De cara a Dios
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De cara a Dios

Víctor Oswaldo Armas Regal

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De cara a Dios

Víctor Oswaldo Armas Regal

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La narración de Víctor Armas nos lleva a transitar por diferentes emociones, tales como la alegría, la esperanza, la frustración, la gratitud, el miedo y la rabia. Una constante lucha por vivir, sostenido por el amor de su familia, de sus amigos, de gente generosa con la que se topó a lo largo de su vida y de su inquebrantable fe en Dios. Este libro nos permite apreciar lo que cientos de personas experimentan cuando sufren enfermedades crónicas de difícil tratamiento. Si bien el relato que aquí se presenta posee matices personales, comparte una sensación común vinculada a la incertidumbre, pero, por encima de todo, una pasión por la vida que lo llevó a luchar para no dejarse vencer por la enfermedad."Hoy 21 de septiembre de 2000 se cumplirían 4 años desde mi viaje a EE.UU.; gracias a Dios este aniversario lo estoy cumpliendo en mi patria, la nube de emociones que me envuelve se ordena en una jerarquía natural y maravillosa donde la alegría ocupa del primer al último lugar…"

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Información

Año
2017
ISBN
9786124342189
Edición
1
Categoría
Medicina
El primer contacto
Un paso no es un paso
si no es previo al andar.
Si está lejos tu destino,
pues empieza a caminar.
La respuesta del doctor Berenstein fue un gran paso, pero no el último, faltaba lo más difícil, que el Seguro Social aprobara mi transferencia. Bajo otras circunstancias no me hubiera preocupado por aquello, pues mi caso estaba totalmente justificado. En el Perú no existía experiencia suficiente en el tratamiento de padecimientos como el mío, los médicos habían hecho todo lo humanamente posible para mantenerme con vida, pero mis posibilidades se iban reduciendo, los riesgos aumentando y los daños tornándose irreversibles. Sin embargo, la experiencia en Chicago era un gran punto en contra. Casi había sido un viaje en vano. A favor estaban mi juventud y fortaleza; así como el procedimiento que el doctor Plasencia me practicó en el Almenara, pese a las condiciones casi rurales en las que trabajó, había demostrado que sí era posible embolizarme, claro que el riesgo era altísimo, más aún cuando no se contaba con el equipo experimentado dedicado a la atención de casos como el mío. Teníamos también a favor las tres opiniones médicas que contradecían la de Chicago, la del doctor Effez, la que me trajo el presidente de la Asociación de Médicos Peruanos Residentes en los Estados Unidos y la del doctor Berenstein. Sin embargo, comprendíamos que el Seguro Social debía tomar todas las providencias posibles; no podíamos correr el riesgo de otro viaje en vano, pues hubiera sido terrible que ello ocurriera.
No quedaba otro camino que revestirse de más paciencia y tuvimos que hacerlo. La situación lo merecía, se trataba de mi vida.
La Navidad dio paso al Año Nuevo y yo permanecía hospitalizado, pero ya se hablaba de la necesidad del alta, no solo por el requerimiento de camas, sino porque realmente el esfuerzo del personal del hospital había logrado buenos resultados, había recuperado casi mi peso habitual, los sangrados habían cesado y mi ánimo y optimismo se mantenían al tope. No había que correr riesgos innecesarios y un hospital como el Almenara, con tanta cantidad de enfermos y familiares circulando, eran fuentes de infección. Mi permanencia, más allá de lo necesario, era un peligro. Los casos de pacientes que ingresaban aquejados por algún mal y, hospitalizados, «pescaban» un virus o una bacteria no eran extraños, conocíamos uno de cerca, el del tío Óscar, la primera persona que me alertó sobre mi mal. Por otro lado, la posibilidad de otro sangrado no estaba descartada, ¿valdría la pena después de todo lo sufrido exponerme a una recaída? La decisión era difícil, sobre todo después de conocida la respuesta de Nueva York, pues se pensó que los trámites burocráticos no tenían por qué dilatarse; sin embargo, el tiempo siguió transcurriendo y los trámites parecían no avanzar. Cruzamos la segunda quincena de enero y la única novedad fue mi cumpleaños. Nunca pensé sentirme tan bien festejándolo en un hospital; amigos, familiares y compañeros de trabajo vinieron a visitarme, fue grato sentirse querido y acompañado. Para los que no me veían de tiempo fue una sorpresa encontrarme casi totalmente recuperado y en realidad lo estaba, lo único malo era que podía sangrar en cualquier momento. Finalmente, los médicos decidieron que lo mejor para mí era prevenir una infección y me dieron de alta. Me alegró la idea de regresar a casa, aunque me dio miedo salir, cosa que nunca me hubiera imaginado, como no imaginé dejar tan buenos amigos en el hospital. Todos parecieron alegrarse con la noticia y todos me desearon aquello que tanto requería: SUERTE. Habíamos remontado una altísima montaña, ahora esperábamos que el camino fuera en bajada.
