El primer contacto
Un paso no es un paso
si no es previo al andar.
Si estĂĄ lejos tu destino,
pues empieza a caminar.
La respuesta del doctor Berenstein fue un gran paso, pero no el Ășltimo, faltaba lo mĂĄs difĂcil, que el Seguro Social aprobara mi transferencia. Bajo otras circunstancias no me hubiera preocupado por aquello, pues mi caso estaba totalmente justificado. En el PerĂș no existĂa experiencia suficiente en el tratamiento de padecimientos como el mĂo, los mĂ©dicos habĂan hecho todo lo humanamente posible para mantenerme con vida, pero mis posibilidades se iban reduciendo, los riesgos aumentando y los daños tornĂĄndose irreversibles. Sin embargo, la experiencia en Chicago era un gran punto en contra. Casi habĂa sido un viaje en vano. A favor estaban mi juventud y fortaleza; asĂ como el procedimiento que el doctor Plasencia me practicĂł en el Almenara, pese a las condiciones casi rurales en las que trabajĂł, habĂa demostrado que sĂ era posible embolizarme, claro que el riesgo era altĂsimo, mĂĄs aĂșn cuando no se contaba con el equipo experimentado dedicado a la atenciĂłn de casos como el mĂo. TenĂamos tambiĂ©n a favor las tres opiniones mĂ©dicas que contradecĂan la de Chicago, la del doctor Effez, la que me trajo el presidente de la AsociaciĂłn de MĂ©dicos Peruanos Residentes en los Estados Unidos y la del doctor Berenstein. Sin embargo, comprendĂamos que el Seguro Social debĂa tomar todas las providencias posibles; no podĂamos correr el riesgo de otro viaje en vano, pues hubiera sido terrible que ello ocurriera.
No quedaba otro camino que revestirse de mĂĄs paciencia y tuvimos que hacerlo. La situaciĂłn lo merecĂa, se trataba de mi vida.
La Navidad dio paso al Año Nuevo y yo permanecĂa hospitalizado, pero ya se hablaba de la necesidad del alta, no solo por el requerimiento de camas, sino porque realmente el esfuerzo del personal del hospital habĂa logrado buenos resultados, habĂa recuperado casi mi peso habitual, los sangrados habĂan cesado y mi ĂĄnimo y optimismo se mantenĂan al tope. No habĂa que correr riesgos innecesarios y un hospital como el Almenara, con tanta cantidad de enfermos y familiares circulando, eran fuentes de infecciĂłn. Mi permanencia, mĂĄs allĂĄ de lo necesario, era un peligro. Los casos de pacientes que ingresaban aquejados por algĂșn mal y, hospitalizados, «pescaban» un virus o una bacteria no eran extraños, conocĂamos uno de cerca, el del tĂo Ăscar, la primera persona que me alertĂł sobre mi mal. Por otro lado, la posibilidad de otro sangrado no estaba descartada, ÂżvaldrĂa la pena despuĂ©s de todo lo sufrido exponerme a una recaĂda? La decisiĂłn era difĂcil, sobre todo despuĂ©s de conocida la respuesta de Nueva York, pues se pensĂł que los trĂĄmites burocrĂĄticos no tenĂan por quĂ© dilatarse; sin embargo, el tiempo siguiĂł transcurriendo y los trĂĄmites parecĂan no avanzar. Cruzamos la segunda quincena de enero y la Ășnica novedad fue mi cumpleaños. Nunca pensĂ© sentirme tan bien festejĂĄndolo en un hospital; amigos, familiares y compañeros de trabajo vinieron a visitarme, fue grato sentirse querido y acompañado. Para los que no me veĂan de tiempo fue una sorpresa encontrarme casi totalmente recuperado y en realidad lo estaba, lo Ășnico malo era que podĂa sangrar en cualquier momento. Finalmente, los mĂ©dicos decidieron que lo mejor para mĂ era prevenir una infecciĂłn y me dieron de alta. Me alegrĂł la idea de regresar a casa, aunque me dio miedo salir, cosa que nunca me hubiera imaginado, como no imaginĂ© dejar tan buenos amigos en el hospital. Todos parecieron alegrarse con la noticia y todos me desearon aquello que tanto requerĂa: SUERTE. HabĂamos remontado una altĂsima montaña, ahora esperĂĄbamos que el camino fuera en bajada.
