiladero rocoso. ¿Qué decisión iba a tomar el joven teniente coronel?
La situación se tornaba cada vez más peliaguda; era consciente de ello. Al fin y al cabo, estaban en guerra y él era el único responsable de los 159 reclutas a los que había dirigido al campo de batalla. A pesar de ser un novato de vientidós años con nula experiencia en combate, había acabado, sin saber cómo, segundo al mando de un ejército entero. No solo tenía que actuar con rapidez y decisión, sino que tenía que demostrar su valor ante cualquiera que pudiera estar observándolo. Era una prueba crucial de su destreza militar, pero no tenía ninguna duda de que iba a superarla con creces. El joven, extremadamente confiado en sus propias capacidades, estaba deseando mostrarles a sus superiores la madera de la que estaba hecho.
¿Que qué hacían en el desfiladero esos hombres? Pues, claramente, planeaban lanzar una ofensiva, concluyó con seguridad (y equivocadamente, como acabó demostrándose más adelante). Así que el coronel ordenó un ataque sorpresa. La madrugada del 28 de mayo sus tropas cayeron sobre el desprevenido grupo, que no tuvo la menor oportunidad de salir airoso. En menos de quince minutos, trece soldados enemigos estaban muertos y otros veintiún habían sido capturados.
Henchido de orgullo por su victoria, el coronel volvió a su campamento y empezó a redactar carta tras carta, la primera de las cuales estaba dirigida a su comandante. Antes de siquiera describir lo acontecido en la batalla, el envalentonado líder aprovechó la oportunidad (en forma de una diatriba de ocho párrafos) para quejarse de la paga que recibía. Su siguiente carta fue para su hermano menor, ante el cual se jactó desenfadadamente sobre su bravura ante el ataque enemigo: «De verdad que puedo asegurarte», escribió, «que he oído el silbido de las balas; créeme, había algo cautivador en el sonido».
Una vez terminada su correspondencia para presumir ante otros llegó la hora de planificar sus siguientes pasos. Convencido de que el enemigo estaba a punto de lanzar un ataque como represalia, advirtió que necesitaba encontrar una mejor ubicación para su campamento. Tras cruzar una cordillera cercana, el coronel y sus hombres descendieron hasta un enorme prado alpino. La pradera estaba rodeada por doquier de colinas ondulantes repletas de arbustos y un denso bosque de pinos. Al inspeccionar la zona, el coronel la declaró como el emplazamiento defensivo perfecto y ordenó a sus tropas que empezaran con los preparativos.
Unos días después contemplaba con orgullo cómo sus hombres daban los últimos retoques a la empalizada circular, formada por abundantes troncos de más de dos metros, perpendiculares al suelo y envueltos en pieles de animal. Como en su interior solo cabían setenta hombres, ordenó a sus tropas que cavaran una trinchera de noventa centímetros para que los restantes se agazaparan en ella. Al coronel le pareció un diseño maravilloso y le aseguró a su comandante que, con la ayuda de la naturaleza, habían conseguido un buen atrincheramiento y que el campo de batalla había quedado preparado tras eliminar los arbustos de los prados. Sabía que los superaban en número, pero «incluso con mis pocos efectivos», informó, «no temeré ante el ataque de un ejército de quinientos hombres».
Desgraciadamente, no todo el mundo estaba de acuerdo con el confiado muchacho. Una de las varias decisiones cuestionables que tomó fue el lugar del fuerte. Como lo había construido en un suelo tan blando, cualquier llovizna convertiría el prado en un pantano; una lluvia torrencial podría llegar a inundar las trincheras y mojar la munición por completo. Además, estaban tan cerca de los bosques (a poco más de cincuenta metros) que los tiradores enemigos podían acercarse sin que nadie los detectara y disparar sobre la fortaleza sin esfuerzo y a poca distancia. En cuanto al fuerte en sí, el comandante aliado del coronel, un veterano aguerrido, insistió en que «aquella cosilla del prado» no aguantaría de ningún modo.