En casa todo me parecía tan nuevo y distinto que me sentía ajeno a ella. Seguí las recomendaciones médicas al pie de la letra y procuré disfrutar de las ventajas de estar en el hogar. Mi principal y única preocupación era mantenerme fuerte y estable, nada más. No debería esforzarme en nada, ni descuidar mi peso, que pese a la dieta licuada, seguía hacia arriba sin visos de estacionarse. De los trámites ante el seguro se encargaba mi padre y de mi atención en casa mi madre. Había retrocedido 20 años, pero no me quejaba, total, era por una buena razón y, además, transitoria. Así, en la quietud de estas vacaciones sui generis, que la estancia previa en el hospital me ayudó a apreciar mejor, empezaron a transcurrir los días del alta hasta que por fin, una mañana que parecía tan rutinaria como las otras, recibí una llamada que nos arrancó a mis hermanos y a mí unos lagrimones contenidos. La Comisión de Viajes al Exterior del Seguro Social del Perú había aprobado mi traslado a New York, solo faltaba confirmar la fecha de salida.
Habían transcurrido seis meses desde que me interné por emergencia, derrotado y sin esperanza. El mal rato parecía haber valido la pena, por fin, luego de tantos años de espera se intentaría controlar la enfermedad y no solo postergarla.
Aprobado el viaje y el lugar de destino había cuestiones prácticas que solucionar, ¿quién me acompañaría?, ¿dónde nos alojaríamos?, ¿qué tiempo tendría que estar fuera del Perú?, etc. Mi familia se encargó de ir resolviendo estos asuntos. El doctor Plasencia sería el acompañante oficial en su calidad de médico especialista y mi madre la «delegada» de la familia. Nos alojaríamos en una casa en Manhattan que servía como albergue para jóvenes con problemas de conducta, la residencia quedaba a pocas cuadras del NYU, el hospital donde trabajaba el doctor Berenstein. Mi tía Aurora, hermana de mi madre que vive en Virginia, logró, por intermedio de una compañera de trabajo, tomar contacto con el administrador del albergue, un gran ser humano llamado Harry, quien tan pronto conoció nuestro caso, puso a nuestra disposición dos cuartos privados y un baño común. El resto de los pormenores los fuimos conociendo con el paso de los días.
Ya a esas alturas, con la crisis económica del Perú de los ochenta y lo que iba de los noventa, con un hijo imposibilitado de trabajar, tres hijos en estudios universitarios o recién acabando la carrera y una madre dedicada íntegramente a mi cuidado, las reservas económicas de mis padres se iban agotando, con lo que cualquier ayuda era bienvenida, pues no se sabía el tiempo que permanecería en New York.
El Seguro Social se encargó de las coordinaciones con el hospital de Nueva York —el NYU— para los asuntos relacionados a los costos, tiempo y detalles del procedimiento. Por su parte, mi tía Aurora coordinó con la secretaria del doctor Berenstein, una eficiente, amable y joven señora de origen portorriqueño llamada Lillian, los pormenores de mi entrevista con el doctor, la fecha del procedimiento y demás asuntos aparentemente menudos pero que nos facilitaron el ubicarnos en la Gran Manzana, tales como dónde quedaba el hospital, dónde las oficinas del doctor, horarios, etc.