En casa todo me parecĂa tan nuevo y distinto que me sentĂa ajeno a ella. SeguĂ las recomendaciones mĂ©dicas al pie de la letra y procurĂ© disfrutar de las ventajas de estar en el hogar. Mi principal y Ășnica preocupaciĂłn era mantenerme fuerte y estable, nada mĂĄs. No deberĂa esforzarme en nada, ni descuidar mi peso, que pese a la dieta licuada, seguĂa hacia arriba sin visos de estacionarse. De los trĂĄmites ante el seguro se encargaba mi padre y de mi atenciĂłn en casa mi madre. HabĂa retrocedido 20 años, pero no me quejaba, total, era por una buena razĂłn y, ademĂĄs, transitoria. AsĂ, en la quietud de estas vacaciones sui generis, que la estancia previa en el hospital me ayudĂł a apreciar mejor, empezaron a transcurrir los dĂas del alta hasta que por fin, una mañana que parecĂa tan rutinaria como las otras, recibĂ una llamada que nos arrancĂł a mis hermanos y a mĂ unos lagrimones contenidos. La ComisiĂłn de Viajes al Exterior del Seguro Social del PerĂș habĂa aprobado mi traslado a New York, solo faltaba confirmar la fecha de salida.
HabĂan transcurrido seis meses desde que me internĂ© por emergencia, derrotado y sin esperanza. El mal rato parecĂa haber valido la pena, por fin, luego de tantos años de espera se intentarĂa controlar la enfermedad y no solo postergarla.
Aprobado el viaje y el lugar de destino habĂa cuestiones prĂĄcticas que solucionar, ÂżquiĂ©n me acompañarĂa?, ÂżdĂłnde nos alojarĂamos?, ÂżquĂ© tiempo tendrĂa que estar fuera del PerĂș?, etc. Mi familia se encargĂł de ir resolviendo estos asuntos. El doctor Plasencia serĂa el acompañante oficial en su calidad de mĂ©dico especialista y mi madre la «delegada» de la familia. Nos alojarĂamos en una casa en Manhattan que servĂa como albergue para jĂłvenes con problemas de conducta, la residencia quedaba a pocas cuadras del NYU, el hospital donde trabajaba el doctor Berenstein. Mi tĂa Aurora, hermana de mi madre que vive en Virginia, logrĂł, por intermedio de una compañera de trabajo, tomar contacto con el administrador del albergue, un gran ser humano llamado Harry, quien tan pronto conociĂł nuestro caso, puso a nuestra disposiciĂłn dos cuartos privados y un baño comĂșn. El resto de los pormenores los fuimos conociendo con el paso de los dĂas.
Ya a esas alturas, con la crisis econĂłmica del PerĂș de los ochenta y lo que iba de los noventa, con un hijo imposibilitado de trabajar, tres hijos en estudios universitarios o reciĂ©n acabando la carrera y una madre dedicada Ăntegramente a mi cuidado, las reservas econĂłmicas de mis padres se iban agotando, con lo que cualquier ayuda era bienvenida, pues no se sabĂa el tiempo que permanecerĂa en New York.
El Seguro Social se encargĂł de las coordinaciones con el hospital de Nueva York âel NYUâ para los asuntos relacionados a los costos, tiempo y detalles del procedimiento. Por su parte, mi tĂa Aurora coordinĂł con la secretaria del doctor Berenstein, una eficiente, amable y joven señora de origen portorriqueño llamada Lillian, los pormenores de mi entrevista con el doctor, la fecha del procedimiento y demĂĄs asuntos aparentemente menudos pero que nos facilitaron el ubicarnos en la Gran Manzana, tales como dĂłnde quedaba el hospital, dĂłnde las oficinas del doctor, horarios, etc.
New York pasaba uno de sus peores inviernos ese año y las noticias de labores suspendidas y nevadas inusuales llegaban a nuestros oĂdos por familiares o amigos. Para nuestra realidad climĂĄtica peruana, especialmente en Lima, en donde no llueve ni en invierno y las estaciones parecen ser solo dos, el oĂr de temperaturas bajo cero tenĂa ribetes de catĂĄstrofe. Pero el PerĂș es el PerĂș y Estados Unidos es Estados Unidos, asĂ que a nadie en su sano juicio se le hubiese cruzado en mente postergar mi viaje por el clima. Cada vez que alguien me comentaba que la temperatura estaba bajo 10 grados y que habĂa vuelos cancelados y calles cerradas, les respondĂa que con cinco grados bajo cero nos sentĂamos contentos.