Resuelto y convencido de que su decisión era la mejor, el coronel hizo caso omiso de estos argumentos y proclamó, enfurecido, que el comandante y su ejército eran unos «diablos traicioneros» y unos «espías». La situación provocó una pequeña rebelión en la que el comandante aliado y sus seguidores huyeron atemorizados (como se vio más tarde, con un miedo más que justificado). En la batalla que siguió, al coronel no le pareció tan cautivador el sonido de las balas silbando a su alrededor.
Y esa batalla resultó crucial. Tanto, que los errores del coronel acabaron cambiando el rumbo de la historia. En los años que han transcurrido desde entonces, los historiadores han intentado explicar por qué la operación resultó tan espectacularmente desastrosa. Muchos han criticado correctamente al coronel por «haber avanzado cuando debería haber retrocedido, por luchar sin esperar a contar con suficientes refuerzos, por elegir un emplazamiento imposible de defender, por la chapucera construcción del fuerte, por alejar [. . .] a sus aliados, y por su desmedido y chocante orgullo al creer que podría imponerse ante las fuerzas enemigas».
Pero la caída del coronel no puede achacarse simplemente a los errores tácticos, maniobras erróneas o la pérdida de la confianza que sus hombres habían depositado anteriormente en él. Limitarse a examinar únicamente estos factores supondría pasar por alto la raíz de todo esto: en esencia, el coronel carecía del factor determinante más importante y menos explorado del éxito o el fracaso, ya sea en el campo de batalla, en el lugar de trabajo o en cualquier otro lugar. Esa cualidad es la autoconciencia.
Aunque ofrecer una definición precisa es más complejo de lo que parece, la autoconciencia, esencialmente, es la capacidad de vernos a nosotros mismos, de entender quiénes somos, cómo nos ven los demás y cómo encajamos en el mundo que nos rodea.* Desde el consejo de «Conócete a ti mismo» de Platón, filósofos y científicos por igual han ensalzado las virtudes de la autoconciencia. Y, efectivamente, podría decirse que esta capacidad es uno de los aspectos del ser humano más remarcables. En su libro Lo que el cerebro nos dice, el neurocientífico V. S. Ramachandran explica poéticamente:
Cualquier mono puede alargar el brazo y tomar un plátano, pero solo los humanos podemos llegar a las estrellas. Los monos viven, compiten, se reproducen y mueren en los bosques . . . Y no hay más. Los seres humanos escriben, investigan, crean y buscan. Empalmamos genes, dividimos átomos y lanzamos cohetes. Miramos hacia arriba [. . .] y ahondamos en los dígitos de pi. Quizá lo más extraordinario es que miramos hacia dentro, armando el puzle de nuestro excepcional y maravilloso cerebro. [. . .] Este es verdaderamente el mayor misterio de todos.
Hay quien llega a decir que la capacidad de entendernos a nosotros mismos es la esencia de la supervivencia y el avance humanos. Durante millones de años, los ancestros del Homo sapiens evolucionaron con una lentitud casi exasperante. Pero, como explica Ramachandran, unos ciento cincuenta mil años atrás hubo un desarrollo bastante explosivo en la mente humana cuando, entre otras cosas, adquirimos la capacidad de examinar nuestros propios pensamientos, sensaciones y comportamientos, además de poder ver las cosas desde el punto de vista de los demás (como veremos más adelante, ambos procesos son absolutamente esenciales para la autoconciencia). Esto no solo sentó las bases de formas más elevadas de expresión humana, como el arte, las prácticas espirituales y el lenguaje, sino que supuso una ventaja para la supervivencia de nuestros ancestros, que tenían que trabajar en coordinación para poder sobrevivir. Ser capaz de evaluar sus propios comportamientos y decisiones, y ver su efecto en los demás miembros, los ayudó a no acabar siendo expulsados de la isla, si usamos una referencia ligeramente más moderna.