New York pasaba uno de sus peores inviernos ese año y las noticias de labores suspendidas y nevadas inusuales llegaban a nuestros oídos por familiares o amigos. Para nuestra realidad climática peruana, especialmente en Lima, en donde no llueve ni en invierno y las estaciones parecen ser solo dos, el oír de temperaturas bajo cero tenía ribetes de catástrofe. Pero el Perú es el Perú y Estados Unidos es Estados Unidos, así que a nadie en su sano juicio se le hubiese cruzado en mente postergar mi viaje por el clima. Cada vez que alguien me comentaba que la temperatura estaba bajo 10 grados y que había vuelos cancelados y calles cerradas, les respondía que con cinco grados bajo cero nos sentíamos contentos.
Por fin, el sábado 17 de febrero de 1996, un joven de 29 años de edad, abogado, peruano, soltero y sobreviviente de una enfermedad poco conocida en el Perú, partía hacia los Estados Unidos de Norteamérica en busca de recuperar la salud y la calidad de vida. El viaje era posible gracias al profesionalismo, amor y entrega de muchas personas, alguna de ellas que ni siquiera conocía. Le acompañaban la mujer que le dio la vida y el médico que le ayudaba a conservarla. El joven estaba feliz, viajaba lleno de esperanza y alegría, pues lo hacía como lo había soñado: fuerte, caminando y bien acompañado.
Conforme al itinerario tuvimos que hacer escala en el Aeropuerto Internacional de Miami, pero el alto en dicho lugar, debido a la congestión en el tráfico, nos hizo perder el vuelo de conexión a Nueva York, así que tuvimos que pasar casi todo el día domingo entre las salas de espera y los restaurantes del puerto aguardando el próximo vuelo. Por fin, casi al anochecer, partimos rumbo al destino final, cuatro horas después llegamos al aeropuerto John F. Kennedy, buscamos un taxi y nos dirigimos a Manhattan. Fue agradable llegar a un lugar en dónde nos esperaban personas realmente acogedoras y no exagero cuando digo que nos esperaban porque literalmente así ocurrió. Dada nuestra demora y poca previsión de reportar el retraso, mi tía Aurora, Linda, y mi familia en el Perú se pasaron la tarde tratando de comunicarse con nosotros en el albergue, por lo que, antes de instalarnos, los llamamos para tranquilizarlos.
El día lunes llegaron de Virginia mi tía Aurora y su esposo Robert. Nos acompañarían a mi cita con el doctor Berenstein y estarían al lado de mi madre el día del procedimiento. Como conocían la ciudad y, aprovechando que llegaron conduciendo su propio vehículo, llenaron nuestras horas libres paseándonos por el Barrio Chino, la Pequeña Italia, el Empire State Buillding, etc.
Llegamos a la cita con el doctor Berenstein un poco antes de la hora señalada. Ya conocíamos el lugar, pues el día anterior hicimos un reconocimiento de la zona que quedaba muy cerca de nuestro alojamiento y ello, en Manhattan, lo sabríamos luego, era una gran suerte. Apenas entramos a las oficinas en donde el doctor solía atender sus consultas, Lillian nos recibió con una familiaridad y cortesía que nos ayudó a relajarnos, aunque más que tensión yo diría que lo que había entre nosotros era una gran expectativa, sabíamos muy poco del doctor y lo que sabíamos nos agradaba, pero al mismo tiempo, nos entusiasmaba e impresionaba. Supongo que el doctor Plasencia, por la admiración como profesional y yo, por la necesidad de que fuera cierta tanta maravilla que había oído, éramos los más ansiosos de iniciar la entrevista. Mi madre y mi tía, quienes se veían después de tiempo, trataban de relajarse contándose las novedades de la familia. Robert, quien se encontraba rehabilitándose de un fuerte accidente padecido poco tiempo antes, parecía ser el más sereno de todos.