Por fin, el sĂĄbado 17 de febrero de 1996, un joven de 29 años de edad, abogado, peruano, soltero y sobreviviente de una enfermedad poco conocida en el PerĂș, partĂa hacia los Estados Unidos de NorteamĂ©rica en busca de recuperar la salud y la calidad de vida. El viaje era posible gracias al profesionalismo, amor y entrega de muchas personas, alguna de ellas que ni siquiera conocĂa. Le acompañaban la mujer que le dio la vida y el mĂ©dico que le ayudaba a conservarla. El joven estaba feliz, viajaba lleno de esperanza y alegrĂa, pues lo hacĂa como lo habĂa soñado: fuerte, caminando y bien acompañado.
Conforme al itinerario tuvimos que hacer escala en el Aeropuerto Internacional de Miami, pero el alto en dicho lugar, debido a la congestiĂłn en el trĂĄfico, nos hizo perder el vuelo de conexiĂłn a Nueva York, asĂ que tuvimos que pasar casi todo el dĂa domingo entre las salas de espera y los restaurantes del puerto aguardando el prĂłximo vuelo. Por fin, casi al anochecer, partimos rumbo al destino final, cuatro horas despuĂ©s llegamos al aeropuerto John F. Kennedy, buscamos un taxi y nos dirigimos a Manhattan. Fue agradable llegar a un lugar en dĂłnde nos esperaban personas realmente acogedoras y no exagero cuando digo que nos esperaban porque literalmente asĂ ocurriĂł. Dada nuestra demora y poca previsiĂłn de reportar el retraso, mi tĂa Aurora, Linda, y mi familia en el PerĂș se pasaron la tarde tratando de comunicarse con nosotros en el albergue, por lo que, antes de instalarnos, los llamamos para tranquilizarlos.
El dĂa lunes llegaron de Virginia mi tĂa Aurora y su esposo Robert. Nos acompañarĂan a mi cita con el doctor Berenstein y estarĂan al lado de mi madre el dĂa del procedimiento. Como conocĂan la ciudad y, aprovechando que llegaron conduciendo su propio vehĂculo, llenaron nuestras horas libres paseĂĄndonos por el Barrio Chino, la Pequeña Italia, el Empire State Buillding, etc.
Llegamos a la cita con el doctor Berenstein un poco antes de la hora señalada. Ya conocĂamos el lugar, pues el dĂa anterior hicimos un reconocimiento de la zona que quedaba muy cerca de nuestro alojamiento y ello, en Manhattan, lo sabrĂamos luego, era una gran suerte. Apenas entramos a las oficinas en donde el doctor solĂa atender sus consultas, Lillian nos recibiĂł con una familiaridad y cortesĂa que nos ayudĂł a relajarnos, aunque mĂĄs que tensiĂłn yo dirĂa que lo que habĂa entre nosotros era una gran expectativa, sabĂamos muy poco del doctor y lo que sabĂamos nos agradaba, pero al mismo tiempo, nos entusiasmaba e impresionaba. Supongo que el doctor Plasencia, por la admiraciĂłn como profesional y yo, por la necesidad de que fuera cierta tanta maravilla que habĂa oĂdo, Ă©ramos los mĂĄs ansiosos de iniciar la entrevista. Mi madre y mi tĂa, quienes se veĂan despuĂ©s de tiempo, trataban de relajarse contĂĄndose las novedades de la familia. Robert, quien se encontraba rehabilitĂĄndose de un fuerte accidente padecido poco tiempo antes, parecĂa ser el mĂĄs sereno de todos.
âÂżEn quĂ© idioma prefiere hablar el doctor? âpreguntĂł el doctor Plasencia, supongo que preparando la presentaciĂłn de mi caso.
âDepende, a veces en inglĂ©s, otras en español, o sino comienza en español y termina en inglĂ©s u otro idioma; Ă©l es asĂ, pero no se preocupen que al final los entiende y ustedes a Ă©l.
âÂżY cĂłmo es Ă©l?, para reconocerlo, no sea que vaya entrar y no lo reconozcamos âagregĂł mi tĂa.