Hagamos un flash forward al siglo veintiuno. Aunque puede que nuestra existencia no tenga que enfrentarse a las mismas amenazas diarias que tenían que sufrir nuestros ancestros, la autoconciencia no es menos necesaria para nuestra supervivencia y éxito tanto en el trabajo, en las relaciones y en la vida. Hay pruebas científicas de peso que demuestran que las personas que se conocen a sí mismas y que saben cómo las ven los demás son más felices. Toman decisiones más inteligentes. Sus relaciones personales y profesionales son mejores. Sus hijos son más maduros. Son estudiantes superiores y más inteligentes que eligen mejores carreras. Son más creativas, se comunican mejor y se sienten más seguras de sí mismas. Son menos agresivas y tienen menos tendencia a mentir, engañar y robar. Son trabajadores que rinden más y reciben más ascensos. Son dirigentes más eficaces y que consiguen entusiasmar más a sus empleados. Sus empresas son más rentables.
Por otro lado, una falta de autoconciencia es, cuanto menos, arriesgada, y puede llegar a ser desastrosa. En el mundo laboral, independientemente de nuestro trabajo o del punto en el que estemos de nuestras carreras, nuestro éxito dependerá de nuestra comprensión de quién somos y de cómo nos perciben nuestros jefes, clientes, empleados y compañeros. Esto se convierte en un factor cada vez más importante a medida que se va ascendiendo en el mundo corporativo: los ejecutivos sénior que carecen de autoconciencia tienen un 600 % más de posibilidades de echarse a perder (lo que puede llegar a costar a las empresas la espectacular cantidad de cincuenta millones de dólares por ejecutivo). De una forma más general, los profesionales que no se autoobservan no solo se sienten menos satisfechos con sus trayectorias profesionales, sino que, si se quedan atascados en algún momento, les suele costar más pensar en cuál debería ser la fase siguiente.
La lista de desventajas es interminable. Tras muchos años investigando este tema, me atrevería a afirmar que la autoconciencia es la metahabilidad del siglo veintiuno. Como iremos viendo en las páginas siguientes, las cualidades más esenciales para el éxito en el mundo que nos rodea, como la inteligencia emocional, la empatía, la influencia, la persuasión, la comunicación y la colaboración . . . surgen todas de la autoconciencia. En otras palabras, si no nos autoobservamos, es casi imposible dominar las habilidades que nos hacen trabajar mejor en equipo, ser mejores dirigentes y trabar mejores relaciones, tanto en el trabajo como en otras áreas.
Seguramente sería empresa difícil encontrar a personas que no sepan de forma instintiva que la autoconciencia es importante. Al fin y al cabo, es un concepto que solemos utilizar con bastante libertad, ya sea describiendo a nuestros jefes, compañeros, suegros o políticos, aunque normalmente de forma negativa. Por ejemplo, decimos cosas como «esta persona no es consciente de lo insoportable que es». Pero, a pesar de este papel esencial que desempeña en nuestro éxito y felicidad, la autoconciencia es una cualidad remarcablemente escasa.
A la mayoría de las personas les resulta más fácil elegir el autoengaño, antítesis de la autoconciencia, por encima de la dolorosa y cruel verdad. Esto es especialmente cierto cuando este autoengaño se disfraza como conocimiento de uno mismo, cosa que sucede a menudo. El coronel es un ejemplo de ello. Veamos una manifestación más moderna. Hace poco leí el libro superventas de Travis Bradberry, Inteligencia emocional 2.0, y me quedé boquiabierta cuando descubrí que, en la última década, nuestra inteligencia emocional colectiva (EQ, del inglés emotional quotient, o coeficiente emocional) había aumentado. (El EQ es la capacidad de detectar, entender y gestionar emociones en nosotros mismos y en los demás, e innumerables estudios han demostrado que, cuanto más tengamos, más éxito tendremos, más resiliencia mostraremos ante los obstáculos, toleraremos mejor el estrés, nuestras relaciones con los demás serán mejores, y mucho más). Aun así, los resultados de Bradberry no coincidían con mis propias observaciones como psicóloga organizacional: al menos de forma anecdótica, yo había advertido que contar con un EQ más bajo se había convertido en un problema cada vez mayor, no cada vez menor, en los últimos años.