—¿En qué idioma prefiere hablar el doctor? —preguntó el doctor Plasencia, supongo que preparando la presentación de mi caso.
—Depende, a veces en inglés, otras en español, o sino comienza en español y termina en inglés u otro idioma; él es así, pero no se preocupen que al final los entiende y ustedes a él.
—¿Y cómo es él?, para reconocerlo, no sea que vaya entrar y no lo reconozcamos —agregó mi tía.
—Jajaja —Lillian sonrió—. No se preocupen, cuando vean un sujeto cruzando rapidísimo por aquí, dando directivas, saludando a todo el mundo, poniendo en movimiento toda la oficina, es él.
—¿Ustedes son del Perú? —escuchamos una voz que se dirigía a nosotros.
—Sí, doctor —respondimos casi en coro.
—Bueno, que pase toda la familia —agregó, cuando vio nuestro número; cuánto más gente escuche mejor, no me gusta que queden puntos oscuros o malos entendidos. —Continuó su camino sin detenerse, acompañado de Mary Madrid, su asistente, y Lillian.
A los pocos segundos, estábamos sentados en su consultorio. El doctor Berenstein sacó mi expediente y empezó a leer las cartas que nos había remitido.
—Me van a disculpar, pero opero cuatro pacientes al día.
Empezó a leer en voz alta y conforme refrescaba su memoria, asentía con la cabeza. Al concluir, preguntó al doctor Plasencia si tenía algo que agregar, no recuerdo bien las palabras del doctor Plasencia, pero sí que se refirió al problema que tenía con uno de mis ojos, la visión del ojo derecho había disminuido considerablemente.
El doctor Berenstein escuchó atento y luego, dirigiéndose a todos, pero mirándome directamente a mí, dijo:
—¿A qué te dedicas?
—Soy abogado
—¿ABOGADO?, ¡uff, ya tengo suficiente con los abogados americanos para que ahora me vengan abogados de Latinoamérica —bromeó.
Todos reímos. Roto el hielo, fue directo al punto.
—Mira, tú mejor que nadie conoces la seriedad de tu mal, debes saber también que es incurable. Yo no te voy a curar, pero es controlable —agregó, antes de que el desconsuelo nos atacara a todos—. Sé que has estado muy mal. —Mi madre movió la cabeza asintiendo—. La idea es mantener a raya esos sangrados y que tú puedas seguir desarrollándote en tu vida. Ya sé que eres joven —dijo, adelantándose a mis pensamientos, como siempre lo haría a partir de entonces—, y que te preocupa todo eso. —Hizo un gesto refiriéndose a mi papada y a la parte hinchada de la cara—. Todo eso se va a reducir, claro que no va a ser de un momento a otro, lo primero que tengo que hacerte es un nuevo examen, luego, trazar una estrategia, quizá el mismo día del examen te embolice, quizá no, no lo sé, eso lo sabré recién en sala. Te voy a pinchar directamente por la cara —movió la cabeza mostrando su acuerdo—, luego veremos si hacemos una anastomosis.
—Yo le hice un par de disparos entrando por la parte posterior —apuntó el doctor Plasencia—, pero no quise continuar; el riesgo era demasiado alto.
—¡Qué bueno!, siempre es bueno saber cuándo detenerse; no sabemos si el daño hubiera sido peor que el remedio. Muchas veces los médicos, por querer ayudar, terminamos complicando las cosas. ¿Alguna pregunta?… Los riesgos —continuó hablando antes que alguno de nosotros pensara en preguntar algo—, como en todo procedimiento hay riesgos: que una burbuja de aire se escape y te dañe puede ocasionar ceguera o parálisis, o cualquier otra complicación. Las probabilidades son del 0.3%, pero si te ocurre a ti, tu eres el 100%. Te voy a dormir por completo —Me alegré al oír eso—. Queremos que estés tranquilo durante el examen. ¿Otras preguntas?