âJajaja âLillian sonriĂłâ. No se preocupen, cuando vean un sujeto cruzando rapidĂsimo por aquĂ, dando directivas, saludando a todo el mundo, poniendo en movimiento toda la oficina, es Ă©l.
âÂżUstedes son del PerĂș? âescuchamos una voz que se dirigĂa a nosotros.
âSĂ, doctor ârespondimos casi en coro.
âBueno, que pase toda la familia âagregĂł, cuando vio nuestro nĂșmero; cuĂĄnto mĂĄs gente escuche mejor, no me gusta que queden puntos oscuros o malos entendidos. âContinuĂł su camino sin detenerse, acompañado de Mary Madrid, su asistente, y Lillian.
A los pocos segundos, estĂĄbamos sentados en su consultorio. El doctor Berenstein sacĂł mi expediente y empezĂł a leer las cartas que nos habĂa remitido.
âMe van a disculpar, pero opero cuatro pacientes al dĂa.
EmpezĂł a leer en voz alta y conforme refrescaba su memoria, asentĂa con la cabeza. Al concluir, preguntĂł al doctor Plasencia si tenĂa algo que agregar, no recuerdo bien las palabras del doctor Plasencia, pero sĂ que se refiriĂł al problema que tenĂa con uno de mis ojos, la visiĂłn del ojo derecho habĂa disminuido considerablemente.
El doctor Berenstein escuchĂł atento y luego, dirigiĂ©ndose a todos, pero mirĂĄndome directamente a mĂ, dijo:
âÂżA quĂ© te dedicas?
âSoy abogado
âÂżABOGADO?, ÂĄuff, ya tengo suficiente con los abogados americanos para que ahora me vengan abogados de LatinoamĂ©rica âbromeĂł.
Todos reĂmos. Roto el hielo, fue directo al punto.
âMira, tĂș mejor que nadie conoces la seriedad de tu mal, debes saber tambiĂ©n que es incurable. Yo no te voy a curar, pero es controlable âagregĂł, antes de que el desconsuelo nos atacara a todosâ. SĂ© que has estado muy mal. âMi madre moviĂł la cabeza asintiendoâ. La idea es mantener a raya esos sangrados y que tĂș puedas seguir desarrollĂĄndote en tu vida. Ya sĂ© que eres joven âdijo, adelantĂĄndose a mis pensamientos, como siempre lo harĂa a partir de entoncesâ, y que te preocupa todo eso. âHizo un gesto refiriĂ©ndose a mi papada y a la parte hinchada de la caraâ. Todo eso se va a reducir, claro que no va a ser de un momento a otro, lo primero que tengo que hacerte es un nuevo examen, luego, trazar una estrategia, quizĂĄ el mismo dĂa del examen te embolice, quizĂĄ no, no lo sĂ©, eso lo sabrĂ© reciĂ©n en sala. Te voy a pinchar directamente por la cara âmoviĂł la cabeza mostrando su acuerdoâ, luego veremos si hacemos una anastomosis.
âYo le hice un par de disparos entrando por la parte posterior âapuntĂł el doctor Plasenciaâ, pero no quise continuar; el riesgo era demasiado alto.
âÂĄQuĂ© bueno!, siempre es bueno saber cuĂĄndo detenerse; no sabemos si el daño hubiera sido peor que el remedio. Muchas veces los mĂ©dicos, por querer ayudar, terminamos complicando las cosas. ÂżAlguna pregunta?⊠Los riesgos âcontinuĂł hablando antes que alguno de nosotros pensara en preguntar algoâ, como en todo procedimiento hay riesgos: que una burbuja de aire se escape y te dañe puede ocasionar ceguera o parĂĄlisis, o cualquier otra complicaciĂłn. Las probabilidades son del 0.3%, pero si te ocurre a ti, tu eres el 100%. Te voy a dormir por completo âMe alegrĂ© al oĂr esoâ. Queremos que estĂ©s tranquilo durante el examen. ÂżOtras preguntas?
Como no hubo ninguna, nos hizo pasar al doctor Plasencia y a mĂ a la sala de reconocimiento del costado, en donde le esperaban las arteriografĂas que le habĂan enviado desde el PerĂș. La habitaciĂłn parecĂa tener todo lo necesario para su fin. Me auscultĂł las venas y arterias del cuello, pecho, hombros y cara e intercambiĂł unas palabras tĂ©cnicas con el doctor Plasencia. Luego empezĂł a mirar las arteriografĂas que le habĂamos enviado desde el PerĂș y preguntĂł, sin quitar la vista al panel de luz:
âÂżQuiĂ©n las ha efectuado?