Pero cuando hice la evaluación en línea que venía con el libro advertí el sorprendente origen de la discrepancia. Sí, la investigación de Bradberry se había hecho con una espectacular muestra de quinientos mil individuos, pero sus conclusiones se basaban en las evaluaciones que estas personas hacían de sí mismas. Detengámonos un momento a pensar en esto. Piensa en las personas menos emocionalmente inteligentes que conozcas. Si les pidiéramos que valoraran su propio EQ, ¿qué te apostarías a que dirían que, como mínimo, están por encima de la media? Así que una explicación alternativa y mucho más probable de los resultados de Bradberry es que hay una diferencia cada vez mayor entre el modo en que nos vemos a nosotros mismos y la forma en que somos en realidad. En otras palabras, lo que parecía un aumento de EQ es mucho más probablemente una disminución en autoconciencia.*
Nuestra sociedad, cada vez más centrada en el «yo», hace que sea incluso más fácil caer en esta trampa. Las nuevas generaciones han crecido en un mundo obsesionado con la autoestima, donde constantemente se les recuerdan sus cualidades especiales y maravillosas. Es mucho más tentador vernos a nosotros mismos a través de un filtro donde todo es de color rosa que examinar de forma objetiva quiénes somos y cómo nos perciben los demás. Y esto no es solo un problema generacional o exclusivo de los americanos: afecta a personas de todas las edades, géneros, trasfondos, culturas y creencias.
Ahora mismo puede que estés pensando en todas las personas con delirios de grandeza que conoces y estés riéndote entre dientes: ese compañero que se cree un brillante orador pero que hace que todo el mundo se duerma en las reuniones, esa jefa que presume de ser muy cercana con su equipo pero que los tiene a todos aterrorizados, esa amiga que se piensa que tiene don de gentes pero que es siempre la invitada más incómoda en las fiestas. Aun así, hay algo más que todos tenemos que plantearnos. Como expone la Biblia: «¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Déjame sacarte la mota del ojo”, cuando la viga está en tu ojo?» (Mateo 7.4). Ya sea en el trabajo, en casa, en la escuela o en el tiempo de ocio, acusamos rápidamente a los demás de no ser conscientes de cómo son, pero pocas veces (o nunca) nos preguntamos si acaso nosotros tenemos el mismo problema. Para muestra, un botón: en una encuesta que hice entre los posibles lectores de este libro, ¡un 95 % de ellos indicó que se conocían muy bien o bastante bien a sí mismos!
La verdad es que, aunque muchos de nosotros creemos saber muy bien cómo somos, a menudo esta confianza no suele estar bien fundada. Los investigadores han llegado a la conclusión de que nuestras autoevaluaciones «a menudo son erróneas de un modo sistemático y sustantivo». Como veremos un poco más adelante, los estudios muestran que tendemos a ser muy malos jueces de nuestro propio rendimiento y nuestras propias capacidades, desde nuestras habilidades de liderazgo hasta el modo en que conducimos, pasando por nuestro rendimiento en la escuela y el trabajo. ¿Y sabes qué es lo que da más miedo? Que las personas menos competentes son, a menudo, las que se sienten más seguras de sus capacidades.
En la mayoría de los casos, la viga en nuestro ojo es evidente para todo el mundo excepto para nosotros. Un estudiante incapaz de afinar una sola nota que deja la universidad para convertirse en cantante. Una jefa presuntuosa que lee innumerables libros de negocios pero es una líder nefasta. Un padre que dedica muy poco tiempo a sus hijos pero que se cree «padre del año». Una mujer que se ha divorciado tres veces y que está convencida de que cada uno de sus matrimonios ha terminado por culpa de su ex. O un coron...

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