Emilio y Octubre
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David Uclés

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Emilio y Octubre

David Uclés

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Emilio recuerda cómo entrevió a través de la piel translúcida de la barriga de su madre la réplica de Murillo que colgaba en el hospital madrileño donde nació. Se pregunta, desde dentro de un lienzo de Magritte, por qué al final del hilo rojo que ataron a su dedo meñique tras nacer leyó entonces el nombre de un mes.Octubre desconoce de dónde viene su nombre; nosotros tampoco lo sabremos. Recuerda aquel primer amor al que besó debajo de las faldas de una menina del Prado. Se pregunta dónde estará ahora, mientras bucea bajo las aguas de la laguna Estigia de Patinir.Hasta que los dos puedan llegar a amarse, planearán sombras de pájaros decolorados, surgirán lágrimas de témpera de unos ojos cosidos, se tendrá que sujetar el cielo con vigas; Europa se secará; tragará la tierra a un hombre moribundo, habrá quien atraviese corriendo un continente sin detenerse y hasta quien se meta en el sueño de otra persona a través de una bombilla.Esta es la historia de amor de Emilio y Octubre, narrada desde el nacimiento de uno hasta la muerte del otro, en un futuro cercano en el que nos introduciremos en las pinturas tridimensionalizadas de los museos y viajaremos por toda Europa.

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Información

Editorial
Dos Bigotes
Año
2020
ISBN
9788412142860
Edición
1
Categoría
Literature
EMILIO
(LIBRO I)

«El mundo nace cuando dos se besan»,
Piedra de Sol, Octavio Paz.




Cero años

La Campanella (S. 141 / 3) — Liszt

Hoy es el día en que nazco.

Llevo nueve meses, tres días y una hora dentro de mamá, en su útero o entre este y su trompa. No estoy seguro, pues voy a nacer hombre y homosexual; sabré muy poco de obstetricia. De lo que sí que estoy seguro es de que una vez estuve en el interior de su corazón. Esto fue hace muchísimo tiempo, aunque no podría decir cuánto exactamente; el concepto del tiempo me es terreno escabroso. Estaba agotado de flotar en el mismo lugar y, mientras mamá dormía hondamente, decidí darme una vuelta por su cuerpo a través de sus conductos, los mismos que soy incapaz de nombrar. Llegué hasta su motor. ¡Era fastuoso! Bueno, seguramente lo sigue siendo, pues lo tengo muy cerca y bombea tan bellamente como siempre. ¡Un trabajador nato! No reposa en todo el día. Yo también tengo un corazón; lo aprecio desde que tengo manos. Quizás ya lo sentía antes o quizás fue en ese momento cuando se originó mi consciencia. No sé qué fue antes, la verdad… Pues eso, noto mi latido y es muchísimo más alígero que el de mamá. Es similar al de Silver, el perro de mi vecino fenecido, el ceramista que, según la abuela, tenía poderes y movía el barro con la mente de forma concéntrica. Era Juan un gran lector, el primero al que conocí. Me recitó antes de expirar todos los catasterismos de Eratóstenes sobre las constelaciones. Decía que nunca los había leído, pero que se los sabía de memoria por una suerte de atavismo. Yo me imaginaba que su ascendiente era Kepler, de quien también a veces me leía
El Sueño, la primera obra de ciencia ficción de la historia. De Juan, me atraía su voz rota; a través de la barriga me sonaba a cristales masticados. Me aflojaba y me dejaba dormido, al contrario que la sístole de mamá, que a pesar de darme la vida me pone irascible por el ritmo desacompasado de los dos corazones, el suyo y el mío. Pero ya me queda poco aquí; pronto solo escucharé un corazón.
Los días en el amnios se me van haciendo cada vez más pesados. No hay nada que hacer, salvo esperar. Al menos me reconforta saber que aún me quedan por delante todos los días de mi vida, que serán tantos como yo ambicione. Yo creo que una persona, salvo que sufra un accidente o que el organismo se le desgaste, muere cuando no le queda nadie que piense en ella. ¡Por eso haré tantos lazos como pueda! ¡Intentaré intimar con todas las personas de Iberia! Así es como llegaré a viejo. Sobrepasaré los ciento cuatro años que duró mi tía Genoveva. Vino a verme antes de morir. Recuerdo que interpusieron un cristal entre ella y mamá, pues temían que me contagiara la enfermedad de la vejez.
Me gustaría nacer mujer, pero ya he notado que no lo seré. Aunque bueno, como también me gustaría nacer hombre, pues no pasa nada. En realidad, me gustaría nacer siendo las dos cosas. Así podría retirarme a vivir a un despoblado y, en unos años, sembrarlo con mis hijos. ¡Arboreceríamos! Partenogénesis. Creo que los bichos palo y algunos peces espada hacen algo parecido.

Nueve meses, tres días y dos horas.

Ahora me asen la cabeza dos manos ásperas y rollizas. Se ha roto el sosiego y el líquido neto en el que me hallaba está desapareciendo. El rojo de mi alrededor se va tiñendo de tonalidades magentas y azulencas, entre visos ambarinos que me hacen daño en los ojos, aún cerrados.
Desgarro los dedos de mis pies, amarrados todavía a un pliegue de madre, y me despido de mi primera casa, aquella que, por más veces que me empeñe en unos años, nunca evocaré con tanta precisión como para volver a sentirme carne de mamá, parte del amor más viejo de mi vida.

Acabo de nacer.
Mis pulmones se vacían del líquido amniótico y pulmonar; mucus hendido.
Tomo mi primera inspiración, que suena a quejido.
Me es arduo abrir los ojos.

Lo primero que he visto a través de mis pequeños párpados translúcidos ha sido una roca junto a una hormiga corpulenta, esbozadas y enmarcadas los dos. Mi abuela, que es gallega, las llama «formigas». Me gusta mucho más decir «formiga» que hormiga; me resulta más «fermoso». Mi abuela es poetisa, hace lámparas con frutos secos, damajuanas y la rebusca secada al sol; quinqués con cazos viejos, camas con pajas secas para posar la figurita del niño Jesús y casas de muñecas con las cajas de los zuecos. También hace chocolate...

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