âEl doctor Duany âintervine.
âĂl no se dedica a esto âcontestĂł el doctor Berenstein.
El doctor Plasencia aclarĂł que, aparentemente, habĂa intervenido un mĂ©dico conocido en la especialidad.
âAllĂ son de la opiniĂłn de que no se haga nada âmeditĂł en voz alta el doctor Berenstein.
âAsĂ es âcontestĂł el doctor Plasencia.
âBueno, por ahora lo que quiero es que te vean ese ojo âse dirigiĂł a mĂâ. Ve a la oficina del doctor Kuppersmith, Ă©l te dirĂĄ quĂ© hacer, luego regresas aquĂ para coordinar lo del miĂ©rcoles.
AsĂ lo hicimos. Si bien mis ojos no eran su principal preocupaciĂłn, el doctor parecĂa no descuidar ningĂșn detalle. Luego de reunirnos de nuevo, quedĂł todo casi listo para el procedimiento del miĂ©rcoles 21 de febrero de 1996. Solo restaba practicar las pruebas de preadmisiĂłn.
El 21 de febrero de 1996 me internĂ©. El ingreso fue muy de mañana y sumamente expeditivo. De pronto, ya estaba en una sala sentado esperando mi turno, de pronto ya me avisaban que me cambiara de ropas, de pronto ya estaba echado en la mesa de procedimientos en la que el anestesiĂłlogo iniciaba las primeras acciones para ponerme a dormir. La anestesia me la conectarĂan por la nariz âya me habĂan adelantado esoâ, pero no me imaginĂ© sentir una bola de golf entrando por mis fosas nasales. Por suerte, me dormĂ casi en segundos, lo Ășltimo que recuerdo fue que en lugar de decir que estaba relajado le dije al anestesiĂłlogo que se relajase, bueno, en realidad mi inglĂ©s es muy malo. EscuchĂ© unas risas y quedĂ© fuera.
Me tuvieron durmiendo por dos dĂas, me habĂan embolizado. Supongo que el procedimiento debiĂł ser tan doloroso que prefirieron mantenerme sedado. AĂșn me dolĂa un poco la cara cuando me despertaron, pero era tolerable. Los primeros rostros que vi fueron de los mĂ©dicos desentubĂĄndome, luego un dolor en la nariz, luego la cara de mi madre. Estaba contenta y se le veĂa tranquila. Al poco rato llegĂł mi tĂa Aurora a despedirse, esa tarde regresarĂa a Virginia; todo habĂa salido bien y estaban contentos. Poco a poco, conforme me iba despabilando, caĂ en la cuenta de que estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, rodeado de monitores y con una amable enfermera atenta a mis reacciones. A eso de las seis de la tarde entrĂł el doctor Berenstein y alguno de los miembros de su equipo. Me explicĂł lo que habĂan avanzado, lo que faltaba por hacer y las decisiones que tuvo que tomar en sala, entre ellas retirarme parte de la dentadura inferior.
âEra mĂĄs el peligro que el beneficio de conservarla, te vamos a reciclar por completo.
Fueron sus palabras finales cuando le preguntĂ© si por fin podrĂa comer alimentos sĂłlidos. Esa misma noche me pasaron a un cuarto regular. Me parecĂa increĂble que todo ya hubiera pasado. TenĂa ganas de llorar; esa vez descubrĂ que ese era el estado temporal en que me dejaba la anestesia, nervioso o «muñequeado», como decimos en el PerĂș.
El dĂa sĂĄbado fue un dĂa tranquilo, sin mayor novedad, mi estado era el natural a un post operatorio, no quedaba mĂĄs que esperar el paso de los dĂas. Concentrado en lo mĂo, no me percatĂ© de que mi madre parecĂa preocupada por algo. Por fin, cuando me vio mĂĄs alerta, me confesĂł la razĂłn de su contrariedad. En el albergue no solo habitaban jĂłvenes con problemas de conducta, sino que muchos de ellos padecĂan de Sida, la lista de algunos de los que habĂan fallecido habĂa sido publicada en los dĂas que estuve dormido. Si bien sabĂ...