Como no hubo ninguna, nos hizo pasar al doctor Plasencia y a mí a la sala de reconocimiento del costado, en donde le esperaban las arteriografías que le habían enviado desde el Perú. La habitación parecía tener todo lo necesario para su fin. Me auscultó las venas y arterias del cuello, pecho, hombros y cara e intercambió unas palabras técnicas con el doctor Plasencia. Luego empezó a mirar las arteriografías que le habíamos enviado desde el Perú y preguntó, sin quitar la vista al panel de luz:
—¿Quién las ha efectuado?
—El doctor Duany —intervine.
—Él no se dedica a esto —contestó el doctor Berenstein.
El doctor Plasencia aclaró que, aparentemente, había intervenido un médico conocido en la especialidad.
—Allí son de la opinión de que no se haga nada —meditó en voz alta el doctor Berenstein.
—Así es —contestó el doctor Plasencia.
—Bueno, por ahora lo que quiero es que te vean ese ojo —se dirigió a mí—. Ve a la oficina del doctor Kuppersmith, él te dirá qué hacer, luego regresas aquí para coordinar lo del miércoles.
Así lo hicimos. Si bien mis ojos no eran su principal preocupación, el doctor parecía no descuidar ningún detalle. Luego de reunirnos de nuevo, quedó todo casi listo para el procedimiento del miércoles 21 de febrero de 1996. Solo restaba practicar las pruebas de preadmisión.
El 21 de febrero de 1996 me interné. El ingreso fue muy de mañana y sumamente expeditivo. De pronto, ya estaba en una sala sentado esperando mi turno, de pronto ya me avisaban que me cambiara de ropas, de pronto ya estaba echado en la mesa de procedimientos en la que el anestesiólogo iniciaba las primeras acciones para ponerme a dormir. La anestesia me la conectarían por la nariz —ya me habían adelantado eso—, pero no me imaginé sentir una bola de golf entrando por mis fosas nasales. Por suerte, me dormí casi en segundos, lo último que recuerdo fue que en lugar de decir que estaba relajado le dije al anestesiólogo que se relajase, bueno, en realidad mi inglés es muy malo. Escuché unas risas y quedé fuera.
Me tuvieron durmiendo por dos días, me habían embolizado. Supongo que el procedimiento debió ser tan doloroso que prefirieron mantenerme sedado. Aún me dolía un poco la cara cuando me despertaron, pero era tolerable. Los primeros rostros que vi fueron de los médicos desentubándome, luego un dolor en la nariz, luego la cara de mi madre. Estaba contenta y se le veía tranquila. Al poco rato llegó mi tía Aurora a despedirse, esa tarde regresaría a Virginia; todo había salido bien y estaban contentos. Poco a poco, conforme me iba despabilando, caí en la cuenta de que estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, rodeado de monitores y con una amable enfermera atenta a mis reacciones. A eso de las seis de la tarde entró el doctor Berenstein y alguno de los miembros de su equipo. Me explicó lo que habían avanzado, lo que faltaba por hacer y las decisiones que tuvo que tomar en sala, entre ellas retirarme parte de la dentadura inferior.
—Era más el peligro que el beneficio de conservarla, te vamos a reciclar por completo.
Fueron sus palabras finales cuando le pregunté si por fin podría comer alimentos sólidos. Esa misma noche me pasaron a un cuarto regular. Me parecía increíble que todo ya hubiera pasado. Tenía ganas de llorar; esa vez descubrí que ese era el estado temporal en que me dejaba la anestesia, nervioso o «muñequeado», como decimos en el Perú.
El día sábado fue un día tranquilo, sin mayor novedad, mi estado era el natural a un post operatorio, no quedaba más que esperar el paso de los días. Concentrado en lo mío, no me percaté de que mi madre parecía preocupada por algo. Por fin, cuando me vio más alerta, me confesó la razón de su contrariedad. En el albergue no solo habitaban jóvenes con problemas de conducta, sino que muchos de ellos padecían de Sida, la lista de algunos de los que habían fallecido había sido publicada en los días que estuve dormido. Si bien sabí...

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